Filmar la promesa

Filmar la promesa.

Sobre Estrella roja, de Sofía Bordenave[1]

 

Por Gastón Molayoli

En los primeros minutos de Estrella roja se presentan dos personajes femeninos: Anastassia y Katya. Ambas, dice la voz de la primera, participaron de la revolución rusa y están vivas en la actualidad gracias a que recibieron transfusiones de sangre de algunos de los protagonistas de aquel acontecimiento político. Es un dato, arrojado como el pasar, que inevitablemente resquebraja el verosímil y e instala un clima enrarecido. El entramado bordea el terreno de la ciencia ficción, pero, ¿lo hace completamente o hay algo de lo visible que se ajusta a la realidad? Es una duda que no se resuelve. Lo visible se puede inscribir en la tradición del documental, en la de la ficción o en ambas al mismo tiempo, como en un juego de superposiciones.

La sinopsis oficial de Estrella roja resume lo siguiente:

En 2017, al cumplirse cien años de la Revolución Bolchevique, no se realizó ningún acto oficial en Rusia. El gobierno central decidió confinar al ámbito de los museos la memoria de la Revolución. En ese clima de desmemoria, algunas escenas desgajadas de la realidad traen el pasado al presente. [2]

Las escenas desgajadas a las que se refiere este breve texto, asumen, sobre todo, la forma reconocible de entrevistas a cámara, aunque el antes y el después de los testimonios (los momentos previos a la rememoración oral) aparezcan en campo bajo la forma de largos silencios, especialmente en el caso de Katya. Ya sea porque recorre a pie un trayecto extenso directo hacia la cámara antes de pronunciar la primera palabra o porque luego de la última se deja llevar por una reflexión muda. Se sabe que en los testimonios lo importante (y en esto los silencios, en tanto anclajes, adquieren una potencia particular) no es sólo aquello que evocan, sino también el momento desde el cual lo hacen.

Estrella roja establece, de manera constante, un puente entre el pasado y el presente. Lo hace desde un espíritu de reescritura atendiendo a acontecimientos, obras, figuras (del arte y de la ciencia) que existieron verdaderamente y que marcaron una época abismada hacia el futuro. Lo único que en apariencia se desprende de la elaboración propia del artificio es el repertorio de personajes, con sus rasgos más o menos delineados, mientras que aquello a lo que aluden, aunque parezca inverosímil, forma parte de lo que suele entenderse como Historia. Gustavo Aprea sostiene que el documental de memorias se define por una voluntad narrativa más que argumentativa, por la importancia simétrica que asumen el momento evocado y el de la evocación y por el modo en el que los testimonios, lejos de circunscribirse a un mero valor informativo, se conectan con sensaciones, sentimientos y opiniones.[3] Es esto último lo que aparece, dentro de las coordenadas de la ficción, en los testimonios de Katya y Anastasia. La primera, desde Campo de Marte, en San Petersburgo, en una secuencia que ocupa el primer tercio de la película, transmite de manera oral todo lo que sintió cuando en febrero de 1917 los obreros (y sobre todo las obreras), invadieron ese gran espacio rodeado por el Palacio de Mármol, la plaza de Suvórov, las casas de Betskói y Saltykov-Schedrín, el cuartel del regimiento Pávlovski y el río Moika.

 

 

Estrella Roja, Katya, una de las narradoras que participó en la Revolución Rusa

El testimonio de Katya, falso en los términos en los que el documental clásico se delimita como discurso de verdad, replica sin embargo las coordenadas de un testimonio “verdadero” que podría haberse incluido en el marco de un documental de memorias. Me refiero a que, por un lado, Estrella roja visibiliza a un actor social que había quedado en un lugar secundario (o decididamente afuera) de la historia oficial: las obreras que iniciaron la revolución de febrero. Y, por el otro, a que pone el acento en una dimensión afectiva más que en la información que el testimonio puede proveer.

Se sabe que frente a cámara no importa sólo lo que puede expresarse a través de las palabras, sino también lo que se manifiesta a través de los gestos, los silencios, la forma de mirar. En el rostro puede dibujarse una historia, un legado, y develarse las líneas oscilantes de una ramificación vital. El compendio de elementos que le dan sustancia a la comunicación no verbal devela una identidad posible, bajo la forma de un reservorio de vivencias. Ante la imposibilidad de conversar con las verdaderas protagonistas de la revolución de febrero y a partir de la certeza de que recordar no es revivir, sino reconstruir el pasado de una manera creativa, Bordenave erige estos personajes para conectarnos con una época cargada de intensidad, como si desde este gesto pudiera encarnar, a través de los materiales expresivos del cine y desde una libertad especulativa que en el documental clásico pareciera prohibida, ya no una memoria individual, sino una colectiva en un sentido pleno.

