La cifra y la resta

En torno a Fin de siglo, de Lucio Castro

[Bafici 2019]

por Alejandro Modarelli

Lo primero que cruza la pantalla es un turista joven, Ocho (extraño sobrenombre del protagonista, el argentino Juan Barberini), a la caza del detalle arquitectónico modernista -la ciudad ofrece sus mieles- y el ángulo minucioso. Su cámara fotográfica acreditará con cierta arrogancia una agenda de bellas impresiones solitarias, en un destino mainstream como Barcelona y, viajero responsable de su misión, se dejará capturar por el tiempo que fluye y se abre; el reposo de la playa a sus anchas, un muchacho con el que intercambian miradas lúbricas pero no se hablan (y entonces ya sabemos que Ocho posee el ojo incisivo del gay y que el otro chico -el español Ramón Pujol en el rol de Javier- seguramente reaparecerá pronto), el balcón de un departamento impersonal y elegante, alquilado bajo el sistema global airbnb, desde donde mira transcurrir la calle. Espera, todavía velado, un giro repentino, un acontecimiento que sobrevenga en la soledad experimental. Un desprendimiento del alma en programada situación de frontera, una concurrencia de elementos entre la introspección y la ciudad, entre la aplicación de encuentros de Grindr y un cuerpo de fuste en la cama que lo desastre, lo dispare fuera del eje de la melancolía. Digo melancolía, porque hay una añoranza de algo que está perdido desde siempre pero que se busca investir de materialidad a través del yiro. Eso perdido -Javier- pasará bajo su balcón con una remera con el logo Kiss: una prenda que lo acompañará como testimonio de la trayectoria de los personajes en sus encuentros y partidas.

Ocho está confiado en la riqueza de su propia subjetividad y en las posibilidades de aprender a perderse como en un laberinto de catálogo, con su hilo de Adriadna ya comprado en la agencia de turismo. Figura en estudiado tránsito, en pleno goce de una pequeña libertad que cree la misma del oficio de escritor, y por eso el director siempre le pone un libro a mano, tanto como una escultura a la vista, mientras convierte el mundo de este protagonista en un espacio sin amarra, cosmopolita, pero con el aval de una tarjeta de crédito y un seguro médico. Ocho, cifra que en la mística representa el tiempo de las resurrecciones. Justo cuando todo parece haber terminado, se revela un nuevo comienzo dentro de la geometría narrativa que traza Lucio Castro: los dos hermosos protagonistas de Fin de siglo se habían conocido veinte años antes, en la misma ciudad, aunque Ocho no recordase aquel vínculo fugaz. A partir de ahí se instituye el rizo del argumento que es, quizá, lo que hace de la película una obra que produce cierto extrañamiento; ahí reside una manera interesante de presentar la acción como nudos que se van retorciendo entre el tiempo de la realidad y el tiempo de lo que hubiese podido ser real. Un filme de diseño fractal que contiene la pregunta sobre las elecciones y el destino: ¿Qué hubiese pasado si, en lugar de separarnos en las dos oportunidades en que trabamos cuerpos en la alcoba, hubiéramos forjado un matrimonio con hijos, ahora que es además un derecho a mano; si hubiéramos producido una cría que imprimiese cierta intensidad a la vez que descanso de sí, cierta sensación de renacimiento dentro de aquella convivencia legalizada que, con los años, se endurece como una articulación? Esa conjetura sobre una experiencia que no se tuvo pero cuyo desarrollo en la película sucederá, sin embargo, en el tiempo de la irrealidad, pertenece al ámbito de lo que cualquiera de nosotros siente perdido y que, en el lenguaje del cine, se recupera por un momento como en un sueño. Es decir que se construye y deconstruye en la mesa de montaje, sin que sean las secuencias superpuestas otra cosa que la reconfiguración hipotética de un duelo; el sabor amargo de una felicidad (o una armonía o entendimiento muelle que pretende serlo) que nunca se materializó.

