La sombra de la historia

A propósito de La sombra (Javier Olivera, 2015)

Por: Emilio Bernini

La sombra empieza con una teoría, proferida en off por el cineasta Javier Olivera, relativa a la memoria y su relación con el espacio, tomada de un poeta griego antiguo. Notoriamente, la relación entre una y otro está dado por un vínculo, que es enigmático en el film, entre la muerte y la catástrofe. El texto en off dice: “El poeta griego Simónides de Ceos creó un sistema mnemotécnico llamado ‘Los palacios de la memoria’ después de asistir a un banquete. Al terminar la cena, el techo del palacio se desplomó sobre los invitados, matando a todos en el acto. Simónides, el único sobreviviente, pudo identificar a los maltrechos cadáveres recordando la posición en la que estaban sentados. Así el poeta concluyó que memoria y espacio están relacionados, por lo tanto cualquier persona podía crear imágenes mentales de aquello que quería recordar y ubicarlas en un espacio arquitectónico”. Esa teoría espacial de la memoria es el fundamento de un film que se articula en torno a la memoria personal, en particular la memoria relativa a su padre cineasta, Héctor Olivera, y en torno a un espacio único, la casa familiar, ubicada en San Isidro y construida por él. Todo el film se sitúa en esa casa y todos los recuerdos se configuran en las imágenes que se han preservado de ese espacio. Pero en verdad, la teoría misma establece un vínculo enigmático, no explícito, que la película no hace más que insinuar, rozar, aludir, decir y no decir: ¿cuál es la relación entre esa casa, la propia memoria y la muerte? Vínculo que parece concebirse como catástrofe, algo del orden de lo inevitable como de lo imprevisto. En consecuencia, en La sombra, la relación íntima, familiar e histórico-política (porque Héctor Olivera fue uno de los cineastas más estrechamente vinculado con el Estado argentino, en distintos períodos políticos) parece presentarse bajo la idea de cierta inevitabilidad, desde la mirada de alguien que ha recibido una formación y una herencia simbólica como un destino.

Ante ello, la posición del autor frente a la herencia recibida, frente a lo que el film mismo denomina la sombra, debería verse muy particularmente en el modo en que narra la historia de la casa. Olivera alterna la construcción de la mansión paterna con su demolición: trabaja la primera, la construcción de la casa, y la casa en todo su esplendor, únicamente con fragmentos de películas domésticas en súper 8; y la demolición literal de la casa, su desmembramiento para la venta de cada una de sus piezas, con registros actuales (rodados entre 2002 y 2008). De modo tal que la película narra a la vez, casi en simultaneidad, la construcción del espacio familiar paterno y la destrucción misma de ese espacio, como si en el origen y en el esplendor ya estuviera in nuce la decadencia. Hay que observar cómo Olivera tiende a hacer coincidir imágenes pasadas y actuales del mismo espacio, casi con el mismo encuadre, casi con el mismo ángulo, para señalar allí la diferencia de épocas, el contraste, y también su misteriosa implicación. Por eso mismo, habría que decir que se trata menos de un paralelo de imágenes pasadas y actuales que de una fusión, porque parece que interesa más indagar en las imágenes aquello del pasado que habría dejado efectos (de destrucción y de violencia) en el presente, que relatar linealmente un proceso.

De hecho, la película otorga más tiempo al desmantelamiento (los obreros trabajando en la deconstrucción de la casa, clasificando el parquet, los azulejos, las puertas, las tejas; el traslado de los muebles; las demoliciones), que a ese pasado de construcción de poder paterno; y ello no tiene que ver con una economía vinculada a la disponibilidad de materiales (los filmes en súper 8) sino con elecciones estéticas, en tanto, como se anuncia en la teoría de Simónides de Ceos, la memoria supone una relación con el espacio y la destrucción. De esa misma elección participa la música de Zypce, en cuyo notable trabajo se aloja el aspecto más disruptivo, más inquietante (en el modo en que sobreimprime los sonidos de la destrucción de la casa en las imágenes de su esplendor, en que hace de ciertas melodías que connotan la inocencia y la infancia algo indiscerniblemente siniestro, en que hace jirones la música popular de alguna de las películas más exitosas del padre) de un film que visualmente encuentra en esa fusión de construcción y destrucción, también, se diría, el goce del derrumbe de un imperio.

De la historia pública del padre, Héctor Olivera, y de la construcción de su poder como empresario, productor y director de cine, la memoria es la de hijo, es decir, la memoria de la intimidad familiar, y es esa memoria la que se vuelve el prisma de la historia política, de la que ese padre participó muy activamente, incluso en los años del terrorismo estatal del ‘76 al ‘83 en los que la empresa Aries (que dirigía junto con Fernando Ayala) fue la más beneficiada en términos económicos (1). Pero esa memoria filial es también inescindiblemente la de la formación cinéfila: la historia pública de su padre se narra en parte con las mismas referencias del cine. La construcción de sí mismo que hace Héctor Olivera lo vuelve una especie de Kane, pero aquí el enigma en la vida del magnate no tiene que ver con su infancia sino con la de su hijo, y con todo aquello que esa asociación entre espacio, memoria, catástrofe y muerte sugiere, permite vislumbrar y suspende. También las fiestas que organizaban en la mansión, “lujosas y refinadas”, en las que puede entreverse un estado del campo del cine en Argentina en los años ‘50 y ‘60, se parecen, dice la voz de la memoria, a las de la aristocracia decadente narrada en algunos films de Visconti.

