Seguir con el problema. A propósito de El perro que no calla, de Ana Katz

por Julia Kratje y Román Setton

Viene rasgada ahora / la felicidad / resiste.

Florencia Abadi

El perro que no calla es la primera película de Ana Katz que no es una comedia o, para decirlo más ajustadamente, es la primera en la que la comedia no es el género predominante. Es también su primera película en blanco y negro. Y también la primera en la que la narración se prolonga a lo largo de un período de tiempo que abarca un extenso intervalo de la vida de un personaje, Sebas (interpretado por Daniel Katz). A diferencia de los films previos, en los que los acontecimientos transcurrían dentro de un marco de tiempo orgánico, significativo, en la vida de uno o más personajes –un tiempo unitario, incesante e ininterrumpido–, en El perro que no calla se multiplica el uso de la elipsis de duración indeterminada. Esto es: las otras cinco películas dirigidas por Katz narran algún suceso singular o algún período breve de tiempo singular: la visita del hijo que vuelve por algunas horas al país y se reencuentra con su familia (El juego de la silla, 2002); la escapada a la costa fuera de temporada en medio de una reciente e inesperada separación de pareja (Una novia errante, 2006); el rencuentro entre hermanos distanciados, con un vínculo complicado (Los Marziano, 2011); los comienzos de la maternidad en el marco de una separación parental al menos espacial (Mi amiga del parque, 2015); las vacaciones familiares enredadas por una separación posible (Sueño Florianópolis, 2019). En todos los casos, pareciera ser la historia de un comienzo posible, o, en las situaciones familiares, un nuevo comienzo de los mismos vínculos, una nueva modulación o reseteo de los vínculos familiares, puesto que la familia (de procedencia o la elegida) ocupa, en las otras cinco películas de Katz, un lugar central. Se narran los sucesos de uno o de varios personajes (la familia Lujine, en El juego de la silla; Inés en Una novia errante; Juan y Luis Marziano en Los Marziano; Rosa, Renata y Liz en Mi amiga del parque; Lucrecia, Pedro, Julián y Flor en Sueño Florianópolis) en contacto con sujetos desconocidos o con sujetos que, por el tiempo transcurrido, se han vuelto desconocidos. Y a pesar del marcado costumbrismo –nunca carente de sátira o de un humor francamente mordaz–, en el corazón de las historias hay situaciones extraordinarias, en el sentido estricto, fuera del orden de lo ordinario, de la cotidianidad previa, propiciadas por el viaje, por la novísima maternidad, por el reencuentro inusitado –en Los Marziano, la visita a la familia es también el encuentro con los extraños, tal como ya pasaba en El juego de la silla–. Si todas las películas previas presentan, entonces, la forma del cuento o de la novela corta, géneros en los que prevalece el argumento y la trama, i. e., la anécdota narrada y la estructuración de los acontecimientos –más allá de que todas las películas de Katz tienen personajes muy nítidos–, en El perro que no calla nos encontramos dentro del marco de la vida cotidiana propio de la novela. Se narra parte de la vida de un personaje, Sebas, a través de una importante cantidad de años y momentos cruciales de su biografía. Es la narración de una vida, con todo lo que ello tiene de regular, de no anecdótico y hasta un poco carente de acción (por programáticamente pobre en acontecimientos).

En la primera escena vemos cómo se reúnen los vecinos en el patio de Sebas bajo una lluvia fresca, con el jazmín recién podado, debajo de los paraguas. “Es mucho tiempo que está llorando, pobre animal […] Te hace mierda. Vos te imaginás, pobre animalito, debe estar solo todo el tiempo […] Te mata, te mata, es tremendo, tenés que hacer algo. […] Es la soledad que siente ese animal. Es muy angustiante”, dice, sin poder contener el llanto, uno de los vecinos (interpretado por Carlos Portaluppi).

