Moverse inmóviles

A propósito de Gli indesiderati d’Europa, de Fabrizio Ferraro

Por Daniele Dottorini

  

He sabido que has alzado tu mano contra ti mismo
anticipándote al asesino.
Exiliado durante ocho años, observando la ascención del enemigo,
empujado finalmente a una frontera infraqueable.
Los imperios caen. Los cabecillas
caminan con ropas de hombres de Estado. Los pueblos
no se ven más bajo las armaduras.
Así el futuro está en tinieblas, y las fuerzas del bien
son débiles. Todo esto has visto
cuando has destruido el cuerpo torturable.

Brecht, Per il suicidio del profugo W.B.

 

Abordar cinematográficamente a un autor como Walter Benjamin es una empresa delicada y fascinante. Fascinante por la potencia fílmica de su pesamiento y sobre todo de su escritura, compuesta de conceptos que pertenecen al cine (del montaje a la imagen); delicada por el mismo motivo, por la dificultad de poner en escena un cuerpo, el sujeto de un pensamiento que en el papel es inmaterial, un nombre propio que unifica diversas escrituras.

No obstante cada escritura está estrechamente ligada a un cuerpo, empírico y determinado. La dificultad se sitúa propiamente en esto: mantener la tensión entre la abstracción de un nombre propio (el nombre del autor) y la tangibilidad de un cuerpo que ha producido esa escritura. Es el límite y a menudo la desilusión de cada biopic, relato que suele hacer de la figura que ha existido históricamente una figura abstracta precisamente porque es mimética, está inevitablemente edulcorada, es pura ilusión, mentira más que ficción.

Aun así, existe una fuerte e importante tradición de “retratos” de filósofos o intectuales, artistas o figuras emblemáticas del siglo XX. Tradición que a menudo el documental ha asumido como propria (los trabajos de Saafa Fathy, en D’ailleurs Derrida (2001) y de Kaufman y Dick, en Derrida (2002) sobre el filósofo franco argelino; las películas de Sophie Fiennes (The Pervert’s Guide to Cinema y The Pervert’s Guide to Ideology) o de Astra Taylor (Zizek!), sobre el filósofo esloveno. Films que reflexionan en su propria forma a partir de la conciencia del cuerpo del filósofo, de su ser en la pantalla, frente a la cámara, obligado a entrar en un cuerpo a cuerpo con su pensamiento y con el encuadre en el que está delimitado. Pero no solo el cine docmental ha puesto en juego la posibilidad de reflexionar sobre el cuerpo (político) del pensamiento. Basta pensar en La douleur (2017), de Emmanuel Finkiel, en el que el cuerpo de Marguerite Duras se vuelve un receptáculo físico de la experiencia del dolor; o incluso basta recordar un film intenso sobre la experiencia de Hanna Arendt en film homónimo de Margarethe von Trotta (2012), sobre el nacimiento de su escritura luego del proceso a Eichmann en Jerusalem. Hay algo que pone juntos estos cuerpos del pensamiento, muy diversos entre sí, pero ¿qué? Ante todo, las preguntas.

¿Qué significa filmar un cuerpo particular como el cuerpo del filósofo? Es decir, de una figura que la mayor parte de las veces hace de la sustracción de la propria corporeidad, de la propria subjetividad, el presupuesto de origen y el desarrollo de un pensamiento que, en cierto sentido, se quiere anónimo, no individualizado, porque es universal? ¿Qué queda de un pensamiento cuando la mirada cinematográfica lo obliga a encarnarse o lo individualiza no en la filosofía, no en el discurso sino en el cuerpo?, pero ¿qué cuerpo, en qué individuo? ¿Qué ocurre cuando la palabra filosófica emerge, a veces balbuciante, tal vez incierta, pero de todas formas de modo determinante, en una imagen cinematográfica? Y, por último, pero no menos importante, ¿cómo el cuerpo-palabra modifica, pone en juego o en crisis la forma cinematográfica, empujándola a interrogarse, en cierto sentido, a sí misma?

Podría decirse, en una hipotética clasificación o mapeo de las formas, que el cine ha desarrollado tres modalidades principales para responder a estas preguntas.

