Lo contenido y lo derramado

Acerca de 1976

(Manuela Martelli, 2022)

por Marcos Zangrandi

Un encuadre se reitera en 1976: el rostro de Carmen (Aline Küppenheim) en una complexión angustiada. Es una expresión que sostiene un orden social afirmativo y, a la vez, que advierte una realidad ominosa. La recurrencia de ese primer plano articula un aspecto preciso del cine, que, tal como lo ha indicado Nora Domínguez en su ensayo El revés del rostro, tiene un valor ambivalente, en simultáneo como revelación y como ocultamiento, como exposición y como velo.[1]

Esa tensión recorre el armado simbólico de esta ópera prima dirigida por Manuela Martelli -participó como actriz, entre otras, en Machuca, de Andrés Wood e Il futuro, de Alicia Scherson-. 1976 se desarrolla en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet. Carmen, durante unos días de descanso en una localidad frente al mar, recibe un pedido apremiante de un sacerdote amigo: atender a un muchacho que ha sido herido por la policía y que él ha escondido. El religioso le explica que es un delincuente común que ha robado por necesidad, “un Cristo muerto de hambre”. Carmen pertenece a una familia acomodada y conservadora. Los varones son médicos; a ella solo le permitieron instruirse como enfermera de la Cruz Roja. Su tiempo está dedicado a las tareas que demanda el hogar como madre y abuela (o a su extensión, las labores caritativas). Carmen responde al pedido del cura, sabiendo que transgrede las reglas de su familia y de su clase. Conduce su auto hasta la parroquia; asiste al joven Elías. Pronto se da cuenta de que no es un ladrón, sino un perseguido político malherido. Los valores cristianos la instan a cuidar del militante -la relación entre los dos se va transformando en una pietá-. La sensibilidad y la conciencia de la situación política la involucran en un plan para ayudarlo a escapar. Sin embargo, un error de Carmen en la compleja operatoria de la organización de izquierda desbarata este objetivo, y lleva al muchacho y al sacerdote a un destino trágico -e invisible, dado que ambos desaparecen, en correspondencia con los procedimientos de la dictadura-. Para este argumento la película evita el drama o el registro verista, y en cambio elige un blend de género que combina el film noir, el suspense y el thriller, poéticas asociadas al mundo del crimen y del espionaje, pero también al plano de lo extraño y lo misterioso, zona en la que ingresa la protagonista en tanto se va alejando de su enclave de clase.

 

 

Para la Argentina, 1976 es una referencia ineludible. Es el año del golpe de Estado y del inicio de la dictadura más cruenta de su historia. Para Chile 1976 es, en cambio, un mar adentro del régimen de Pinochet, que estaba instalado en La Moneda desde setiembre de 1973. Nombrar un largometraje con esa fecha es, en primer lugar, una operación que busca una adherencia entre la ficción y la historia -y que recupera el gesto de la novela realista, por ejemplo, de Rojo y negro. Crónica de 1830 de Stendhal-. Luego, un replanteo de la construcción entre las ficciones de la dictadura y los hechos históricos. En este caso, lo que se incorpora a la pantalla aspira a condensar no ya un episodio en particular o unos procedimientos políticos y sociales, sino lo que transcurre en un año o una época (la vida bajo el gobierno militar). Hay una dimisión, entonces, respecto de utilizar simbolizaciones totalizadoras (por ejemplo, en torno a las disputas discursivas en La historia oficial) y, en contraste, 1976 se desplaza en el campo abierto de sentidos abiertos en un año no representativo (que podría formularse como un día cualquiera durante la dictadura).

El estreno y la circulación paralela de Argentina, 1985, sugiere una dirección similar -en Estados Unidos, para sostener la analogía, la película fue estrenada como Chile ´76-. Aquí también está el vínculo estrecho con la historia reciente y la ficción ligada a las coordenadas de un año y de un país. Pero el filme de Santiago Mitre no se relaciona con un suceso cualquiera de aquel tiempo sino con uno en particular, el juicio a la junta militar. Ese 1985 no se refiere a un episodio que podría haber sucedido en algún momento del gobierno de Alfonsín, sino a un proceso judicial desarrollado a lo largo de un año y a las conexiones políticas, sociales, mediáticas e institucionales que lo rodearon. El edificio simbólico difiere: Argentina, 1985 se construye en referencia a un suceso relevante y, por ende, como un ejercicio mimético (y en función de esto, la comparativa de parecidos entre los actores y escenografías con las personas, los episodios y los espacios históricos).