Es ese mismo espíritu el que moviliza a los roofers, jóvenes que deambulan por las terrazas de los edificios abandonados de San Petersburgo buscando entre sus ruinas los restos de una historia que en 2017 el estado ruso confinó a espacios muertos. A diferencia de lo que sucede con Katya y Anastasia, el vínculo que Bordenave establece con estos personajes es menos distante, como si en ellos pudiera delinear una cercanía poética de otro orden. Lo que hace se acerca al accionar de los roofers: se mueve por espacios públicos o marginales de la ciudad para rastrear las huellas de la revolución en una San Petersburgo insertada, de manera mansa, en el orden capitalista. Es elocuente, por lo tanto, que la atención se deposite en los recorridos de los jóvenes más que en lo que verbalizan respecto de su visión de mundo. Son presencias –antes que personajes– que nos guían a través de recovecos. No importa lo que expresan acerca de su experiencia, sino las puertas simbólicas que abren.

Se sabe que en los documentales de memoria los espacios funcionan como catalizadores. No es lo mismo entrevistar a alguien en su propio hogar o en un estudio que en el escenario donde ocurrieron los hechos a los que remite. El testimonio de Katya (aunque, insisto, sea una construcción) tendría otras implicancias si no sucediera en Campo de marte, el espacio donde, en 1917, confluyeron multitudes para tomar el Palacio de Invierno. Pero en la película de Bordenave este escenario no es sólo un espacio físico. Es también un espacio mental que abre otros tantos, la puerta de acceso, por ejemplo, para introducir la novela Estrella roja, de Aleksándr Bogdánov. El autor soviético, según se dice en la película, imaginaba en aquel relato un escenario utópico en el que Marte, el planeta rojo, se transformaba en un espacio habitable que podía integrarse al proyecto revolucionario. Así de ambiciosa era una época ajena al cinismo del presente. Así de enorme era el futuro hacia el cual los encuadres de Bordenave apuntan como flechas, sobre todo en la primera parte, y siempre en plano general, como si las palabras y los rostros fueran tan fundamentales como los espacios en los que estos circulan.

 

Portada de Estrella Roja (1908), de Aleksándr Bogdánov

Estrella roja se inscribe dentro de esa modalidad discursiva que Carl Plantinga[4] identifica como voz abierta y a la que alude también con la expresión “los bordes de la historia”, una metáfora que asume, de manera precisa, que ya no estamos frente a una posición epistémica cercana a los discursos de la sobriedad, tal como Bill Nichols delimita al documental.[5] La Historia, dentro de esta voz y en la película de Bordenave en particular, se presenta detrás de un velo opaco y lo que emerge es una dimensión reflexiva debido a que el mundo ya no habla por sí mismo (si es que alguna vez pudo hacerlo). Es una voz que reverbera en la tradición del documental moderno, sobre todo por la desconfianza respecto de un encuentro “transparente” con el mundo y la alteridad a través de las posibilidades expresivas del cine.[6]

La película de Sofía Bordenave se inscribe en esta perspectiva por su voluntad de bordear la historia, por darle visibilidad a personajes que no forman parte del relato oficial (como las mujeres que encabezaron la revolución de febrero), por su desconfianza acerca de los modos en los que el gobierno ruso decide actualizar un hecho fundante del siglo veinte, y, sobre todo, por la decisión de resquebrajar la posición epistémica que, siguiendo a Plantinga, caracteriza a la voz formal (objetiva, equilibrada, simétrica, institucional). Y lo hace a partir de la inclusión del artificio en un entramado que incluye elementos históricos como el juicio a Dios, la cosmología poética o la ilusión de la vida en Marte.

