Nuevos lugares para Saer

(El limonero real, Gustavo Fontán)

por Paola Cortes Rocca

I. Leer a Saer. Los vaivenes cuasi matrimoniales entre el cine y la literatura están marcados por dis­putas y conciliaciones, admiración y despre­cio, no sólo entre escritores y cineastas sino también entre películas y libros. Para justifi­car traiciones y fidelidades se ha recurrido muchas veces a la metáfora de la traducción, cuestión que de un modo u otro hace un conteo de ganancias y pérdidas, de sentidos que se logran y oportunidades que se des­perdician. Un abordaje más conciliador pre­fiere hablar de transposición, subrayando no sólo el pasaje de un objeto a otro –de la no­vela a la película–, sino también la trasmuta­ción de un lenguaje completo que involucra materiales y procedimientos diferentes. Lo cierto es que siempre que se va a ver un film basado en una novela, ese texto se convoca incluso antes de posar los ojos en la pantalla y cuando se ve la película, la lectura es siem­pre comparativa. Aunque el libro no ocupe un lugar de guardián del sentido o de ori­ginal que se ha traspuesto o traducido más o menos correctamente, igual está ahí, para bien o para mal, como una suerte de latencia o de horizonte de lectura de la experiencia cinematográfica.

Tal vez justamente por eso, no haya palabra más justa para hablar de este proceso que la elegida por El limonero real, la pelícu­la de Gustavo Fontán estrenada en 2016 y basada en la novela homónima de Juan José Saer. Tal como lo propone el mismo film, se trata de un objeto hecho de pala­bras e imágenes en movimiento que toma la novela como base, como cimiento para, a partir de ella, construirse a sí mismo. El proyecto supone ambición y riesgo. Saer es uno de los escritores centrales del canon literario argentino de la segunda parte del siglo xx; ocupa hoy, sin exageración algu­na, un lugar sólo comparable al de Borges. Y además, El limonero real es una de sus obras más laboriosas y exquisitas, más “li­terarias” y “difíciles”, o una de esas obras en las que lo que se juega es menos una historia a contar y más una serie de pre­guntas dirigidas a la práctica estética en general y a la literaria en particular: ¿cómo abordar la disimetría fundante entre pala­bras y cosas, entre la percepción, la memo­ria y el mundo?, ¿qué debe o puede hacer el arte frente a esa brecha?, ¿ahondarla, ex­hibirla, repararla?

Escrita durante casi una década y publica­da en 1974, El limonero real constituye uno de los puntos de experimentación más al­tos de la poética saereana, una novela que prueba los límites del género novela, ensa­yando con una máxima expansión del re­lato y una reducción de la historia narrada. Efectivamente, lo que cuenta la novela es mínimo: un día –un 31 de diciembre– en la vida de Wenceslao, un habitante de la zona costera de Santa Fe. Wenceslao va a ver sus parientes en una isla cercana, al­muerza un pescado, se toma unas copas en el almacén, con su cuñado mata y carnea un cordero, duerme la siesta, se baña en el río, todos comen el cordero, la familia se saca una foto, baila con su sobrina, regre­sa a la casa y se duerme con su mujer. La medianía de los personajes y la trivialidad de sus acciones contrasta con la cuidada experimentación formal de un texto que exhibe su carácter de artefacto literario. El limonero real es un objeto de factura exqui­sita que revela al escritor como orfebre de la lengua, como un virtuoso capaz de os­tentar su maestría para el uso de todos los procedimientos literarios a su disposición: monólogo interior, discurso indirecto li­bre, incrustación de géneros cristalizados, trabajo con la oralidad popular y con una lengua de densidad poética. Así, la novela de Saer recupera la tradición del alto mo­dernismo, la de la gran literatura del siglo xx, desde Proust a Joyce, en un gesto muy a tono con las transformaciones en la no­vela latinoamericana de los años ‘60 y ‘70, ese territorio amplio y diverso que inclu­ye a Cortázar, Oneti, Rulfo, Roa Bastos y Fuentes.

Filmada más de cuarenta años después de la publicación de la novela, la película de Gustavo Fontán basada en El limonero real revisa y selecciona ese material que le ser­virá como base. La lectura es por supues­to, personal e histórica. Se trata de Fontán leyendo a Saer, de un cineasta leyendo a un escritor –o más específicamente, leyen­do una obra puntual de un escritor–, pero también se trata de una suerte de lectu­ra más o menos histórica y coyuntural de Saer. O de una lectura que tiene sus condi­ciones de posibilidad no sólo en el lengua­je cinematográfico sino también en los de­bates de la crítica sobre la obra del escritor santafesino. Para decirlo de otro modo: El limonero de Fontán lee El limonero de Saer, no sólo desde un lugar particular –el cine– sino también desde un momento particu­lar en la historia de la lectura de la obra de Saer y por supuesto, en la historia propia de la producción cinematográfica. La pre­gunta entonces es no qué toma la pelícu­la de la novela, cómo la adapta o traspone sino, en qué se convierte la novela después de pasar por el cine.

Cuando Saer empieza a publicar a princi­pios de los ‘60, sus textos no encuentran lugar en un sistema literario dominado por debates sobre el realismo, el modelo del compromiso sartreano y los modos de reforzar los vínculos entre la serie litera­ria, histórica y política. El hecho de que sus relatos tengan una referencia topo­lógica explícita y se desarrollen en una zona –la ciudad de Santa Fe, el espacio rural isleño, Colastiné y Rincón– le dan la única legibilidad posible y lo etique­tan como escritor regionalista. La publi­cación de Rayuela y el experimentalismo de la novela latinoamericana de esos años cambiará radicalmente el panorama lite­rario pero, Saer, muy distanciado del boom y de una poética programadamente lati­noamericanista, ocupará los márgenes de ese sistema. En los años ‘80, fundamen­talmente a partir de las voces de críticos e intelectuales nucleados alrededor de Punto de vista, la poética saereana será leí­da, por un lado, desde el contraste entre historias vulgares o pedestres y maestría formal y, por otro, a partir de un cambio de eje: alejarse de las preguntas sobre la identidad nacional formuladas por la lite­ratura del ‘60 y ‘70, para abrirse a interro­gantes sobre la percepción y la memoria, las formas de representación y el estatuto de lo real.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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