Pasado de moda

por Germán Scelso

Borges acostumbraba en sus textos a crear imposibles –a través de personajes, historias o enumeraciones– que eran siempre evi­dencias para ironizar sobre la intención de las personas de abarcar el mundo en su to­talidad. Ireneo Funes es un personaje creado por Borges que tiene la imposible capacidad de recordarlo todo; dice Borges de él: “Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada recons­trucción había requerido un día entero. (…) No sólo le costaba comprender que el sím­bolo genérico perro abarcara tantos indivi­duos dispares de diversos tamaños y de diver­sa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (vis­to de frente)”. En el mundo de Funes nada se volvía a repetir porque el tiempo –días y horas, pero también minutos y segundos– hacía que cada cosa fuera diferente a cada mínimo paso. Deseaba poder olvidar, porque su memoria del pasado ocupaba todo su pre­sente y formaba una superposición temporal, enloquecedora y disfuncional, que lo lleva­ba a vivir en penumbras, sin contacto con el mundo exterior, para acumular los menos recuerdos posibles.

Pero esa memoria absoluta es un deseo im­posible en un mundo sin Funes. Y este tex­to que escribo, desde un mundo sin Funes y en donde el objeto referido es la acción de recordar, este imposible parecería desen­mascarar que la búsqueda de la verdad del pasado no tiene que ver con la acumulación de detalles testimoniales. Hacia el final del cuento, Borges escribe: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.

Vivir el presente. Una frase corta, muy co­mún, y que a veces es un condicionamiento urgente. Se la repite cuando la vida parece irse, sin tenernos en cuenta, mientras nos preocupamos por cosas del pasado o del futuro. La caída del Muro de Berlín como símbolo, transmitida al mundo por televi­sión, hizo pensar en “El Fin de las ideolo­gías” –al menos de esas dos que reinaban a cada lado del Muro–, en el fin del pasado, y a partir de entonces, en la consolidación del neoliberalismo, en la alegría empresarial, la ideología del presente. Fue el fin de un futuro incierto y era el final de una guerra: la Guerra Fría se dio por concluida y los vencedores propagaron la idea de la felici­dad de posguerra hecha de un futuro que era un presente constante.

El presente cobró la relevancia irrefutable de quien quiere disfrutar la vida de una vez por todas. Olvidar los años oscuros, la certeza de que el mañana será tan bueno como el hoy. Pero esta interpretación de la vida –enamorada de la inmediatez– que­dó desprestigiada después de las sucesivas crisis económicas de la primera década de los años dos mil. Con el fracaso del futuro prodigioso que auguraba el libremercado y lo inhallable de un pasado al que se había dejado de lado, se consumó una crisis de sentido. El futuro volvió a ser desesperan­za. En el futuro esperaban millonarios in­visibles tras sus palacios, hambreados con­vertidos en ladrones sangrientos, políticos sonrientes como conductores de televisión, guerras robotizadas o bombas que explo­tan en el corazón de las ciudades. Tsunamis, la extinción del agua potable, el cielo con­vertido en fuego irrespirable. Es decir, el Apocalipsis. La urgencia de vivir el presente aparecía aun con más fuerza, pero los desas­tres televisados o diseminados por internet convirtieron a esa urgencia de vivir en una carrera desesperada contra el fin del mundo.

El pasado. El pasado aparece de pronto como un mundo inextinguible. Aparece en las revistas de moda, los noticieros, inter­net, la política, la filosofía, el arte, etc. Se vuelve un objeto de consumo masivo, y la memoria o el olvido, un status quo ético e intelectual.

El pasado, de moda

Argentina, tras el default de diciembre de 2001, vivió en carne propia aquel agujero de tiempo y de esperanza generalizado; y en los años posteriores, de estabilización eco­nómica e institucional durante el gobierno kirchnerista, el pasado ocupó un lugar espe­cial en la construcción de un nuevo sentido; un sentido hecho de testigos, archivos e in­terpretaciones para un presente y un futuro más hospitalario. Porque no fue sólo a través de la superficia­lidad que suponen las modas que el pasado volvió a ser presente: Las leyes de Obediencia debida y Punto final durante el gobierno de Raúl Alfonsín y los indultos durante el go­bierno de Carlos Menem habían formali­zado una intención discursiva para los años noventa: Olvidar lo que había ocurrido en la última dictadura. El olvido como premi­sa para construir un presente y un futuro sin rencores, hacia la felicidad. Durante esos años de silenciamiento, el olvido, que ya de por sí ocurre con el paso del tiempo, termi­nó de consolidarse como algo no sólo na­tural sino como una actitud de la voluntad. La idea de los desaparecidos y lo que se crea­ba alrededor de ellos fueron temas de los que nadie quería escuchar hablar, mientras que las organizaciones de derechos huma­nos continuaban su trabajo, pero fuera de la oficialidad del Estado e insistiendo en la premisa de no olvidar.

[Versión completa disponible en papel]

No Comments

Post A Comment