El paralelo con 1985 pone de manifiesto, además, ciertos matices en el planteo político de 1976. Buena parte de las películas referidas a las dictaduras de Argentina y de Chile (Sur, Un muro de silencio, Amnesia, La ciudad de los fotógrafos y otras) tuvieron como función primaria reponer -a la vez que denunciar- todo lo que había sido callado o excluido de la represión y la censura. ¿Pero qué significa traer las imágenes de la dictadura en 2023, medio siglo después del golpe de estado que derrocó a Salvador Allende? ¿Qué se suma (o se resta) a la galería variada de filmes y novelas sobre persecuciones y desapariciones? En función de esto, es necesario examinar el modo en que 1976 formula el lazo entre la ficción y la política. Argentina, 1985 es un cierre (o el principio de un cierre). Y no solo por apostarse un momento posterior al fin del del gobierno militar. Se trata de un juicio exitoso (esto ya lo sabe el espectador) que condenó a los jefes del Proceso, y aún más, de la exhibición de un conjunto de mecanismos institucionales que se activaron para sancionar a los jerarcas del Proceso. El filme concluye con una condena: el dictador está encerrado (el grito exaltado del hijo de Julio Strassera anuncia un hito político colectivo: “¡Papá metió en cana a Videla!”). El mal está sitiado, o, por lo menos, ha sido contenido. En todo caso, la película interviene en la arena pública para reivindicar los consensos alcanzados no solo sobre los procedimientos criminales del gobierno militar, sino también para afirmar, aun en sus condiciones de precariedad, las instituciones democráticas frente a la consolidación de discursos de derecha que en el presente ponen en dudas esos acuerdos fundamentales. Por el contrario, 1976 se instala en el corazón de la dictadura. No sobre el tiempo de la derrota del régimen (al que se acercó No, de Pablo Larraín), sino sobre la inquisición de los tiempos y de los mecanismos más oscuros del régimen. En 1976 no hay instituciones ni política, a pesar de la omnipresencia de un estado represor. Hay, en contraste, operaciones de vigilancia continua, en ocasiones manifiestas (como las de los puestos policiales), la mayor parte de ellas, impalpables. Ninguna regla, ningún resguardo parece mediar entre las personas y la dictadura. El poder dictatorial que traza el largometraje de Martelli está diseminado sobre la vida social, familiar e individual -de aquí sus derivas en el presente político-.

 

 

Numerosas imágenes de la película, de hecho, están articuladas con las ideas de derrame e invisibilidad. La primera escena de 1976 es un buen ejemplo. Carmen está en una pinturería buscando un matiz preciso, mientras una máquina va combinando los colores que ella indica. Finalmente, inspirada en unas fotografías de la ciudad de Venecia -una ciudad sobre el agua-, da con la tonalidad que ha buscado, una que reúne el rojo, el blanco y el azul, esos que componen la bandera chilena. Al tiempo que se mezclan los colores, en la calle, se escucha en el exterior una violenta detención y secuestro de una mujer. Unas gotas de la pintura salpican los zapatos de Carmen -un sustituto simbólico de la sangre-. Al salir del negocio, sin embargo, no parece haber mayor impacto sobre lo que acaba de suceder, salvo un calzado suelto de mujer que ha quedado debajo de su auto. Carmen, disimulada, se acerca y lo observa. El encuadre destaca la imagen de su pie manchado de rosa con el otro, solitario. No es la única vez que aparecerán zapatos en el filme -que se diferencia de las botas, insignia de la parte represora-. Esos zapatos deshabitados son la evidencia de las ausencias, pero también de la demanda, como si se tratara de un cuento para niños, de indagar en aquello que ha sido borrado. En diálogo con este imaginario infantil que se torna siniestro, la pintura está destinada a una de las paredes de la casa que la familia está arreglando en la costa, frente al mar, donde Carmen pasará los siguientes días. El color rosado está asociado, entre otros significados culturales, a una inocencia llana y a una visión idealizada del mundo, que en una escala más grande se revela como apariencia e impostura. La casa que construye Carmen (o que le construyen, a la manera de un cerco) se figura entonces como una casa de muñecas en su sentido regresivo: un espacio doméstico inmóvil que se sobreimprime sobre el territorio dominado por la barbarie.

Es en este punto en torno al que la película apunta a una alianza entre el régimen político y las disposiciones patriarcales. Los movimientos de Carmen dependen de los permisos que le dan los varones, ya sea el marido, el padre, el hijo y otros. Es una mujer sometida un tejido tutelar de hombres -y los posicionamientos y saberes médicos son parte de esta trama-. Por esto, una y otra vez opinan sobre su figura, la rozan y la corrigen, le prescriben hábitos. Frente a las negativas y controles, la protagonista activa su astucia (que podría pensarse como una treta del débil): pedir medicaciones para uso veterinario, inventar tareas de caridad, montar coartadas. Nada de esto es, no obstante, suficiente para romper la red política conexa a la dominación masculina. Los síntomas de Carmen (una locura solapada en el pasado familiar, el insomnio, la ansiedad) se convierten en signos de alerta de aquello que no puede ser contenido, de lo que sangra -y en este sentido la locura de la mujer, figura con una larga tradición del feminismo, se asienta como un acto político-.