Esa soledad, ese no callarse del perro, hace que Sebas cambie su vida. De ese modo comienza el film y de ese modo también termina. La vida de Sebas es presentada como una serie de saltos discontinuos. Escenas en las que pareciera empezar cada vez de cero. Como si los hechos tuvieran una superficialidad gris, monótona, que no arma del todo una biografía, es decir, una vida con una cierta profundidad, con una acumulación de las experiencias vividas y una prolongación de los vínculos en el tiempo. Las condiciones precarias de trabajo y de muchas de las relaciones afectivas parecieran conspirar contra la idea de una vida orgánica y, en este sentido, imposibilitan la conformación de vínculos comunitarios, en marcado contraste con lo que pasa en Mi amiga del parque. ¿Cuáles son las posibilidades de Sebas de armar una comunidad solidaria y afectiva, tal como hacen Rosa, Liz y Renata hacia el final de Mi amiga del parque? El sexto largometraje muestra que los posibles nuevos comienzos, trabajos, relaciones afectivas, se truncan con rapidez. Con una única excepción: los vínculos determinados por las tareas de cuidado. En la vida de Sebas, únicamente los vínculos con el perro, con las plantas y con su hijo no se interrumpen una vez que han comenzado a desarrollarse. Las imágenes fragmentarias y las percepciones también fragmentarias de los personajes expresan una profunda verdad sobre la vida cotidiana, que testimonia el anonimato y el desapego de las relaciones en los tiempos actuales, en los que las figuras se mueven como mónadas sin ventanas y las vidas privadas se desarrollan superpuestas, codo a codo, sin lograr integrarse. La representación de esta nueva realidad en el cine de Katz se ajusta, así, a la descripción de Fredric Jameson de la vida estadounidense posterior a los años treinta: “La vida […] es algo informe, siempre por reinventar, un páramo inexplorado donde la propia noción de experiencia es perpetuamente cuestionada y revisada, donde el tiempo es una sucesión indeterminada en la que cobran relieve unos pocos momentos decisivos”.[1]

 

El perro que no calla

 

La película se envuelve de un carácter marcadamente melancólico y la canción final anuncia “adivino tu tristeza”. Sin embargo, continúa diciendo: “sé que todo va a estar bien. Solo una cosa por vez. Ya sé: todo va a estar bien. Sólo una cosa por vez. Tengo que aguantar si la función recién empieza. Quiero abrazar esta canción, seguir por ella. Es solo una cosa que te alegre, que me exija, nos aplaste. Una cosa corazón, no más”. Pero el espectador no puede inferir que “todo va a estar bien”, por el contrario, todo pareciera seguir en blanco y negro, y no hay motivo para pensar que puedan regresar los colores de la vida. Dedicada a Nicolás Villamil –fallecido el 11 de septiembre de 2021–, la película pone en pantalla un desgarro, un desgarro imposible de subsanar. En cierto sentido, hay en el film una especie de soledad sentenciada, aunque los lazos se mantengan, se cuiden, se alimenten. Este carácter melancólico viene acompañado de una plétora de situaciones de reflexión, de contemplación, de introspección. El perro que no calla es también la primera película de Katz que se aleja del realismo e incursiona en la ciencia ficción, una representación distópica que no carece de melancolía por el mundo perdido. Es, asimismo, su primera película que responde a la lógica del cine moderno, tal como la describe Gilles Deleuze en La imagen-tiempo. Los personajes son visionarios, dislocados de sus experiencias.

Como en todas las películas de Katz, también el tema de la incomprensión, de los malos entendidos, es un motivo fundamental. Pero aquí a la incomprensión se suma al carácter poco orgánico que ha tomado la existencia. Con esto también se enlaza la ausencia de la causalidad en el avance de los acontecimientos: nos encontramos con situaciones y resultados (parciales) –problemas en el trabajo, despido; problemas en la pareja, separación–, pero faltan los procesos que llevan del surgimiento de un conflicto a su desenlace. Se destrama el encadenamiento abusivo, implacable, de la lógica causal que impone la narración clásica. Dislocados los nexos-sensoriomotrices (para utilizar la formulación de Deleuze), surge una distancia y una ajenidad frente a los acontecimientos y la vida cotidiana se transforma en una serie de incertezas y sensaciones desordenadas. Y la vida, es decir, la biografía, pareciera conformarse como una sucesión de escenas deshilachadas.

