Jean-Louis Comolli (1941-2022). El devenir de una teoría

In memoriam

por Emilio Bernini

            El teórico francés-argelino Jean-Louis Comolli procede de la crítica cinéfila antes que de la teoría misma, y ese modo de la crítica está en el fundamento de su producción teórica. Su formación, pues, no es académica, sino precisamente la que ofrecía la experiencia de la cinéphilie hacia los años sesenta del siglo pasado, en el campo intelectual francés y, en particular, en el espacio de la revista Cahiers du cinéma (en que Comolli ofició como jefe de redacción entre 1966 y 1971). Esa cinefilia debe considerarse, por lo menos, en dos sentidos sucesivos, en términos cronológicos, y en dos sentidos casi opuestos: por un lado, la cinefilia establece una relación con la propia vida, en ella el cine es una experiencia de vida, sin mediaciones institucionales (sin las escuelas o las universidades que tendrán auge hacia fines de siglo xx) donde el cinéfilo forja los sentidos de su biografía (uno de cuyos modelos ejemplares es el de Serge Daney, de la misma generación de Comolli, como puede leerse en la entrevista publicada en su Perseverancia);[1] y por otro, la cinefilia como intervención cultural, como ejercicio crítico, conceptual, que lleva a la elaboración de la noción de auteur, al pensamiento sobre el cine como un campo autónomo, y a la fundamentación teórica de las propias posiciones autorales como cineastas (en los casos notorios de François Truffaut, Éric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard, de la primera generación de cahieristas).  

            Ahora bien, esa segunda concepción de la cinefilia que lleva a la invención teórica, conduce no obstante en la década siguiente, la de los años Mao de los Cahiers amarillos, a una negación de ella misma, de la que solo conserva su voluntad de intervención, ya no cultural, sino excluyentemente política. Esos mismos años Mao, políticamente radicalizados, son los de la primera producción teórica de Comolli, cuyos textos están agrupados bajo el nombre de Técnica e ideología (escritos y publicados en la revista en 1971-1972, y reeditados en forma de libro en 2009).[2] En los textos escritos hacia esos años, se configura su teoría sobre cine, algunos de cuyos aspectos van a permanecer en todos sus trabajos posteriores: una lucidez tal vez única, por su extensión hasta la contemporaneidad, y de una intensidad singular, para reconocer las formaciones espectaculares de la imagen; una teoría psicoanalítica del espectador; una lectura inmanente, materialista, del film; y la postulación de aquello que pueda afectar, incidir en el dominio ideológico del cine por medio del cine mismo.

            Con estos textos, y con los de sus contemporáneos, que formaron parte de la llamada polémica del dispositivo, o polémica sobre el aparato de base,[3] el cine ha dejado de ser el objeto de amor del cinéfilo, la forja de la experiencia de la propia vida. En esos años, el cine se vuelve un objeto bajo sospecha, porque no hace más que alienar la vida: ahora es radicalmente impugnable por su modo de producir y de perpetuar la ideología dominante. Las imágenes mismas se han vuelto un problema político, al punto de que los números que editaba Cahiers en esos años expulsan toda imagen de la superficie de la página. En ese proceso, en el lapso histórico político que va de los años cincuenta a los setenta, la cinefilia, el amor por el cine, ha dado lugar paradójicamente a una relación fóbica con el mismo objeto que había sido investido amorosamente. Comolli se forma en esa tradición cinéfila, pero en el momento mismo en que esta declina para dar lugar a la teoría política más enragée del cine, critica en gran medida de esa cinefilia que se entendía entonces como un “principio de represión”. Aun así, de esa cinefilia Comolli retiene sobre todo la noción de autor, que los Cahiers de las décadas anteriores a los setenta habían desplegado como fundamentación teórica del propio cine moderno. 

En el cuarto de Vanda (Pedro Costa)

 

2.

