Salir del cine

por Érik Bullot

Durante mucho tiempo, el cine debió res­ponder al llamado de su vocación. Se trate del modelo realista baziniano, que privile­gia las virtudes ontológicas del registro, o del modelo modernista, que se basa en la exploración de sus propias especificidades, la historia del cine ha sido pensada sobre el modo de una revelación progresiva, incluso teleológica, de su verdad. Este capítulo está cerrado. Desde entonces, el cine no respon­de más a su vocación. Debe responder, por el contrario, a la convocación del digital que trastorna la situación. Cálculo de las imáge­nes, composición digital, difusión interac­tiva, tamaño miniaturizado de las pantallas, visión de películas en la computadora o en el teléfono móvil, democratización de las prácticas, retorno del cine en la cadena de los medios (radio, teléfono, computadora), constituyen otros tantos imperativos que dan cuenta de un desplazamiento del cine tan radical, tan abrupto, tan violento, que parece estar por desaparecer en el curso de su transformación. Si el cine se estabilizó, como técnica y como referencia, durante varios decenios desde su institucionaliza­ción, hacia los años 1915, ya no es más un arte que pueda interesarse solo en su his­toria, debe contemporizar. “La imagen ci­nematográfica, esa ilusión y máquina tera­péutica por excelencia que dominaba la sala oscura de los cines del siglo veinte, no es más que una pequeña ventana en una pan­talla de computadora, un flujo entre otros que nos llegan de toda la red, un archivo entre otros en el disco rígido”. Al migrar de la sala de proyección hacia el museo o la computadora, el cine transforma su pro­pio cuadro teórico. ¿Cuál es la razón de este desplazamiento? ¿Se trata de un final o de una metamorfosis?

Es necesario constatar que la cuestión del devenir del cine se encuentra hoy con la de las relaciones con el campo del arte. No es un azar. El futuro del cine ha sido pen­sado durante mucho tiempo bajo la forma de su devenir artístico. Si se releen mu­chos textos críticos de la teoría del cine, es sorprendente el carácter de promesa de los vínculos entre el cine y el arte. Parece que la posibilidad de considerar el cine como un arte, e incluso como séptimo arte, se ha experimentado, desde comienzos de 1920, sobre el modo de la promesa. A la idea del cine como “invención sin porve­nir” de los hermanos Lumière, le ha su­cedido el motivo de la promesa, formu­lado explícitamente por Abel Gance, Élie Faure y Riccioto Canudo, el inventor de la expresión “séptimo arte”. Este im­perativo no dejará de volver en filigrana, de manera latente, oculta y discontinua, para anudar el hilo rojo de las relaciones del cine con el campo del arte moderno y contemporáneo. El cine no es aún un arte, debe volverse uno. Arte por venir, sino del porvenir, arte en potencia que debe man­tener su promesa, conjurando las trabas y los obstáculos siempre amenazantes de la industria y el comercio. Su potencia artís­tica no pide sino actualizarse; siempre per­manece frágil, está suspendida y amenaza­da por los peligros adversos que no dejan de torcer su verdad. El cine es un arte en espera, suspendido en el momento mismo de su promesa que induce una temporali­dad diferida, incluso retroactiva. “Todas las artes, antes de volverse un comercio y una industria, fueron en su origen expresiones estéticas de algún puñado de soñadores. El cinematógrafo tuvo una suerte contra­ria, comenzando por ser una industria y un comercio. Ahora debe volverse un arte. Queremos acelerar el momento en que lo hará para bien”. Afirmación retomada a menudo por Cocteau: “El cinematógrafo empezó al revés. Enseguida empezó por los grandes tirajes, cuando todas las escuelas empezaron por los tirajes reducidos”. La promesa supone enderezar su verdad ejer­ciendo una torsión temporal. El cine debe invertir el curso del tiempo. No es todavía un arte, lo será se dice, si sabe sortear los obstáculos del relato, del teatro, de la pala­bra hablada, del comercio, del color, de la televisión y del digital. “Reclamemos para el cine el derecho de no ser juzgado sino sobre sus promesas”, escribe René Clair en 1925. Su verdad como arte no es ori­ginal sino que está por venir. Este nudo temporal, complejo, caracteriza los lazos del cine con el arte. Promesa nunca sos­tenida, siempre reconducida, que implica una temporalidad de naturaleza profética y supone el retorno paradójico a un origen sustraído. El motivo de la promesa abre una aporía temporal. El arte y el cine se conjugan en futuro anterior. Al expresar un falso futuro como cumplido, en relación con otro hecho futuro, este tiempo supone dos focos temporales. Puede expresar un hecho pasado transportado al futuro para señalar la suposición o para marcar su ca­rácter excepcional. Dicho de otro modo, establece una proyección relativa entre dos puntos. El futuro anterior ilumina el pasa­do plegando la línea del tiempo a la mane­ra de una elipsis.

“La idea de que en un momento preciso la rueda ha girado y que el cine ha caído en desuso y, en consecuencia, se ha transfor­mado en arte, es una ficción conmovedora que implica de parte del metahistoriador del cine una tarea particular”, escribe Frampton en su célebre artículo, enigmá­tico y denso, “Pour une métahistoire du film”, publicado en Artformum, en 1971. “El metahistoriador del cine, por su parte, se preocupa por inventar una tradición, es decir, un conjunto maleable y coherente de monumentos discretos que implantan en el cuerpo creciente de su arte una unidad que resuena. Tales obras pueden no existir, aún es su deber realizarlas. O ellas pueden existir en alguna parte, fuera del recinto de ese arte (por ejemplo, en la prehistoria del arte del cine, antes de 1943). Es necesario que las rehaga”. ¿Debemos responder, en la hora del cine de exposición, a la misión del metahistoriador del cine definida por Hollis Framptom? Seguramente. La par­te no cumplida de las relaciones entre el arte y el cine forma una reserva temporal cuyas huellas y promesas nos proponemos explorar, narrando lo que ha quedado sin continuidad y sin memoria, lo que depen­de de la utopía o del presagio, de la am­nesia o del síntoma. La genealogía borrosa del cine de exposición no diseña una línea recta, sino que obedece a curvas y vueltas hacia atrás, sobre el modo de la promesa (el film que falta de Georges Méliès y de Hans Richter), de la virtualidad (Jean Epstein lec­tor de Maya Deren), de la bifurcación (el devenir de la vanguardia de los dos lados del Atlántico), de la inconclusión (el cine de autor respecto del arte contemporáneo), de la profecía (Joseph Cornell, museógrafo), de la reprise (Fluxus y el slapstick), del límite (el devenir instalación del cine de autor) o de la disociación (el cine de exposición). No se trata de expresar una fascinación cualquie­ra por los filmes inconclusos o proyectos suspendidos, sino de ir a contrapelo de la historia del medio, inquietando sus nudos, sus bifurcaciones, sus ocasiones perdidas, sus obsesiones y sus síntomas. “Toda historia recoge las inhibiciones como los actos, las desapariciones tanto como los eventos, las cosas latentes tanto como las cosas eviden­tes: es, entonces, asunto de olvidos influyentes tanto como de recuerdos disponibles. A ve­ces, se precipita en crisis decisivas. Se consti­tuye en la escansión de las represiones y de los retornos de lo reprimido”.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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