Monstrare

por Albertina Carri

Me mudé como mil veces.

En todas las mudanzas pierdo cosas, pero no las pierdo así como que me las olvido por ahí. Como le pasó a mi amiga Sol que por poner ropa en bolsas de residuos se mudó con la basura y dejó sus borceguíes y musculosas negras en la puerta de un con­tainer. No, no. No soy distraída, más bien lo contrario, lo mío es el freaking control, tanto que en un momento lo suelto todo. Y las mudanzas son uno de esos momen­tos, cuando decido tirar, y tirar, y regalar y deshacerme del lastre de años, de cosas que arrastré varias mudanzas y sin embargo si­guen allí, en un cajón oscuro de la ahora no tan nueva morada sin que yo les preste alguna atención. Sin que su presencia mo­difique algo de mi nueva vida. Así fue como tiré computadoras varias, libros en francés que había heredado y que nunca leería por­que mi francés no da para tanto; rosarios, cruces, cartas de amor, cartas de desamor, chucherías miles, objetos sin nombre y sin descripción posible, ropa, y ropa, y ropa, se­gún las nuevas modas, según mis diferentes tallas: de casada, de soltera, de heterosexual, de lesbiana, de joven, de vieja, de viejo puto, de todas esas juntas, de un poco de cada una que es la que mejor me sienta. Papeles, cientos de ellos, fotocopias, películas, los atesorados vhs, papeles, impresiones, catálo­gos de festivales, de muestras de arte, mapas –una colección entera de mapas que nunca enmarqué–, camiones de papeles con inves­tigaciones infructuosas, desordenadas, letra ilegible, gráficos incomprensibles. Muebles, sillones, alfombras, heladeras, bancos, ban­quetas, sillas, mesas, bibliotecas, estanterías, cables, cajas de cables, zips, diskettes, minis dvs, dvds, cds, Umatic, beta, beta digital, instrumentos musicales que nunca supe to­car, camas, veladores, bolsos, carteras, acol­chados, frazadas, libros, fotos.

Sí, soy tan despiadada que tiro fotos, rollos sin revelar, fotos en papel y en digital, bolsas de negativos sin chequear, incluso he bo­rrado discos enteros con pornografía casera robada en estados insomnes; discos enteros con paisajes otoñales, la pampa apastelada con algún color de fondo que se impone irreverente en medio de los grises y ama­rillos suaves de árboles pelados; un monte desplomado a efectos de un tornado ex­hibiendo sus raíces al cielo emulando una mueca clemente, imperiosa, final; un cielo de tormenta violaceo, un zaino atravesan­do el cuadro, huyendo de la vuelta del malón con las crines al viento, un padrillo medio salvaje que todavía se cree libre mientras el cielo copia su rosado furioso sobre su lomo embravecido. Delete.

La vida pasa y hay que ir haciéndola más liviana, dejando por ahí la obra no realizada. El archivo es el cuerpo –me digo mientras embolso dildos y mordazas–, de ahí no se escapa nada. Del cuerpo, el que se pudrirá sobre esta tierra.

De esta suerte perdí una colección de bi­blias. Entre casas, mudándome de una a otra, moviéndome entre tiempo y espacio. Durante años tuve un proyecto que se lla­mó “No robarás”. Consistía en biblias roba­das de los hoteles a los que el cine (o mejor dicho mi primera película) me llevaba y las que algunos amigos robaban en mi nom­bre y me entregaban en acto sagrado. Un estante de mi biblioteca alojó por años la prueba del crimen, el trofeo de mi fechoría. En una mudanza puse todas las biblias en una bolsa y me despedí de ellas, serían unos cuarenta libracos con ese texto sencillo, de divulgación, que ha usado la iglesia católica en los últimos doscientos años, y que bas­tante poco se parece al texto original, o al que conocemos como tal, escrito por fari­seos, zelotes, macabeos, esenios, griegos, pa­lestinos, hebreos y vaya saber cuantos más. La traducción a lenguas modernas de esas crónicas de aventuras no solo oblitera todo lo erótico que ese relato tiene sino también lo sanguinario, violento y criminal que es Jahve, luego Dios, con sus ansias de holo­caustos a cada paso. Al eliminar las biblias de mi biblioteca también descartaba de mi propio cuerpo algo de la belicosidad que guardaba para con aquella familia que me azotó a cadenazos y me mandó a estudiar lenguas a Francia. De ese descarte de pa­pel impreso y de aspaviento combatiente quedó el recuerdo de una obra efímera, una no-obra que hoy daría cuenta del paso del tiempo, de este otro mundo que es hoy, donde será difícil encontrar una biblia en un hotel instalado en alguna capital del pla­neta. Aunque todavía podamos leer en los diarios las opiniones de esta secta sobre los comportamientos humanos y la manera en la que han de ser condenados o celebrados, aunque todavía podamos leer en las pan­tallas su ira y su miseria, en los hoteles ya no están sus textos compartidos, probable­mente porque hoy será más fácil leerlos en Internet: la mesa de luz, de comer, de cagar y de coger, de casi el mundo entero.

Hace veinte años, cuando robaba biblias como forma de distanciarme de la familia que me crió, también soñaba con filmar en fílmico. Además de las biblias, coleccionaba cámaras, rollos, proyectores, que también fueron descartados mudanza a mudanza, pero algo de esos requechos de engranajes sólidos quedó. A pesar de las migraciones y las limpiezas compulsivas, con algo de ese archivo que se parecía más a desarmadero que a coleccionismo, hice obra. Los restos de un mundo analógico devorado por el pixel y vomitado en un formato óptico que excede al ojo humano fueron mostrados como monstruo salido de las entrañas de una cultura que se transformó al ritmo de Videodrome.

Con la inquietud de rastrear imágenes de aquel otro mundo que ya no es, que ya no era, y en la imagen revelada, sobre ese soporte que dejó de ser un anhelo y se multiplicó en memoria orgánica, porque el celuloide se avinagra, se avejenta y se mancha, pero también se conserva en esta­do impecable en condiciones favorables. Lo que no podemos decir aún de lo digital y sus codex variables: aún no sabemos de ese formato qué se conservará y cómo, no sabe­mos aún en que momento desde Palo Alto sellarán las puertas de los Bunkers donde se administra ese archivo ¿público? que es Internet y los accesos a esa información ya no existan. Por ahora funcionan, se ocupan de que las cámaras, las tarjetas de memoria, los discos internos y externos y los soportes hogareños de exhibición encuentren algu­na compatibilidad en sus variables numé­ricas. Suponemos que porque ese mismo archivo de acceso medio universal también es una forma de vigilancia, de tinte huma­nista sí, pero vigilancia al fin, de sujetos y sociedades.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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