 

            En la segunda etapa de su trabajo teórico, desde los años ochenta del siglo pasado y la primera década de éste, con los escritos de Ver y poder (2004), con los que componen Cine contra espectáculo (2009) y con los de Cuerpo y cuadro (2012, cuyo segundo volumen presentamos aquí), puede notarse que la matriz configurada en los textos de los años Mao de Cahiers permanece en cierto modo intacta. No sólo porque en ese libro de 2009, Comolli vuelve a publicar en efecto los seis artículos agrupados bajo el título de “Técnica e ideología”, sino incluso porque en la Introducción a esa reedición comprueba que en el mundo contemporáneo el diagnóstico de Guy Debord, de fines de la década del ’60, de alianza entre el espectáculo y la mercancía, sigue siendo irrefutable en el nuevo milenio: la omnipresencia del mercado es ante todo  audiovisual. Pero ahora, con el neoliberalismo, la dominación del espectáculo ha generado un deseo que Debord no habría previsto, y que interesa singularmente a Comolli porque se trata del espectador, que es central en su teoría: el deseo de sometimiento por el espectáculo. “¿Puede ser que la alienación ininterrumpida se convierta en goce de sí misma, puede ser que los espectáculos, las imágenes y los sonidos nos ocupen ante todo con el objetivo de hacernos amar la alienación misma?”.[4]

            Aun cuando la teoría ideológica del cine permanezca intacta en los últimos textos del autor, en esta segunda etapa, es preciso reconocer no obstante una transformación notoria. Si en la teoría enragée de los años Mao el cine es radicalmente material, furiosamente (para tomar un adverbio usado por Comolli) antiidealista, ello se debía también y sobre todo a la discusión con la ontología de André Bazin. La teoría política del cine, de esos años y de esos críticos, busca deliberadamente desontologizar el cine, negar la tesis baziniana de que el cine permite una (re)presentación del mundo que no lo altera ni lo afecta, (re)produciendo así la ambigüedad de lo real, siempre en los casos en que se respete la integridad del acontecimiento (es decir, siempre que no se monte, no se corte, aquello que puede ser filmado en un solo plano, en un mismo espacio y en un mismo tiempo).  

            Desontologizar el cine era asumir que éste estaba implicado en el devenir político del mundo mucho más y de modo más comprometido de lo que estaba dispuesta a reconocer la primera generación de críticos de Cahiers. La polémica sobre el aparato de base de los años setenta asesta con ello un golpe contra cualquier idea de autonomía del cine –propia de la “ceguera” (escribe Comolli)– de la cinefilia, contra la reticencia a aceptar que el cine fuera parte de las batallas económicas e ideológicas contemporáneas.[5] En consecuencia, los textos de Comolli de los años ‘71 y ‘72 tenían el objetivo de reconocer en los filmes mismos (en el orden de los significantes) y en la tecnología (la cámara, el rodaje, la pantalla, pero también todo el trabajo invisible: los fotogramas, la química, el corte, etc.), la ideología. En esto, Comolli es más radical que sus colegas de la revista Cinéthique cuando discute con ellos y con la posición de Jean-Patrick Lebel, porque, aun enfrentados, todos dejaban intacto, impensado, suscribiendo así la ideología dominante de lo visible, todo el trabajo técnico del cine que no se ve.[6]

            Sin embargo, con los textos de fines del siglo pasado y comienzos del nuevo la teoría Comolli procede, a pesar de su posición radicalmente contraria al idealismo baziniano, a un nuevo investimiento ontológico del cine, que no implica sin embargo ninguna vuelta a la transparencia de la imagen respecto del mundo en el sentido del fundador de Cahiers.  Se trata de una ontología que ha dependido necesariamente del rechazo de la ontología en el sentido baziniano: es impensable sin ella, no solo por la necesidad de reformularla sino por el hecho mismo de comprender el cine, lo cinematográfico, incluso después de la teoría ideológica, en términos de ontología. Por decirlo así, es una ontología materialista: el cine no (re)produce el mundo en toda su ambigüedad, sino que ofrece de él una imagen velada, porque el cine se interpone incesantemente ante el mundo que a la vez devela. La notoria y provocadora noción que define esa cualidad de un cine que representa un mundo opaco pero visible en esa opacidad es la de cine-monstruo. Por eso mismo, su ontología tiene siempre presente el dispositivo tecnológico del cine mismo, además de la imagen que de él resulta. Bazin en cambio, tendía a omitir la mediación tecnológica del mundo en beneficio de la transparencia de lo visible.

            Lo monstruoso del cine responde a un principio de mezcla, de fusión elementos contrarios,  de modalidades que no deberían ir juntas. En lo monstruoso hay algo del orden de lo inclasificable, de  resistencia a la taxonomía. Se trata del combate de dos energías en el mismo ser: la energía del espectáculo y la “tensión de la escritura”,[7]  la coexistencia de los polos de lo ficcional y lo documental. Lo monstruoso es esa combinación única y nunca repetible, nunca estandarizable ni objeto de regimentación entre uno y otro polo de lo cinematográfico. En consecuencia, el ser del cine reside allí, en esa resistencia a la clasificación por el mercado, en esa mezcla monstruosa de elementos que lo vuelve inutilizable para los fines ideológicos dominantes. En tanto ser, esa cualidad fundamentalmente resistente está desde el origen: en sus inicios el cine es a la vez un proyecto científico y una convulsión mágica, feérica. Así Méliès y los hermanos Lumière representan esos dos aspectos desde el origen, en el que el realismo primitivo, documental, es a la vez un encantamiento, un sueño.