La cabeza hablante. Puede decirse que un caso así está codificado y es reconocible. ¿Cuántas veces el filósofo ha sido puesto en escena, organizado en imágenes, llamado a responder, a ofrecer la palabra? Muchas veces, sin dudas. Y muy a menudo la escena de ese pequeño teatro ya está organizada, ya está prevista: el filósofo está enmarcado, detrás de un escritorio, rodeado de libros, encuadrado a una distancia cercana pero no tanto; habla y responde a las preguntas o explica un concepto, una noción. Un zócalo, un texto que se desplaza debajo, certifica su identidad social: nombre, apellido, funciones, lugar de pertenencia. Y la así llamada talking head, cabeza parlante, figura-cliché del documental mediático, suele ser en su origen y su destino, televisivo.

En este caso, no vemos nada y en cierto sentido todo está previsto. No es un cuerpo frente a nosotros (ni frente a la cámara) sino una construcción de un principio de autoridad. La escena anula el cuerpo y legitima la función social y política del discurso autorizado, didáctico, explicativo, hermenéutico. El marco de la escena anula de hecho la potencia de la imagen y, en muchos casos, la anestesia, en todos los sentidos posibles del término.

La inserción. Una segunda posibilidad de aparición del filósofo en la pantalla es la de la inserción, la presencia en el interior de una estructura declaradamente de ficción, en el que el filósofo constituye un desfasaje, querido, necesario, incluso interno a la narración. Pensamos en la figura de Bruce Parain en un film como Vivre sa vie (1962), de Jean-Luc Godard, cuando Nanà encuentra al filósofo en el café, y donde Godard pone en escena de modo formidable una posible relacion entre la palabra filosófica y el cuerpo viviente que se filma, una relación que se transforma en un encuentro choque, que necesariamente conduce al silencio.

Aquí el principio de autoridad es evocado una vez más, pero se lo pone en juego cinematográficamente, y la escena es diversa, móvil, dinámica, aunque simplemente por el hecho de que Godard juega con la posibilidad del campo-contracampo (Karina-Parain). Lo que impresiona, en todo caso, es la sustancial homogeneidad en la toma del filósofo (el “desconocido”, como se deduce del cartel inicial). Si Anna Karina cambia continuamente de posición, Brice Parain permancece en el interior del mismo encuadre, un primer plano lateral que, precisamente, lo delimita. El “desconocido” permanece así sustancialmente anónimo, casi descontextualizado; sin embargo, lo que emerge no son solo sus palabras, sino su rostro marcado por la edad, el movimiento de la cara y de la mano que lleva el cirgarrillo a la boca. De aquí, el conflicto entre palabra y cuerpo, la relación necesaria que el cine, como dispositivo, no hace más que relanzar como su parte esencial. La inserción entonces trabaja sobre el contraste querido, intencional, entre el cuerpo real del filósofo (que al mismo tiempo es totalmente ficcional) y el mundo del film, introduciendo un desfasaje, una diferencia de valores que genera en la película una relación, un sutil dialéctica interna a sus elementos. Parafraseando a Rancière, que ha dedicado al tema del desfasaje uno de sus últimos textos que vuelven a recorrer el cine (1).

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El desfasaje es entonces un diferencial, introduce un elemento de tensión en la construcción narrativa, precisamente cuando presenta un cuerpo “exhibido” como real que, al mismo tiempo, es actor. En esta dirección se pueden pensar entonces las inserciones de Alain Badiou en Film socialisme (Godard) o de Jean-Luc Nancy en Vers Nancy (Claire Denis) y de Jacques Derrida en Ghost Dance, de Ken McMullen, solo para poner algunos ejemplos.

La huella. En el lado opuesto de la inserción, hay otra modalidad que, justamente por opuesta, trabaja para aislar la presencia del cuerpo del filósofo, dejándolo emerger “simplemente” como huella, como testimonio, presencia. El 17 de marzo de 1987, Gilles Deleuze es invitado a dictar una conferencia a La Fémis, la famosa escuela de cine parisina. Es una conferencia célebre, publicada incluso como texto con el título “¿Qué es el acto de creación?” (2). Ese evento fue filmado por el entonces estudiante de la escuela, Arnaud des Pallières, que luego se volvería uno de los exponentes más importantes del cine experimental contemporáneo. Des Pallières escoge, frente al evento, no hacer sino mínimas y significativas operaciones (elección del encuadre, récadrage, fundidos cruzados). Todo al servicio precisamente de la imagen del cuerpo y de la voz de Deleuze, como huella “no escribible” sino registrable. He ahí el revés de la inserción. Filmar se vuelve una operación de registro, de testimonio; ello no puede y no debe ser modificado sino en las inevitables operaciones de recorte que cada imagen audiovisual opera en su enfrentamiento con la realidad.