Martin Scorcese apela en la Ultima tentación de Cristo (1988) a ese modo en que todos nos asomamos en la encrucijada a una decisión que transformará, para bien o para mal, los contenidos de una vida. Cristo podría haber evitado la crucifixión y sumergirse en unas nupcias con María Magdalena. Aunque la decisión de Ocho y Javier, de haberse finalmente tomado, no hubiera traído consecuencias similares sobre la humanidad, lo cierto es que Lucio Castro mete a sus personajes -y con ellos al espectador- en la misma disyuntiva. Basta con cambiar en el tablero de ajedrez la pieza Hijo de Dios por la de Hijo de los Derechos Gays y ver como en ambos casos el resultado del matrimonio reproductivo será el triunfo del buen vecino sobre la revuelta de los raros.

También el modo de vivir la homosexualidad se riza

Lucio Castro opera, entonces, con alegorías: las figuras del tiempo (fin de siglo, el número ocho, el incesante cambio de las condiciones y los contextos, el real, el virtual) se despliegan en sucedáneos afectivos, políticos y culturales. El viaje es la posibilidad de experimentar “la libertad de estar solo en el mundo pero en escala grande”, le explica Ocho a Javier, y la misma libertad constituirá un mecanismo de introyección de ese mundo, de lo cual cree poder dar cuenta en un futuro a través de “la vida como escritor”, aunque no sea un escritor. Junto con esta fe un poco adolescente en la categoría de artista e intelectual -por lo que parece, uno que además es bon vivant, si se toma seriamente su afición a los airbnb, el consumo cultural y el contexto neoyorquino donde forja nueva identidad profesional y sexual, al menos transitoria- conseguimos adivinar, sin demasiada necesidad de volver a escucharlo en entrevistas, tras el estreno auspicioso en festivales internacionales, varios aspectos de la propia trayectoria de vida de Lucio Castro a través de su personaje Ocho. 1

Fin de siglo, al alegorizar sobre el tiempo, pone en foco la figura del migrante argentino homosexual (Castro, Ocho), profesional, de clase media, que carga sobre sí las marcas aspiracionales clásicas del medio social y cultural en el que nació y fue creciendo (hablamos de nacimiento biológico, porque la película postula otros nacimientos y desarrollos subjetivos en el devenir de los protagonistas) y, al mismo tiempo, todo ese proceso de borramiento de la identidad homosexual como un problema espinoso en las sociedades liberales, que Néstor Perlongher ubicaba a partir del triunfo de la liberación sexual en el primer mundo, en la que la homosexualidad o las homosexualidades (el modelo burgués igualitarista sajón -si vos me cogés yo te cojo- a las todavía vivas colisiones espermáticas y populares entre el chongo y la marica en las periferias)2 abandonan la exquisita diferencia en beneficio de un igualitarismo acrítico como en el que le gusta sentirse a un pensador como Juan José Sebreli.3 Como se trata de una película nieta de la liberación gay, el rol en la cama de cada cual será una vez de pasivo y otra de activo. A fin de cuentas, la igualdad en el derecho civil deberá reflejarse en el derecho/obligación a dar y a recibir en el contrato del coito versátil. Y, acorde a la época, en la inestabilidad de las identidades o, directamente, en su imposibilidad o negación. Si hay migración, hay transformación y también nuevos modelos que cautivan. Contra la inmanencia de un modelo singular como el gay que creyó en la comunidad de destino, vemos el regreso del individuo que pareciera no tener origen en el que reconocerse, como le gusta al neoliberalismo, salvo en el momento en que la emergencia sanitaria del Sida, en los años noventa, lo devolvió al colectivo del que sin embargo nunca se consideró parte. Cuando Ocho se descompone por la angustia que le producía la posibilidad de haber contraído el Sida después de un encuentro homosexual en un parque de Barcelona con un gay musculoso (en los tiempos en que aún tenía novia) se implicaba, sin decírselo, y sin haber recibido aún un insulto como el que a las maricas como yo deja ya de niño una marca, en un grupo social vulnerado. En términos satreanos, pasa de la serialidad al grupo: su “yo no” toma nota de algo que, sin saberlo, lo emparienta a una identidad homosexual y a su militancia. A través de esa impresión de convertirse en un sujeto de riesgo moral y sanitario, se arriesgaba en un mismo giro a que los focos de la sociedad se volvieran contra él. Una amenaza -después de la fuga sodomita- se cernía sobre Ocho, pero a la vez lo relacionaba, sin que todavía lo descubriera, a la posible lucha de un grupo social por su supervivencia física, psíquica y jurídica.4