            No obstante, la historia de su despliegue, la historia del cine, parece alienar al cine mismo en una de sus energías, la del espectáculo. Así, la ontología del cine, el ser como monstruosidad, sería precisamente aquello que resiste su propio devenir alienante en el espectáculo. En esto, el cine monstruo también es, además de una definición de su ser, un deber ser del cine, un postulado de aquello que constituiría su integridad aun monstruosa, bastarda. De allí que la noción de cine-monstruo conserve la potencia ideológica de la teoría de la primera etapa, ya que lo monstruoso es resistente a la tendencia espectacular en la que el cine se ha alienado. De todos modos, en esa historia del cine hay manifestaciones intactas de ese ser monstruoso: el cine de los autores. En otra de las herencias intactas de la cinefilia, los autores son aquellos en cuyos filmes se manifiesta esa fuerza contraria a la regimentación, al servicio de la dominación ideológica: Vertov, Murnau, Flaherty, Kiarostami, Welles, Rossellini, Godard, Kramer… y también Pedro Costa.            

            Ahora, si el cine se ha alienado en una de sus  propias tendencias, ello también se debe a un deseo de espectáculo, que coexiste con el deseo de realismo, de “verdadero”, de documental. El goce de la alienación en el espectáculo, que Comolli señala como propio del neoliberalismo contemporáneo, encontraría su causa en ese deseo constitutivo de una de las tendencias del cine. En esto, la ontología del cine también contiene una teoría del espectador. Esa teoría debe ser considerada junto a aquella que Comolli había elaborado en la etapa radicalmente ideológica, precisamente por la transformación que presupone. En los textos de principios de los ’70, una teoría del espectador se volvía necesaria para refutar el idealismo de la transparencia cinematográfica de la teoría de su maestro, André Bazin. Comolli impugnaba esa ontología porque la ambigüedad de lo real postulada al tender a abolir la diferencia entre el film y la realidad confirmaba al espectador en una relación “natural” con el mundo, duplicando así las condiciones de su visión y de su ideología “espontáneas”.[8] Esto hacía necesaria en efecto una teoría que explicara el “lugar del espectador” en el proceso fílmico, para demostrar la “falla” de esa ontología idealista.[9]

            En esa primera etapa, el espectador de cine es el “sujeto de la ideología”, en el sentido en que lo había elaborado la semiología de Julia Kristeva,[10] y este sujeto se constituye fundamentalmente en torno a una operación psíquica en el vínculo que establece con el film: la denegación. La mirada del “espectador del espectáculo” es precisamente aquella aun cuando sabe, hace como si… no supiera que el film es una materia interpuesta ante el mundo, que produce ese mundo y lo manipula, para ver ese mundo como una transparencia. Esa denegación del espectador crea una suerte de alucinación verdadera, que es el modo en que en el cine se transmite, se produce y se perpetúa la ideología. Por eso, el realismo cinematográfico que defiende Bazin, solo es posible si se niega la realidad fílmica, esto es, la realidad de la materialidad de la película, por medio de esa operación de denegación que, en esto, es propiamente ideológica.

             En la teoría del espectador de la segunda etapa, éste deja de ser el sujeto de la ideología para volverse un sujeto del cine, del cine-monstruo, ya que actúa como causa que motiva las dos tendencias contrarias del cine, al punto de que 1895 sería menos la invención del cine que la del espectador como sujeto del cine. Es el espectador que se fascina tanto por la puesta realista como por la ficcional, que demanda a la vez el realismo y el irrealismo, lo verdadero como lo falso, lo verosímil y lo improbable. Y a diferencia del sujeto alienado del espectáculo, que podría situarse en  la historia política, este sujeto del cine-monstruo está por fuera de toda historicidad, porque se halla en el origen mismo del cine, y es el mismo espectador que lo renueva y lo sostiene: en cada espectador, en todo espectador, hay siempre un niño, un “monstruo infantil”[11] que sueña, que busca satisfacer el deseo de una y otra tendencia. 