Bordenave comprende que remitirse a una época para actualizar sus potencialidades sólo es posible si se expande el horizonte factual, si se altera, aunque sea levemente, la obsesión por limitarse a los hechos y se emprende la tarea de reconocer un espíritu de época abismado, con lúcida ingenuidad, hacia el futuro. No es casual que varios de los intelectuales a los que Anastassia y Katya se refieren hayan sido, al mismo tiempo, científicos y artistas, como si en esa época, en la Unión Soviética, no hubiera habido una distinción entre una disciplina y otra, como si el arte fuera (porque de hecho lo es) una forma de conocimiento y como si la ciencia asimilara a la imaginación como una de sus condiciones fundamentales. En este contexto el cine era, según Rancière (2018), “ese reino de tinieblas destinado a transformarse en reino de luz, esa escritura del movimiento que debía, al igual que las vías del ferrocarril y junto a ellas, identificarse con el movimiento mismo de la Revolución.” (p. 214).[7]

Los procesos de memoria, sostiene Feierstein, son ámbitos de creación de sentido que articulan el pasado y el presente para ejercer una acción sobre este último.[8] Sofía Bordenave, en Estrella roja, demuestra tener claridad respecto de esa articulación porque cien años después de un momento en el que el futuro era pura promesa, en San Petersburgo nadie celebra el aniversario de la revolución. Los planos generales muestras calles vacías: el pueblo está guardado. Volver a ese momento, reescribirlo en el presente según las coordenadas de quien asume una mirada consciente de la dimensión política del cine, es un modo de refundar el futuro. No se trata, entonces, siguiendo a Rancière, de conservar una memoria (como hizo el gobierno ruso en los museos durante el centenario de la revolución), sino de crearla, de reconocer en ella un conjunto, una organización de signos, un “entrelazamiento de temporalidades desfasadas y de regímenes de imágenes heterogéneas”.[9]

Al hacer foco en los años veinte, Bordenave deja afuera un devenir histórico que dibuja la forma del fracaso en las décadas siguientes. Lo que queda es una especie de cápsula, la memoria en tanto conducta de promesa, un gesto que comprende que el recuerdo se constituye en el momento en el que el pasado era todavía presente y que actualiza, aunque suene demasiado ambicioso para una época como esta, la voluntad de un reordenamiento radical de lo sensible. La disolución de los límites entre la ficción y el documental asume estas implicancias. La película no teje un entramado en torno a cierto material de archivo sobre la revolución rusa. Tampoco expone, desde una preocupación descriptiva, la situación actual del escenario de aquel acontecimiento político. Lo que hace, más bien, es filmar desde los bordes de la historia la promesa de aquella revolución, actualizar un clima de época en el que todo parecía posible, dejando en fuera de campo el sentimiento de derrota que atraviesa al presente y reconociendo, con ese gesto, que el cine puede ser no sólo una fuente para la historia, sino también un agente para la memoria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Aprea, G. (2015). Documental, testimonios y memorias. Miradas sobre el pasado militante. Manantial texturas.

Bernini, E. (2008). «Tres miradas de lo documental». Kilómetro 111. Ensayos sobre cine (Nº 7) (pp. 89-107).

Bernini, E. (2014). «El documental. El fin de una ontología». Revista DocuDac, http://revistadocudac.com.ar/es/1/dossiers-el-documental-el-fin-de-una-ontologia

Feierstein, D. (2012). Memorias y representaciones. Sobre la elaboración del genocidio. Fondo de Cultura Económica.

Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental. Paidós SAICF.

Plantinga, C. (1997). Rhetoric and representation in non fiction film. Cambridge University Press.

Rancière, J. (2018). La fábula cinematográfica. El cuenco del plata.

 

[1] Otra versión de este ensayo forma parte de uno de los capítulos de Memoria y posdocumental: el caso de las películas Estrella roja, Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad y Buenos Aires al Pacífico, en el marco del Trabajo Final Integrador de la Especialización en Comunicación Digital Audiovisual (Universidad Nacional de Quilmes).

[2] En https://cinenacional.com/pelicula/estrella-roja-i/

[3] En Gustavo Aprea, “Documental, testimonios y memorias. Miradas sobre el pasado militante.”

[4] En Carl Plantinga, Rhetoric and representation in non fiction film.

[5] En Bill Nichols, La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental.

[6] En este punto sigo las nociones expuestas por Emilio Bernini en “Tres miradas de lo documental”, Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 7. Y también en El documental. El fin de una ontología.

[7] En Jacques Rancière, “La ficción documental: Marker y la ficción de la memoria”, en La fábula cinematográfica. (p. 214)

[8] En Daniel Feierstein, Memorias y representaciones. Sobre la elaboración del genocidio.

[9] Rancière, J., op. cit., p. 213.

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