Hay aquí, entonces, una cuestión asociada al tiempo: los modelos (no) identitarios, cuando no la identidad misma. Tanto Ocho como Javier atraviesan los mojones del deseo y el amor; una vez lo evacuan sobre el objeto mujer, otra vez sobre el objeto varón. En un diálogo, ya en el tercer tiempo, el de la virtualidad, Ocho confiesa a su marido Javier haber soñado con una pareja cuyo rostro y sexo no pudo “identificar”, pero que no era él. Javier entonces le responde con gracia: “el campo de mis rivales se ha ampliado”. La homosexualidad les queda chica, como una camisa de otros tiempos. El Sida les resulta una antigualla, porque tienen dinero para comprar el PrEP,5 que hoy impide el éxito del virus en el cuerpo de la infidelidad programada, porque una pareja gay moderna ha aprendido a pactar en la institución matrimonio el desahogo de sus rutinas de alcoba, introduciendo si es necesario ahí a un tercero, para poder sostenerla como el derecho manda. Javier, en uno de los tres tiempos de la película, se niega a continuar el vínculo como amistad, porque traicionaría lo pactado con su marido alemán.

La figura mujer -cada uno de ellos ha abandonado a la suya- se reinserta a través de un sueño de Ocho en la historia, pero más como seña de distinción de una sexualidad que fluye, de acuerdo a los últimos usos, que como mera emergencia psicoanalizable. Lo cierto es que la identidad inestable no ha producido en Fin de siglo un sujeto singular, autónomo, sino un tipo de gay a la page, aficionado a las instituciones, las redes sociales y al baby boom (“si nosotros no tenemos hijos, los tendrán los malos y el mundo será inhabitable”, razona Ocho). Lejano, eso sí, a aquel otro disidente sexual que, a causa de su pertenencia a otros grupos sociales desbarrancados de la cresta neoliberal, padece con mucha mayor frecuencia los vaivenes de la violencia homofóbica. Sin embargo, cuando el homófobo agita la campana de su odio, en Buenos Aires, en el Brasil de Jair Bolsonaro o bajo la agresión en la España de Vox,6 el gay seriado dirá “no estoy dentro de una comunidad, busquen en los márgenes”, a pesar de lo cual recibirá de todas maneras el golpe. He sido testigo de cómo la violencia ejercida contra un gay mullido, seriado y formateado opera como una marca de bautismo, una toma de conciencia sobre la diferencia y el consecuente interés en el activismo comunitario.