 

El hombre de Aran (Robert Flaherty)

 

 3.

 

            Si el cine tiende a alienarse en su tendencia espectacular, resulta preciso detenerse en el estudio de su otra tendencia, la de la escritura. En efecto, Comolli despliega en los escritos de la última etapa una especial atención sobre aquel aspecto del cine que vendría a oponerse a esa desviación alienante, que no es solo el cine-monstruo mismo de los autores, sino incluso y sobre todo el documental. En los textos de Ver y poder y de Cuerpo y cuadro, el documental es objeto de una elaboración teórica singular ya que en esa modalidad actúa aún la resistencia del cine ante su contrario, ante una de las posibilidades de su devenir.  

            En la primera etapa aquello que se oponía al cine como aparato ideológico en bloque (en todas sus formas) era el cine de la “práctica significante”, en los términos nuevamente de Julia Kristeva, esto es, un cine que trabajara con el significante para modificar el estatuto del sentido, un trabajo que excediera las reglas del discursivo comunicativo, que inscribiera “otra escena de significancia”, y que rompiera así con la ilusión de los códigos de representación para hacer emerger otro objeto cine,[12] como los films que en ese momento realizaban por ejemplo Straub y Huillet. La concepción así formulada era más bien del orden de la vanguardia, y pues, de la guerra: ese cine de la práctica significante debía advenir, desde el exterior, para afectar, socavar el dominio ideológico del cine mismo. Se trataba más bien de fundar un nuevo cine. En cambio, en la segunda etapa esa posibilidad ya aparece inscripta en el ser del cine, en su propia constitución. Como si se dijera, lo que puede actuar contra el cine aparato ideológico ya está en el cine como resistencia contenida en él: lo monstruoso, que no procede ya del exterior vanguardista sino que es parte del cine mismo.

            En ese interior del cine se sitúa el documental. En la teoría de Comolli, el documental, en primer lugar, no debe considerarse en algún tipo de oposición respecto de la ficción (como lo piensa, muy por el contrario, la teoría anglosajona).[13] En la misma lógica de lo monstruoso, lo documental es uno de los lados del cine, uno de sus aspectos que, en los casos notorios de los autores, puede complementarse con la ficción, realizando así fenoménicamente el ser del cine. En esta etapa y en esta concepción, lo documental vendría a situarse del lado de la escritura, una noción que sin dudas se vincula con aquella de caméra-sytlo con que Alexandre Astruc, en la genealogía de la noción de auteur, ya oponía un cine de expresión, autoral, al cine comercial, espectacular, hacia fines de los años ’40.[14] Es preciso, pues, reconocer en la cámara que escribe de Astruc el antecedente de lo que Comolli llama escritura en su ontología, de modo que en ese aspecto del cine, opuesto y complementario de lo espectacular, hay también un remanente autoral.

En segundo lugar, en la línea de la postulación del cine de la práctica significante en los años ‘70, Comolli parece hallar a posteriori en el documental modalidades posibles de esa práctica significante. Lo documental aparece siempre allí donde el cine elude o altera el código dominante, allí donde la tecnología, la parte maquínica se hace visible, vuelve a la superficie: el momento en que el cine se vuelve, pues, la “singularidad de una escritura desconcertante”,[15] el momento en que el espectador duda. En cambio, claro está, lo ficcional adviene o predomina “cuando las máquinas se hacen olvidar”,[16] cuando creemos en el mundo que se despliega en las imágenes, cuando no dudamos (en esto, creencia y duda son constitutivas toda relación del espectador con el cine mismo).

