Una distopía urbana

por Lúcia Nagib

“El invasor es […] el retrato […] de un Brasil atrapado en un callejón sin salida social y moral”. Esta frase, tomada de un texto fir­mado por Neusa Barbosa e impreso en el material promocional de El Invasor [Beto Brant, 2002], resume la intención de la pelí­cula de revelar un Brasil “crónicamente in­viable”, como dice el título de la película de 1999 de Sérgio Bianchi. Es fácil verificar la eficacia de tal propuesta por la reacción de gran parte de las críticas, que no dudó en confirmar el carácter revelador de una situación nacional de la que es sin duda una de las mejores películas brasileñas de la los últimos diez años. Walter Salles, por ejem­plo, escribió que la película muestra “la es­tructura social brasileña al revés”: “Es Brasil en todos sus aspectos, develados por una cá­mara manejada de forma radical y orgánica por el director de fotografía Toca Seabra”. Mario Sergio Conti, a su vez, identificó la estructura misma de la película con la es­tructura social brasileña, al afirmar:

“El guión está subordinado a una idea ge­neral, de larga tradición en el arte brasile­ño: la de la tensión entre centro y periferia, capturada en el corazón del subdesarrollo. Esta tensión, en la película, depende de la investigación de la cada vez más visible imagen de la contemporaneidad nacional, la de la ilegalidad del capitalismo”.

También Luiz Zanin Oricchio señaló como la revelación de la película “el carácter preda­torio del capitalismo a la brasileña”. Mi in­terés aquí no es ratificar o rechazar el juicio que la película supuestamente formula sobre Brasil, sino antes preguntar: ¿qué es lo que el invasor revela sobre la nación? ¿Puede un film de ficción ser tomado como un documento de la condición ética de un país real? ¿Y el país de la película será realmente Brasil?

Documento y ficción, elementos de con­flicto y al mismo tiempo prerrogativa básica del cine de todos los tiempos, constituyen el principal problema tanto como la clave de esta película. Empecemos con la trama, que parece convencer como una denuncia de la decadencia moral de Brasil. Aunque en un escenario totalmente identificable como el Brasil contemporáneo, la película no parte de un hecho real, sino de un argumento ficticio, creado por Marçal Aquino, novelista y cons­tante colaborador de Brant, reelaborado en el guión de Aquino, Brant y Renato Ciasca. Dos de los protagonistas, los ingenieros Ivan y Gilberto, se presentan como figuras promi­nentes del empresariado paulista. Algunas de sus acciones, como pagar a un funcionario del gobierno un soborno –una transacción apenas mencionada, cuya finalidad no se explicita– son fácilmente identificables con hechos similares que proliferan en la polí­tica brasileña. Otras de ellas, como mante­ner un burdel de lujo y contratar un asesino para eliminar a un tercer socio, Estêvão, no son inmediatamente asociables con hechos reales, y su exageración acumulativa sobre el personaje de Gilberto revela un recurso habitual para la configuración del villano en una película de ficción.

Con estos dos protagonistas interactúa un tercero, Anísio, el matador y el “invasor” del título, en una impactante actuación del can­tante y el compositor Paulo Miklos. Su ca­rácter “invasivo” se debe al hecho de que es un favelado que, después de desvincularse de la orden de muerte, decide involucrar­se con sus contratadores, chantajeándolos hasta que puede efectivamente cambiar de clase y asumir el poder. ¿Qué tendría de “realista” un personaje así? Marcelo Coelho hace un comentario interesante sobre eso:

“Si hago asociaciones [del personaje de Anísio] con ETs y personajes de dibujos animados, es porque, de alguna manera, el registro, o el estilo de interpretación de Paulo Miklos es, no quiero decir burlesco, sino intencionadamente irreal. Tampoco el término es “irrealista”. Anísio parece real, pero es real como una pintura pop, como una obra de Andy Warhol; es como si estuviera iluminado por una lámpara fluorescente”.

En mi opinión, lo irreal no es la interpre­tación de Miklos, sino el propio personaje que representa. Como sabemos, las socie­dades capitalistas en general, y la brasileña en particular, están estructuradas sobre la exclusión. En ellos, el ascenso social del po­bre, incluso el que se las arregla para hacer­se rico por el crimen, como los traficantes de drogas, está bloqueado por sofisticados dispositivos de defensa de la clase dominan­te, que incluyen el apoyo de la policía y el ejército. Incluso los artistas de la favela, que se destacan por la ruta legal del talento, se encuentran con barreras dentro de sus pro­pias comunidades, minadas por las guerras entre pandillas. Un ejemplo elocuente es el rapero Sabotage, gran revelación del elenco de El Invasor, que no tuvo tiempo para dis­frutar de la fama, ya que fue asesinado poco después del estreno de la película como resultado de estas guerras. Los personajes como Anísio son, por lo tanto, extrema­damente raros fuera del universo ficticio, y trataré de demostrar cómo su origen no se encuentra en la crónica policial, sino en la literatura y en el cine de género.

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