El trabajo de Fabrizio Ferrado con el cuerpo, la experiencia y el pensamiento de Walter Benjamin va en una dirección que no se identifica con ninguna de las tres opciones descriptas, y se plantea como una verdadera y contemporánea interpretación del pensamiento de Benjamin; interpretación que pasa precisamente a través del trabajo del cuerpo. Un cuerpo puesto movimiento; en un movimiento aparentemente sin finalidad, o potencialmente sin finalidad: caminar.

Ferraro, cineasta independiente, fuera de los circuitos del cine mainstream, como muchos cineastas italianos entre los más vitales y sorprendentes, no es nuevo en esta dinámica. Un film como Je suis Simone (la condition ouvrière), de 2009, dedicado a los escritos sobre la condición obrera de Simone Weil ya trabajaba sobre la estrecha relación entre la escritura de la filósofa y su experiencia viva, su vida con los obreros.

En el cine de Ferraro, el cuerpo es el instrumento que realmente interactúa con la palabra; es vehículo y obstáculo al mismo tiempo. Y el film mismo lo declara desde el primer encuadre. Ferraro elige trabajar sobre un paisaje, un espacio que es territorio de frontera, de pasaje. La frontera natural de los Pirineos, el pasaje entre Francia y España. Estamos en 1940, en una Europa lacerada por los conflictos políticos y sobre la que se proyecta la sombra mortífera de la guerra. Muchos hombres y mujeres buscan un pasaje entre los pasos montañosos, senderos no advertidos por la policía de frontera. Hombres y mujeres en fuga de la guerra civil en España o de la potencia creciente del nazifascismo en Francia. Entre ellos está Walter Benjamin. En la primera secuencia del film, el filósofo alemán camina, pasea a lo largo de la orilla de un lago junto a Lisa Fittko, que le revela la existencia de un pasaje en la montaña, un pasaje que les permitiría llegar a España primero y luego a Estados Unidos. La secuencia es larga y la cámara de Ferraro sigue o acompaña a los dos personajes. Es la cifra del film: caminar, el movimiento del cuerpo. Un movimiento continuo porque la película es la narración (o mejor, la no-narración) del viaje de Benjamin. Narración/no narración: lo que caracteriza el film no es el recorrido de un lugar a otro, la llegada a Port Bou (donde Benjamin se suicidó por temor a no recibir la visa para exiliarse), que no es visible. Lo que caracteriza el film es entonces el caminar, el atravesar continuo de senderos de montaña que Benjamin y sus compañeros de viaje hacen silenciosamente o intercambiando pocas pero significativas palabras.

Es un film sobre un paisaje, sobre el infinito del paisaje, el estar siempre en una zona de confines, en un continuo ir y venir sin fin como observa Bruno Roberti:

En esos senderos camina Walter Benjamin (Euplemio Macri de un impresionante parecido) y en esa línea de fuga, en ese paisaje, el filósofo desaparecerá. Los últimos y extremos pasos de Benjamin, al lado de Lisa Fittko (la Catarina Wallenstein de Singularidades de uma Rapariga Loura, de Manoel de Oliveira), son precisamente oídos y observados por Ferraro en una línea doble, próxima y lejana, en el momento presente del avance en dos direcciones en las que el “va y viene” de las imágenes, su “fuga”, movimiento benjaminiano por excelencia, se cruza con el acto concreto y político de filmar, que abre la duración, el despositarse de un tiempo del pensamiento. ¿Qué pasado o qué paisaje se vuelve actual y se inscribe en el blanco y negro material y al mismo tiempo nebuloso del film? Un paisaje que se encarna en el pasaje, que dilucida un trabajo extenuante, lúcido y persistente de la cámara que, como ocurre a menudo en el cine de Ferraro, asume la valencia y la corporeidad paradójicamente fantasmática de las líneas espaciales y del sentir físico de los actores-presencia que parecen empujados por la cámara (3).