 

El perro que no calla

Una de las secuencias pareciera funcionar como epítome alegórico de todo el film. En ese mundo caracterizado por las relaciones volátiles y la precariedad y la explotación laborales, la convivencia toma la forma de la peste, una peste de representación grotesca y sofocante, que impide que se pueda respirar una vez que se ha crecido lo suficiente, cuando se ha dejado de ser un niño y se ha superado el metro veinte. “Me sofoco”, dice Sebas. “Pasa, pasa. Es normal. Después te acostumbrás”, contesta su jefa. Al amplificar las derivas insospechadas de una conversación, las elipsis y las interrupciones, los buenos y los malos entendidos –en pocas palabras: el paso del tiempo, el cambio de las estaciones y un ambiente en permanente mutación, donde se gestan proyectos comunitarios, esfuerzos desgranados para sobrevivir, y hasta por breves momentos corre un soplo de bienestar en medio del cinismo de las burocracias, de la fragmentación social y de una agonía colectiva marcada por los determinantes del individualismo neoliberal–, la película enfoca la nebulosa colectiva, la depredación, la precariedad, la explotación laboral, la contaminación, el cansancio.

Una cooperativa de alimentos se ve sobresaltada por la irrupción de esa peste extraña, bastante ridícula, que motiva que, quienes pueden afrontar el gravoso gasto, se aíslen en burbujas. Como si percibiera la historia por el espejo retrovisor, el film no despliega efectos especiales sino algo así como afectos espaciales: una manera de interrogarse por el buen vivir, contra los embates del capitalismo extractivista. Y entonces, se abren interrogantes: ¿Qué es lo razonable? ¿Acaso lo absurdo no apunta a entrever otras formas del cuidado, del afecto y del amor en el Antropoceno, cuando el impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas profundiza la crisis energética, ecológica y alimentaria? El film desmonta la narrativa hilvanada por avances y progresiones y permite que afloren estados de ánimo, como en los pasajes musicales o en las secuencias ilustradas, donde los pormenores se mezclan con eventos inesperados. Sin dudas, el transporte público es un medio de alienación, pero también puede ser un lugar de encuentro y nuevo comienzo, como cuenta la madre de Sebas en su casamiento con un hombre que conoció en el subte.

 

 

Así, la película no contrapone lo natural y lo social, o más bien, el ambiente no se limita al entorno físico −agua, tierra, atmósfera−, sino que el ecosistema abarca las actividades necesarias para el desarrollo de los seres vivos. La película lleva la atención al ambiente como un bien común y un derecho colectivo de todos, aunque, en especial, de los grupos vulnerables y desfavorecidos. Porque, quizás, en El perro que no calla todo se trate de eso: de la posibilidad (o, en su reverso, los impedimentos) de convertir la amenaza ambiental y los despojos del capitalismo en un modo responsable de biocuidado afectivo. De allí también la insistencia y casi el subrayado de la importancia de las tareas de cuidado en la vida de Sebas: las plantas, los vínculos con los vecinos, con la perrita, con la madre, con la pareja, con el hijo, en un mundo parece enfrentar, sin reconciliación posible, la lógica de la vida laboral y el mundo de los afectos y las tareas de cuidados.

El perro que no calla puede considerarse, así, una compilación de todas las películas previas de Katz vistas a la distancia. Todos esos nuevos comienzos coloridos, vitales y hasta graciosos de los films precedentes conforman ahora la sucesión de momentos álgidos de una biografía. A lo largo de los años y como fragmentos de la existencia vital, esos sucesivos nuevos comienzos se presentan desgarrados, grises, sin vitalidad. El perro que no calla muestra en su carácter alegórico la fragilidad, la fragmentariedad y, por momentos, hasta el desmantelamiento de los vínculos en los tiempos actuales.

[1] Fredric Jameson, Raymond Chandler: Las detecciones de la totalidad. Buenos Aires, Refucilo, 2022

 

 

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