La mano sin Dios

(La cordillera, Santiago Mitre)

por Gabriel D’Iorio

1. La cordillera es un filme generoso. No oculta su perspectiva política: quiere ser progresista en su impugnación moral de las formas que asume la política a gran escala, de ahí que no pueda obviar en su historia la presencia fantasmal del crimen y la real de la corrup­ción. Tampoco oculta su determinación productiva: aprovecha al máximo los dones de la naturaleza, los talentos actorales y los recursos de un presupuesto industrial. Con todo, la fortaleza estética de la película resi­de en su capacidad para edificar una fábula afectivamente distante. Es cierto que algunas señas particulares del claroscuro presidente Blanco que compone Ricardo Darín, las marcas temporales del presente de la ficción (la mención de una causa por sobreprecios en 2006 que amenaza estallar una década después: 2016 entonces, o el señalamiento de que no se estaba gestionando en nación, pero sí en una provincia, que más tarde sa­bremos se trata de La pampa), o las imáge­nes de la Casa Rosada, sus pasillos, cocinas, oficinas y salones en el comienzo del filme, parecen sugerir exactamente lo contrario. Pero La cordillera no trabaja la catarsis por la vía de la identificación con los personajes o las locaciones. No invoca el llanto ni la risa. No hay en ella una pizca de miedo o esperanza. Hay, más bien, fuerza deductiva, desvíos necesarios, suspenso, frialdad. La cor­dillera no es un filme apasionado.

Habría que decir incluso que en la búsque­da de esa distancia apuesta a solaparse con su objeto, pero sin poner en entredicho su autonomía. Desde el primer plano se sugie­re que adentrarse en la verdad de lo políti­co a través del hecho estético exige correr con cierta sutileza esos velos que se plie­gan sobre las imágenes más recurrentes de la política. Exige pasar de la noche al día y aprender a leer el claro. Lo interesante, qui­zás a contrapelo de la época, es que se elige narrar la historia sin ceder demasiado a la ironía. Ese punto de vista, que es el del téc­nico que entra en la Rosada en la primera secuencia del filme luego de sortear un de­talle respecto del nombre propio, nos per­mite imaginar otra película, quizás la que se abre entre la diferencia mínima pero abso­luta que existe entre Emilio y Emiliano, los nombres en cuestión. Sin embargo, como en El caballo de Turín, en lugar de irnos con Nietzsche a observar su derrumbe psíquico, quedamos abrazados al caballo que no cesa de ser castigado. La decisión tiene su lógica: en la película de Béla Tarr el animal nos lle­va al corazón del asunto más directamente que los rodeos filosóficos de Nietzsche y aunque no podamos prescindir del todo de ellos no dejamos de sentir que el nihilismo nos habita desde que vemos al cochero y a su hija entreverados con el caballo y el viento infernal. Es desde ese plano que asis­timos al extremo ascetismo de unas vidas sin Dios.

La deriva del técnico no puede darnos lo que ofrecen Santiago Mitre y Mariano Llinás –desde el guión– a lo largo del fil­me: la invitación a ver cómo funciona el poder político no dentro sino fuera de su fachada habitual. La película puede ser leí­da como un viaje hacia lo alto o lo bajo, según el punto de mira. Lo cual supone, como es evidente, desplazarse del medio co­nocido. Imaginamos que el técnico acep­taría gustoso el envite de observar un viaje distinto al suyo, tan prometedor. De hecho, la generosidad del filme refiere también a las exigencias del ver: no necesitamos nin­gún saber extra para ver lo que vamos a ver. Todo parece estar a tiro de velo. Puede de­cirse incluso que La cordillera es una película democrática en sus efectos y maquiavélica en su deseo: abierta a cualquiera quiere mostrar los rasgos de la vida palaciega en el vértigo que supone correrse de las certezas del palacio, en una vuelta, por así decirlo, al estado de guerra declarara o potencial que se reactiva cuando se enfrentan los que se dicen o los que se creen iguales.

2. Emplazar la construcción de la fábula en el aislamiento de una cumbre cordillerana pa­rece ser uno de los aciertos del guión que la dirección y la producción sostuvieron con holgura: al expulsar a las masas, a los movimientos sociales y a los grupos loca­les de presión de la representación visual, el filme reduce el laboratorio imaginal de lo político a un conjunto más restringido de posibilidades. Se dirá con Deleuze: el pueblo falta. Y en La cordillera ningún trance fabulador reinventa su devenir. No hay sal­vación ni invención del pueblo. Los eventos que se narran no incluyen la representación de multitudes que acechan a sus líderes con reclamos y demandas: en el filme sólo llegan ecos débiles de lo que llamaríamos opinión pública a través de la prensa o de los ru­mores que replica el equipo de gobierno. Tampoco hay Estado en el que pueda es­pejarse un pueblo, ni se narran cabildeos nocturnos en los sótanos de la vida estatal, con sus fuerzas militares, servicios de inteli­gencia, burocracias.

Los eventos de la cumbre se sostienen sobre una naturaleza imponente que parece igno­rar el poder de los hombres, que no deja de mostrar su nimiedad, su falta de valor. Ante lo inmensamente grande no descubri­mos como en los filmes de Herzog el poder de la razón –tal como lo pensaba Kant al postular el sentimiento de lo sublime– para imponer su dominio trascendental sobre el mundo, sino el temblor de una manito que se levanta sobre el final para asegurar el triunfo del interés individual ante las adver­sidades más o menos evidentes que ofrecen las circunstancias históricas.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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