Pero no sólo el paisaje es central en el film. La traducción en términos fílmicos del pensamiento mismo de Benjamin en el momento más trágico de su existencia es el objetivo profundo del trabajo de Ferraro. Cine y pensamiento se cruzan de un modo muy particular en la película. El esfuerzo de caminar, que en Ferraro es tangible por medio de las largas tomas en los senderos de la montaña (encuadres con cámara en mano, en los que el sonido permite percibir la respiración afanosa, el rumor de los pasos y de las mochilas, la fatiga, la duración), es un gesto casi herzogiano, incluso con el sentido invertido.

En el cine de Herzog (así como en su práctica de vida) el caminar, el movimiento físico, se vuelve la cifra misma de su cine. El viaje, la peregrinación, son gestos que fundan el cine. El moverse del cuerpo es un acto ante todo físico, radical, que está relacionado con otro gesto igualmente importante y radical, el acto de ver. No basta viajar, y viajar a pie sobre todo; es necesario observar que el movimiento de nuestro cuerpo nos permite encontrar, ver los detalles de un mundo percibido a la velocidad de un cuerpo que camina: “cuando viajo a pie soy muy bueno en descrifrar los paisajes; tengo que estar a cierta altura, sobre una montaña por ejemplo, y de allí consigo comprender como está hecho” (4). Caminar es ver y la posibilidad de ver. Herzog representa en el fondo una idea del cine en el que la velocidad (humana) es la garantía de un cine que puede trascenderla.

Pero tal movimiento, que en Herzog es la cifra de un cine que trasciende lo que muestra, en Ferraro se vuelve otra cosa. Escalar, detenerse, descansar, comer, recordar. Son los gestos del film, potencialmente infinitos, es decir, sin fin, sin conclusión. La mirada de Benjamin a menudo se vuelve hacia abajo, el presente del caminar no le permite ver de otro modo (como en Herzog), sino ver el pasado, volver a escuchar sus conversaciones con el bibliotecario de la gran biblioteca de París, volver a pensar sus reflexiones sobre las imágenes, sobre el tiempo no lineal, sobre la decadencia del tiempo presente. Si el presente es el puro movimiento que no alcanzará la salvación (el repetirse del caminar y del avanzar dificultoso), el pensamiento se vuelve hacia adentro y contempla las ruinas del pasado. El Benjamin de Ferraro parece, entonces, la encarnación del ángel de la historia de Klee, como lo describe Benjamin en la Tesis IX sobre el concepto de historia (5).

No hay viento y el personaje no tiene alas, pero es el mismo movimiento: el rostro está vuelto hacia el pasado en el pasaje sin detenerse del cuerpo. Solo el final interrumpe ese fluir potencialmente infinito; el final en el que Benjamin mira frente a sí y lo que ve (agricultores en trajes aislantes que fumigan sus cultivos, la línea eléctrica que atraviesa la montaña) nos empuja de improviso a nuestro presente, nos obliga a mirar el film (incluido el título) con los ojos de la contemporaneidad. Así, entonces, se devela frente a nosotros el sentido de toda la compleja operación poética de Ferraro, su traducción imposible pero poderosa: pensar el pensamiento a través del cuerpo fílmico, evitando todas las categorías con la que el cine en general ha trabajo (la cabeza hablante, la inserción, la huella), haciendo el movimiento, el sonido y la duración de los gestos fílmicos y políticos, y pues, profundamente filosóficos.

[Escrito para Intervenciones. Traducción de Emilio Bernini]

 

(1) “El desfasaje tiende (…) a valorizar los polos de la confrontación, poniéndolos en un estado de tensión que intenta evidenciar la potencia de ambos, deshaciendo con ello mismo el concepto de identidad. La ventaja del desfasaje consistiría, entonces, en crear un espacio de articulación, que es precisamente un espacio ‘entre’ las discipinas, entre los contextos, entre las culturas”. En A Inzerillo, Politica dello spettatore, en J. Rancière, Scarti. Tra politica e letteratura, Pellegrini, Cosenza 2013, p. 8.

(2) La conferencia tuvo diversas ediciones, la más reciente es G. Deleuze, Che cos’è l’atto di creazione?, Cronopio, Napoli 2010.

(3) B. Roberti, Il passaggio delle immagini, in Fata Morgana Web.

(4) Segni di vita. Werner Herzog e il cinema, a cura di G. Paganelli, il Castoro/Museo Nazionale del Cinema, Milano 2008, p. 117.

(5) “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que lo tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Ese huracán lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. En W. Benjamin, Sul concetto di Storia, in Id. Opere Complete, vol. VII, Einaudi, Torino 2006.

 

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