El cuchillo de nuestra diferencia

“El homosexual no debe, por tanto, ser respetado como el Otro, la “otredad”, como pretende el relativismo cultural de las posmodernas, sino como el igual; no como el representante de una especie, como un “tipo” aparte, sino como un individuo”, escribe Sebreli en Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires,7 y de un plumazo nos baja al “plano más prosaico de la juricidad”. Los personajes de Fin de siglo responderán a esta concepción liberal que ha inspirado, por ejemplo, al colectivo Iguales de Chile, una agrupación lgbti que no ha sufrido indigestión en plantarse de saco y corbata en una cita del presidente de derecha, Sebastián Piñera, en la Casa de la Moneda, para recibir un proyecto de unión civil que ni siquiera prosperó bajo su mandato en el Parlamento. “Las igualadas”, las nombró el escritor y activista Pedro Lemebel. Representantes de la burguesía homosexual, el ideal de gay de Iguales es el que triunfó y se publicita, ajeno a cualquier coalición con otros sectores estigmatizados. En este sentido rescato el llamado a las alianzas con otras minorías precarizadas que viene lanzando la teórica Judith Butler.8 Acompaño de corazón sus prevenciones contra el uso engañoso que los poderes centrales hacen de nuestra diferencia, destituyéndola como producto exportable en las góndolas del mercado del sexo y, en su peor versión, como herramienta cultural en la batalla contra el Islam. Como si los cristianismos fundamentalistas, cuya prédica emanada de Estados Unidos a partir de la década del setenta en América Latina y África, postulara dicta más simpáticos que los del ayatollah sobre nuestros cuerpos e identidades.

Por otra parte, y en cuanto a mi apelación que puede sonar nostálgica e inmovilizadora, en realidad, solo busca salir al rescate de toda una historia valiente contra los órdenes represivos de la sociedad, y la ilusión de que un resto de revuelta sexual política permanezca a partir de nuestras singularidades. No se trata de vindicar un objeto perdido desde siempre, como “el chongo” (Perlongher solía decir que el chongo era un elemento de nuestro deseo más que una realidad) pero sí calibrar el valor narrativo de esa falta consustancial a todo deseo. El deseo homosexual en Fin de siglo no podría haber sido narrado de otra manera porque está inscrito en el orden neoliberal, del que ninguno podemos sustraernos, porque forma ya parte de nuestra subjetividad. El teórico y psicoanalista lacaniano Jorge Alemán pone al “enemigo” ya no afuera sino dentro nuestro. Concibe al neoliberalismo no como alienante, sino un alien. Solo el lenguaje (la historia, las narrativas) que nos precede puede abrir una esperanza de emancipación.9 Fin de siglo no convoca a aquellas narrativas y es lógico, porque su objetivo es muy otro: por alegorizar el devenir, pero bajo el refugio del airbnb, el prep y la gentrificación. La película no pretende hacer de una cifra nuestra cifra disidente, por lo que a pesar de ver ahí un trabajo de diseño impecable, quizá digno de premio, me queda un sabor a resta. Hubo un tiempo en que la diferencia lgtbi permeaba las manifestaciones artísticas para sumarle una incisión. Extraño el cuchillo de nuestra diferencia.10

1 Infobae, 23 de junio de 2019: Entrevista a Lucio Castro, director de Fin de siglo https://www.infobae.com/america/cultura/57d41b73-2489-45a6-b9c1-aa0db19551db_video.html

2 “La desaparición de la homosexualidad”, en Prosa plebeya -ensayos 1980-1992, Buenos Aires, Colinhue, 1997. Ver también Néstor Perlongher. Correspondencia, Buenos Aires, Mansalva, 2016, ed. Cecilia Palmeiro, p. 182.

3“Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires”, en Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades, Buenos Aires, Sudamericana, 1997.

4 Didier Eribon, Principios de un pensamiento crítico, Buenos Aires, Cuenco de plata, 2019.

5 PrEP, Profilaxis pre-exposición, nueva píldora preventiva que debe tomarse antes del acto sexual cuando no se convive con VIH.

6 VOX, partido español de reciente aparición, volcado a la extrema derecha

7 Sebreli, op. cit., p. 364.

8 Judith Butler Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Buenos Aires, Paidós, 2010; y Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, Buenos Aires, Paidós, 2017.

9 Jorge Alemán, Capitalismo. Crimen perfecto o Emancipación, Buenos Aires, NED ediciones 2019.

10 Alejandro Modarelli, “Mi bronca soledad maleva”, en La noche del mundo, Buenos Aires, Mansalva, 2016.

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