Otro espacio de lo derramado: durante una de las primeras escenas, Carmen lleva un frasco con peces anaranjados. Vemos más adelante esa pecera improvisada como fondo de una escena familiar. Parece, en una primera instancia, no más que un ornamento del nuevo hogar, quizás un atractivo para la visita de los nietos. En uno de los pasajes finales advertimos que los peces nadan en una especie de pileta que atraviesa el piso del moderno hall. El simbolismo más directo indica que la misma casa se transforma en una pecera, en tanto metáfora de los encierros políticos, de clase y de género, que rodean a Carmen -y que trae aquella frase popular acerca de que lo último que descubrirían los peces es el agua-. Al respecto, no se puede evitar advertir el relieve que tiene la categoría de clase del largometraje de Martelli. Esa presencia no solo está en los hábitos, las redes y los atributos que acompañan a la protagonista (la familia de profesionales, las propiedades en la ciudad y en la costa, la vestimenta y el lenguaje, etc.) sino en los límites que la distancian de los sectores de bajos recursos (figurados como poblaciones oprimidas) y que en la película están delineados como verdaderas fronteras que Carmen se dispone a franquear. En este sentido, 1976 continúa una línea cinematográfica que ata los cabos entre la dictadura y el orden social chileno, ya enfatizado, entre otras, en Machuca, de Andrés Wood, y en Cabros de mierda, de Gonzalo Justiniano, la cual, dada su perspectiva desde los sectores populares, podría ser pensada como el negativo complementario de la ficción de Martelli.

1976 propone un engranaje de transparencias y opacidades. La casa-pecera parece ofrecer, de inmediato, una posición de visibilidad estratégica a través de sus ventanales: la panorámica del mar, y, con él, una perspectiva idílica del paisaje dominante de Chile (y de cierta dirección de la mirada). La trama va mostrando, por el contrario, que la transparencia convierte a Carmen en objetivo de la vigilancia. Un control que, aunque no se presente de forma expresa, está continuamente observando a la mujer. Ella lo va percibiendo: está siendo espiada cuando habla por teléfono, cuando hace sus viajes de incógnito en auto, incluso cuando está en su casa. La pantalla traslúcida es engañosa, entonces, en tanto es asimétrica: una mirada la rodea, la atraviesa y la controla.

 

 

En esta línea, la arquitectura de esa casa se comunica con su exterior inmediato, el océano, a través de los atributos de transparencia y visibilidad. En contra de esas cualidades que favorecerían la visión, Carmen les pide a sus nietos que eviten mirar la playa donde apareció un el cuerpo -el mar es donde iban a parar muchos de los asesinados por el gobierno de Pinochet-. En los días siguientes lee y ve en los diarios lo que sabe que no es veraz: el suicidio de una joven extranjera. Ese mismo dato se lo afirma el extraño hombre que se encuentra Carmen, que dice ser buzo (que, en este caso, no es alguien que indaga en lo profundo, sino uno que oculta lo que está sumergido). Otras imágenes se suman a los impedimentos para ver: el marido de Carmen se burla de unos turistas que sacan fotos con el objetivo tapado, una película en la televisión (La maffia, de Leopoldo Torre Nilsson) se interrumpe por una cadena nacional del presidente, el grupo de ciegos escucha a Carmen leer historias del mar. En esta galería de imágenes, el acto de ver está sospechado, tanto por las operaciones de ocultamiento como por las de vigilancia. La experiencia de la protagonista se relaciona, entonces, con la toma de conciencia menos de ver que de ser vista como operación dominante de poder.

La escena que cierra el film se recorta sobre el rostro de Carmen. Es el cumpleaños de la nieta. La mujer camina hacia el exterior con una torta en los brazos; los invitados y la familia la siguen, cantando. En el corazón de la celebración y de la alegría familiar, no puede ocultar su pena. Hace solo un momento se ha enterado del secuestro de Elías, del aparente desplazamiento del cura, y, más, de que ella, sin quererlo, ayudó a que el aparato represivo diera con el militante escondido -el cuerpo de Elías se transfigura en un Cristo alegórico-. El rosado sube de temperatura; ahora es ya el rojo intenso el que domina la pantalla. Decía Roland Barthes que el encuadre es el recurso central de un cine progresista: es el instrumento que puntea y señala aquello que no debería perderse en la generalidad de la visión.[2] Ese recuadro subraya la expresión dual de Carmen, disputada, más que en cualquier otro momento del filme, por los polos de la aflicción profunda y el regocijo impostado de la fiesta. El punto de quiebre que templa el semblante de la mujer se transforma, así, en una llamada singularmente crítica. Jean-Louis Comolli escribió que el valor del encuadre reside ante todo en su operación sustractiva (esto es, por lo que deja afuera), y en este sentido, por el diálogo que abre con el fuera de campo.[3] Ese fuera de campo franquea el espacio de la ficción y se dirige al país que no puede dar respuesta a las heridas abiertas de la dictadura.

 

 

 

 

[1] Nora Dominguez, El revés del rostro, Rosario, Beatriz Viterbo, 2021, p. 25.

[2] Roland Barthes, El léxico del autor, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2023, p. 175.

[3] Jean-Louis Comolli y Vincent Sorrel, Cine, modo de empleo. De lo fotoquímico a lo digital, Buenos Aires, Manantial, 2016, pp. 130- 131.

 

 

 

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