Zama, de corregidor a cangaçeiro
o la metamorfosis del sombrero

Con motivo del estreno de Años luz, el documental de Manuel Abramovich sobre el rodaje de Zama, una nueva lectura del film.

por María Iribarren

“Toda narración transcurre en el presente,
aunque habla, a su modo, del pasado.”

Juan José Saer

“… yo veía el pasado como algo visceral,
informe y, a la vez, perfectible.”

Diego de Zama

“El cine, inserto en el proceso cultural, deberá ser
en última instancia el lenguaje de una ‘civilización’.
¿Pero qué civilización?”

Glauber Rocha

Sistemas en desorden

“… En Zama, el medio es menos un espacio propiamente dicho —el campo, la selva, el caserío los despachos, los salones— que un estadio histórico político: la colonia. Martel parece hacer del modo de dominación política colonial el medio físico del hundimiento de su personaje. En otras palabras, Zama hace de la forma de dominación política un elemento propiamente físico, adverso a quienes son sus mismos representantes. No es una microfísica del poder sino el poder colonial mismo el que actúa físicamente sobre sus oficiales —Zama mismo, los dos gobernadores, el asesor Ventura Prieto—precisamente porque el medio no es aquí, en una provincia marginal del Virreinato del Río de la Plata, más que el ejercicio del poder político”, escribe Emilio Bernini en El hundimiento. A propósito de Zama, de Lucrecia Martel.

La hipótesis me interpeló. Sin dudas, hace sentido con el cine de Lucrecia Martel si se lo lee a través de la crítica al poder patriarcal que, en sus películas, emerge de un modo u otro. En La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza, el medio físico y el derrumbe (existencial, social, histórico) señalan el ejercicio de alguna forma de poder que, a pesar de su deterioro (o a consecuencia del mismo), va a caer sobre el cuerpo de un personaje (probablemente, una mujer o un niño).

Renglones después, Bernini advierte y anota que: “El medio que, en Zama de Martel, es la dominación política, todo está en un estado de entropía que crece: amenaza la fiebre, la cólera, la gangrena, el despedazamiento del cuerpo y la muerte”.

En efecto, el “estado de entropía” (el caos o la indeterminación, presente en la novela de Di Benedetto y que Martel descompone en múltiples y nuevas direcciones) se revela en la distribución del espacio, el color y la morfología de los cuerpos, las lenguas que se escuchan, los géneros, la legalidad difusa, los sonidos de la vida y de la muerte.

Me pregunté entonces, si tal desorden de los sistemas era característico (específico) de la colonia. Mi conjetura es la siguiente: la indeterminación no podría abarcar ni corresponderse con lo que llamamos la colonia ya que Zama (la película o la novela) no se ajusta al relato realista. Más vale, lo rechaza programáticamente. Veamos.

La indeterminación: una estética

Situada en la circunstancia de la colonia, la Historia latinoamericana comenzó a librar una disputa encarnizada (por la doble vía, racional y mercantilista) contra su propia entropía. Se delimitaron las fronteras y las lenguas. Se trazaron y nombraron las zonas urbanas. Se establecieron los gobiernos criollos y el culto oficial. Incluso, llegado el momento, se libraron batallas y combates por la independencia de la corona española. Esa trama compleja, afinada en intentos y fracasos, pletórica de cadáveres, fue la colonia.

Es decir que, a ese momento histórico, corresponde la formulación de un principio de orden (por lo tanto, de identidad y linaje, de legalidad y control sobre el “estado de entropía”) de tal magnitud y violencia que va a cancelar la espera en términos de utopía.

Ni la novela ni la película se ocupan de ese proceso sino de una institución contemporánea aunque de carácter mucho más impreciso: el virreinato, “entidad” geopolítica que designó el dominio territorial español. Institución frágil, signada por la indeterminación y el mestizaje, más que ninguna otra de las que heredaron las tensiones entre la Ilustración y la Modernidad cuyo trasplante a Sudamérica tuvo como saldo un genocidio, a escala humana y cultural.

Diego de Zama lleva en el cuerpo ese ADN controversial: “¡El doctor don Diego de Zama!… El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos…”, le hace decir Martel al hijo de “el Oriental” (uno de los niños muertos o utópicos de la película).