Ahora bien, cuando la violencia política estatal de la Triple A, la alianza paraestatal de persecución y represión ideológicas que anticipa el terrorismo de Estado, se hace presente explícitamente en La sombra con la amenaza que reciben de esa organización su padre y los actores de La Patagonia rebelde, por medio de un comunicado que se oye en off, Javier Olivera se pregunta por el destino de su padre en ese contexto de asesinatos y de exilio: la respuesta que él mismo ofrece es la que vincula nuevamente al hijo con la casa paterna. Olivera y su familia habrían salvado sus vidas por la misma casa en la que vivían: la casa fue “un oasis en medio del terror”, dice la voz neutra y a la vez cargada de afectos del cineasta. La muerte, el terror, aludidos en la teoría de la memoria que funciona como un epígrafe, vuelven sesgadamente, pero precisamente como aquello de lo que protege la casa misma.

No obstante, hay una casa anterior de la que se ocupa, muy brevemente, La sombra. Una casa previa a la celebridad y la riqueza del padre, “lejos de las luces”, “modesta”, como dice la voz de Olivera, que había producido, aunque provisoriamente, “un breve destello de una felicidad simple”. Ahí residiría una de las claves del enigma de La sombra: la casa que se demuele y que contiene su propia violencia, la casa que protege en medio del terror, es la anulación de una vida simple, la imposibilidad de una relación familiar sin sombras, pero también sin historia. En consecuencia, la mansión es más de lo que lo que las cámaras domésticas y actuales alcanzaron a filmar, porque las imágenes que vemos se detienen más bien en las dos puntas del proceso: ese mismo proceso que hizo posible que la casa se volviera un refugio privado en el terror más perverso de la historia argentina. ¿Por qué la felicidad estaría en ese breve destello, en otra parte, y no en la casa, si no fuera porque ésta simboliza un ethos y un poder que no fue del todo ajeno a aquello mismo de lo que protegía? (2)

La memoria de La sombra se configura más que en el espacio de la casa misma, en sus imágenes, e indaga el tiempo, la historia, desde ellas y en ellas: esas imágenes de la casa, las fotografías y los fragmentos de películas, son a la vez el límite y la potencialidad de la memoria. La sombra procede toda en ese límite y en esa potencia: todo lo que se da a ver y todo lo que se sabe está configurado en ese intersticio entre imágenes y en la apuesta formal de la fusión y la sobreimpresión. Ese es también el modo de aparición de dos afectos primordiales que casi pasan desapercibidos, y cuya importancia debe ser inversamente proporcional a su visibilidad: por un lado, la figura de la madre, fuera de la racionalidad empresarial, vinculada a la “magia” y lo teatral; una dimensión afectiva que puede verse, por única vez, en un plano detalle de una fotografía que la concentra: la mano del niño sobre la rodilla desnuda de la madre. Por otro, el afecto de alguien que está casi completamente fuera de campo (salvo una sola imagen en un viaje en coche por una ruta que conduce a Brasil), y cuya importancia en la educación sentimental del cineasta no debería ser, por ese mismo modo de aparición, subestimada: Fernando Ayala (“mi padrino y el abuelo que no tuve”) de quien han dependido nada menos que casi todas las imágenes de la memoria, ya que es el autor de la mayoría de los filmes en súper 8. En esas películas domésticas de Ayala, parte del mundo íntimo (y también del mundo empresarial), está posibilitada la memoria personal, y está contenida la historia cuya sombra no deja de proyectarse.



(1) Ese beneficio económico de la empresa Aries se debió, por un lado, a la diversificación productiva para el mercado de, por lo menos, tres tipos de películas: los filmes “serios” (de Aristarain), las “comedias picarescas” (de Olmedo y Porcel), y las películas musicales de rock y folklore. Por otro lado, Aries también se benefició de la disponibilidad en el campo del cine que dejaron las películas producidas por los cineastas modernos, porque éstos mayormente tuvieron que exiliarse o fueron asesinados por los militares en su política de desaparición de personas. Aries mantuvo relaciones de conveniencia con el Estado militar; algunas de sus películas (que no eran oficialistas ni apologéticas, como las de la empresa Chango, del cantante Ramón Ortega) formaron parte de muestras oficiales de la dictadura en el exterior. En ello, Aries configuró un modo empresario (cinematográfico) de vincularse con el Estado. Véase al respecto, Silvia Schwarzböck y Emilio Bernini, “Quiebre del proyecto moderno. Entre el terrorismo de Estado y la democracia”, en La Otra, nº 23, año VII, invierno de 2010, pp. 14-20. Y también, Hernán Invernizzi y Judith Gociol, Cine y dictadura, Bs. As, Capital Intelectual, 2009.

(2) Las modalidades de ese ethos empresario y familiar demanda otro estudio. Por lo pronto, puede decirse que contra ese ethos, que siempre supone una estética, se afirmó el nuevo cine argentino de fines de la década de los noventa del siglo pasado. Una muestra de ese comportamiento ético y estético es la demanda reciente que Héctor Olivera hace al nuevo Estado por una política de subsidios concentrada en el cine industrial, que precisamente desfavorezca en términos económicos filmes como los que formaron parte de ese nuevo cine, considerados por el autor una “estafa”. Véase la nota que muy oportunamente, apenas entrado el nuevo gobierno, Héctor Olivera ha publicado en el diario La Nación, “Vientos de cambio para el cine argentino”, 16 de diciembre de 2015. Disponible aquí. Publicada en conjunto con un listado de productores, actores y actrices y directores, repudiado por la Asociación Argentina de Actores y la Asociación Argentina de Actores e Intépretes (Sadaic, Argentores, Dac, Sagai y Aadi) por la persecución ideológica que presupone.

Trailer de La sombra (Javier Olivera):


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