La instalación cinematográfica (Boris Groys, Walter Benjamin)

por Juliane Rebentisch

Hacia fines de los años ‘60 la imagen en movimiento ingresó en las instituciones de arte plástico. Actualmente casi no existe ningún museo de arte contemporáneo en el que no haya sido oscurecido un cuarto para presentar alguno de los múltiples y diversos trabajos cinematográficos, en el cual, junto al White cube, la sala tradicional de exposición, haya sido colocado una Black box. En las páginas que siguen quisiera hacer abstracción tanto de las indudables diferencias técnico-mediales e históricas que existen entre el cine y el video como de la enorme pluralidad de prácticas artís­ticas que se relacionan con tales medios. En lugar de esto quisiera limitarme a hacer un par de consideraciones acerca de aquello que podría ser denominado en general instalación cinematográfica. De hecho, para ella es particularmente importante el es­pacio de presentación que ofrece la Black box. La referencia decisiva para esta forma de instalación tampoco es, pues, el monitor del televisor sino el cine –y ciertamente tanto en sus condiciones de presentación como de recepción.

De una manera diversa que la instalación teatral, que asume en cierta forma los problemas del teatro, la instalación cinematográfica se desprende del cine, más espe­cíficamente, del cine experimental. El desarrollo de la instalación cinematográfica se encuentra, por ende, en el contexto de un movimiento en el cual al cine “le es atribuido el mismo derecho que a la poesía o a la pintura: desprenderse tanto del realismo como de lo didáctico a los fines de que se encuentre en condiciones de negarles sus servicios a la historia […], e incluso de crear libremente formas y movi­miento en lugar de imitarlos de la naturaleza”, a diferencia del rol importante que han desempeñado los movimientos de vanguardia correspondiente para la totalidad de la pintura y de la literatura, estos movimientos son, en el caso del film, más bien fenómenos de carácter marginal. En efecto, lo decisivo en el cine no fue considerar tanto en principio su posible carácter artístico sino aquello que resultaba constitutivo de él en tanto fenómeno tecnológico-cultural. Esto continúa siendo considerado como la posibilidad genuina del nuevo medio, si uno piensa por ejemplo en la definición materialista del cine que realiza Kracauer como un tipo de medio capaz de salvar la realidad extraestética, en la afirmación de Panofsky según la cual la sustancia del cine sería la imagen en movimiento, su materia la realidad externa en cuanto tal, o en la definición de Cavell del medio fílmico como “sucesión de proyecciones automáticas del mundo”. Desde esta perspectiva al cine experimental le debía corresponder ciertamente una posición marginal. De hecho, este se aleja de manera evidente de la tarea de hacer aparecer un mundo en movimiento y lo hace ciertamente a favor de una libre disposición artística de los medios fílmicos. Sin embargo, sería equívoco asumir que la reflexión acerca de los medios fílmicos de representación, su destacarse frente a aquello que es representado por ellos, el mundo en movimiento, solo fue un asunto del film experimental y de su recepción. No casualmente, desde los años ‘50, largometrajes de directores como Michelangelo Antonioni, Alain Resnais, Ingmar Bergman u Orson Welles, son designados de for­ma habitual como “films artísticos”. En el contexto de los fenómenos de recepción y distribución como el “cine europeo”, el discurso acerca del “séptimo arte” y la llamada politique des auteurs, este concepto no solo debería ser disociado del cine comercial de Hollywood. De manera intencional o no, hace referencia, más bien, a un impulso a alejarse del primado del movimiento y de la narración lineal que había sido privilegiada por este último y a profundizar la reflexión o más precisamente la desnaturalización de la representación fílmica.6 En este impulso, que Gilles Deleuze ha vinculado de manera general con el cine moderno, ya se encuentra conteni­da una tendencia hacia la “confusión”: hacia una fuerte espacialización de un arte temporal cinematográfico que, por largo tiempo, había sido definido en virtud del registro del movimiento empírico; hacia la independización tanto del sonido y de la imagen como de la toma singular frente a la integración en un contexto significati­vo más amplio como, por ejemplo, el de una historia. Sobre todo esto último y, con ello, el incremento de significado del intervalo entre las imágenes singulares implica, a su vez, un aumento de la reflexión acerca del tiempo, el cual aquí ya no se presenta más como mero derivado del movimiento, como un tiempo indirectamente repre­sentado, sino que ingresa en la dimensión de la propia representación.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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