Es que Martel —antes Di Benedetto— parece haber comprendido en ese telón virreinal un principio estético fabuloso. Una coartada para impugnar el realismo desde la convicción de que, no hacerlo, implicaría legitimar los principios de verdad de la Historia (inexorablemente, oficial) basados en la muerte y el exterminio en aras de la civilización y el progreso.

Zama

Sin realismo no hay relato

Hay que agregar aquí (a fin de no envilecer la radical delicadeza de las obras de Di Benedetto y de Martel) que Zama no nombra ni relata. Si hay texto allí es un monólogo o, mejor dicho, el ruido del monólogo de un personaje (funcionario y varón) en proceso de encogimiento (sucesivamente, se le despoja de la vivienda, de la función, de la esperanza, de las manos).

Véase la paradoja prodigiosa: Diego de Zama (el que imaginó corregir el pasado) encarna el fracaso del porvenir. Es decir, el fracaso del proyecto ilustrado-moderno que los conquistadores habían traído en sus edictos, bulas y fusiles.

Cuando es llamado a secundar la partida que sale en busca de Vicuña Porto —el bandolero tres veces muerto—, Zama sabe que se cuela en una épica ineficaz (“Hago por ustedes lo que nadie hizo por mí. Digo no a sus esperanzas”) y ajena. A esa altura, poco queda en él del “enérgico, el ejecutivo… el que hizo justicia sin emplear la espada… el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos…”.

Desde la crítica impiadosa y la desobediencia a la Historia (el relato original), Martel hace sonar el presente en la pintura desacralizada (erotizada) y rabiosamente subjetiva que surge de la percepción en girones, quebrada, en ocasiones abrumada, que transmite Diego de Zama. A esta altura la pregunta es: ¿hay porfía realista en los edificios de Lucrecia Martel? ¿O lo que despliega Martel en Zama es la poética y la política de cuerpos/comunidades demorando el destino de su desaparición?

En Zama, los representantes del poder acaban deambulando (a pesar de sus rangos y funciones) expulsados de la razón y de la épica. Propiciando un mestizaje bastardo a fuerza de violaciones y transculturación, amparados en la autoridad y la fe. Mientras tanto, su propia espera se diluye a la par que el color de su vestimenta. Igual que las casas en las que habitan, ahora, devoradas por las termitas.

De este modo, Zama se acerca a la representación de la violencia política, física y territorial en el sentido más neto, perentorio y antirrealista. Integrado así a la saga de héroes sin carácter (1) sudamericanos, vagos y malentretenidos (2), condenado a la reproducción del sistema (“¡Haz hijos, no libros!”), Diego de Zama (el “traidor”) será mutilado por “la idea” de un forajido sin nombre y sin vida “real”.

Eso no es un sombrero

En los extras de la edición de La ciénaga incluida en The Criterion Collection, Lucrecia Martel exhala el humo de un habano antes de comentar: “Toda vez que podamos poner en cuestión la legitimidad de lo real, estamos en un camino político”. La proclama sirve, quizás, para comprender la atracción que la obra de Di Benedetto pudo haber producido en Martel: exacerbar aquella tentativa antirrealista, partiendo de una novela que no admite ser leída en clave histórica ni siquiera narrativa, estrictamente hablando (3).

En declaraciones recientes, la directora volvió sobre la cuestión del realismo en su cine:

“Las películas revelan muy poco y muy despacio. Por lo menos las mías. Pero hay que intentar ver la falla, ese detalle insignificante que un día nos permite comprender con claridad meridiana que la realidad es una construcción, que somos sus autores y que podemos modificarla. Hemos construido, sobre un misterio sin sentido como es la existencia, una aparatosidad llena de expectativas por cumplir. Es encantador tanto esfuerzo y lo bien que hemos logrado hacernos creer que hay un sentido en la estancia en este planeta.” (4)

Es a ese mismo sistema de expectativas y creencias diseñado bajo el paradigma racionalista al que Glauber Rocha respondió con la libertad de su cámara hecha pluma: “La ruptura con los racionalismos colonizadores es la única salida… El irracionalismo liberador es la más poderosa arma del revolucionario… Hoy me niego a hablar de cualquier estética… El arte revolucionario debe tener una magia capaz de hechizar al hombre a tal punto que él no soporte más vivir en esta realidad absurda.” (5)

¿Podría ser fruto del azar que la radicalización (política y cinematográfica) de Martel en su cuarto largometraje, su desdén hacia el realismo, coincida con el “acercamiento” a estéticas de la desintegración como la de Glauber Rocha? ¿No es acaso “el hundimiento” (en palabras de Emilio Bernini) la “idea cine” que germina en Zama (en sus perplejidades argumentales, en sus sonidos somáticos, en sus colores ficticios), hasta tornarse irreversible cuando el sombrero del protagonista deviene otra cosa? En el pasaje del clásico fieltro de corregidor español, al típico cuero de cangaceiro nordestino, se cifra la dignidad perdida por Diego de Zama. Su destierro del proyecto civilizador y, de inmediato, el ingreso a una dimensión de la existencia que, ya no será personal sino colectiva.

En Zama de Martel (como en los filmes de Glauber) el proyecto “civilizatorio” del virreinato y su porvenir se apoya en niños muertos, mujeres violadas, indios diezmados o esclavizados, comunidades enteras transculturizadas como peces que se pasan la vida en vaivén luchando para que el agua no los rechace. Violencias físicas y territoriales ejercidas desde el poder de Estados patriarcales escasamente soberanos, a menudo, populares y genocidas. Corregidor devenido bandolero. Dios y el diablo en la tierra del sol. Fin de la Historia.

Zama: otro cine

La subversión del relato hegemónico en torno a la Historia sudamericana (relato que vuelve con recargada violencia en nuestro presente nacional), obligó a Martel a dinamitar la “nota” realista produciendo una politización estética y expresiva extrema, no del todo ajena a su obra precedente. Sí ahora, como concluye Emilio Bernini, generalizada y expuesta como un sistema de dominio, antes que como un designio familiar.

Entonces, Martel escala a un plano superior de libertad y de creación (como lo hizo Glauber en los años 60), al mismo tiempo que abandona el confort de las convenciones. Quizás se trate del tránsito de una narrativa visual a una narratividad ética de la imagen y el sonido que, entre otras cosas, anuncie futuras metamorfosis en el pensamiento y el cine de la cineasta salteña.

En síntesis, Di Benedetto y Martel abominaron de las categorías y paradigmas constitutivos de la secuencia descubrimiento-conquista-colonia. En Zama, la Historia romántica, folclórica, brilla por su ausencia. El proyecto colonial se desmaterializa en los sonidos y los colores de ese virreinato fantástico que recorre la cámara. En este punto, no sería adecuado afirmar que Lucrecia Martel ensaya una versión “otra” de los hechos. Esta vez, el procedimiento fue más drástico aún: en Zama Martel desenvolvió un lienzo, bello y monstruoso, en el que los paisajes y los cuerpos se despegan de lo real (y el realismo) para constatar el artificio y delatar su propia falla.

(1) Un caso emblemático de este “tipo” de héroe es Macunaíma (“un héroe sin ningún carácter”), tanto en su versión textual (la novela escrita por Mario de Andrade, en 1928), como en la fílmica (la película dirigida por Joaquim Pedro de Andrade, en 1969). Según Glauber Rocha, Macunaíma es “localmente original. Es una tragedia porque el negro-indio es devorado por su propia locura”.

(2) Fue Leonardo Favio el que redefinió el carácter heroico del gaucho en una película clave para el estudio de la violencia popular. “Juan Moreira, vago y mal entretenido. Ladrón y homicida peligroso. Edad entre los treinta y cuarenta años. Pelo negro. Se lo dice hoyoso de viruela. A veces usa barba. Es de a caballo”, notificaba la voz en off en el tráiler del filme estrenado en 1973.

(3) “La pretensión de escribir novelas históricas –o de estar leyéndolas—resulta de confundir la realidad histórica con la imaginación arbitraria de un pasado perfectamente improbable”, escribió Juan José Saer sobre Zama, la novela (“Zama”, artículo dedicado a Nicolás Sarquís y fechado en 1973; incluido en el volumen El concepto de ficción, Seix Barral, Buenos Aires, 2014).

(4) En entrevista de Marcelo Cordero, La Razón, 6 de diciembre de 2017.

(5) “Eztétyka del sueño” en La revolución es una eztétyka. Por un cine tropicalista, Caja Negra Editora, Argentina, 2011.

 

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