Entonces, aun cuando lo documental es uno de los lados del cine, una propiedad de lo cinematográfico en sí, ese aspecto tiene en la teoría de la segunda etapa sus rasgos singulares. El documental es, o debe ser, un tipo de puesta en escena que tienda a acoger un acontecimiento que se constituye en el momento mismo de filmar (Comolli se refiere al polimorfismo del acontecimiento, a su “alma aleatoria”).[17] El documental produce un “real” que no está antes de filmar ni enteramente después del film.[18] Por lo tanto, es preciso que esa puesta en escena sea la de la no-puesta: cierto azar programado en la no intervención, en el intento de borrar la diferencia entre la escena (la presencia de la cámara) y la vida (el mundo filmado), para producir un “real” de esa puesta, no para simular una transparencia. En ese encuentro aleatorio con el otro, que se pone en escena en el momento mismo en que se filma, parece responder aún, paradójicamente, a cierto ideal baziniano: en el documental se hace posible una revelación (“de discurso, de postura, de efectos corporales”)[19] en el instante mismo del encuentro, y en la ambigüedad de ese encuentro que el documental filma. La paradoja reside en que en Bazin la revelación del ser del mundo, la presentación de la ambigüedad de lo real, solo podía tener lugar cuando menos intervención hubiera y allí se fundaba la transparencia cinematográfica, mientras que en Comolli, esa revelación del otro, del acontecimiento en su polimorfismo y en su devenir mismo, en su ambigüedad, depende siempre de una co-presencia tecnológica y humana, es decir, de la presencia conjunta de la cámara y del otro y su mundo. Pero no por ello deja concebirse en el orden de la revelación. Además, en Comolli, ese encuentro nunca está liberado del temor a ese otro, a su modo de responder, a su modo de implicarse en el film o de preservarse.[20] Ese encuentro singular, único, es lo que Comolli llama inscripción verdadera: el documental mismo es esa inscripción. No se trata de la verdad del mundo (ni objetiva, ni empírica, ni científica, como suelen entender el documental los teóricos anglosajones) sino de la verdad de la inscripción misma, la “presencia realmente filmada”, esto es, una imagen que deja aparecer los huecos, las lagunas, los lapsus, las torpezas del encuentro, en un film que no domina al otro sino que narra el proceso de su contacto, su incorporación, su inscripción.[21]

Pero ¿quién es ese otro en el documental? Para el teórico, ese otro es el hombre común o las personas comunes que no obstante, ante la cámara y en un film,  no dejan de ser “personajes en proceso”, en tanto aspecto ficcional de todo documental. Como personajes que devienen, las personas comunes no dependen del régimen de creencia de la ficción, porque ellos mismos son, a diferencia de los actores, “garantía de existencia y de realidad”. Pero aun con esa garantía de existencia el espectador siempre es puesto en cuestión por el documental: este aspecto del cine, por su carácter de escritura,  viene a alterar así la realidad “bien fundada” del espectador, demanda de él un trabajo costoso para atravesar la resistencia de la mirada. La escritura en cine es, pues, esa alteración de un lugar de espera y esa demanda de travesía. El documental instala, entonces, debe instalar, un régimen de duda;[22] hace, o debe hacer, incluso de esa mirada problemática y resistente del espectador, su propio objeto. El documental busca “mezclar” al espectador en el proceso del propio film, de modo que adquiera un estatuto de interlocutor (cuando por el contrario el espectáculo demanda un sujeto preservado de implicancia).[23]

          

El hombre de la cámara (Dziga Vertov)

 

La singularidad de los textos que componen cada libro de la última etapa puede notarse en ciertas inflexiones del pensamiento sobre el modo en que la hegemonía neoliberal domina por medio del audiovisual. Esas inflexiones no afectan los presupuestos de la teoría, sino que plantean ciertas tareas, en el modo de hacer cine, en la crítica, en el espectador, ante la realidad política y ante la historia. En Cine contra espectáculo, como vimos, el dominio audiovisual se entiende como la forma más bien siniestra de un deseo de servidumbre, de un goce en la dominación misma del espectáculo, y ante ello se postula inventar formas contraespectaculares en el cine mismo. En Ver y poder se diagnostica el problema notorio de una imposible memoria del audiovisual: ante la violencia de la acumulación y proliferación de imágenes ya no hay conciencia singular que pueda “leer” ese flujo, abarcarlo, detenerlo. Sólo el cine (su aspecto escritural o monstruoso) vuelve a constituir la única resistencia política a esa violencia, al menos por dos de sus cualidades. La primera, el cine resiste porque es el arte de la duración, del relato (a diferencia de la televisión e internet, que sólo informan y no duran), porque sólo en el tiempo de la duración es posible establecer un vínculo con el espectador, una relación que se vuelve el fundamento indispensable de alguna transformación. Con la duración el cine mantiene la promesa de un cambio, un movimiento que altere la mirada, un desplazamiento de lo dado. La segunda, el cine es una política de resistencia porque es el arte de la puesta en escena: con ella no solo tiene lugar el encuentro con el otro, la alteración del lugar del espectador, el acceso al polimorfismo del acontecimiento, sino incluso la evidenciación de las puestas en escena de los poderes dominantes, del audiovisual mismo, su desconstrucción y su análisis (como, habría que decir, en los videos de Harun Farocki).[24]

            En el segundo volumen de Cuerpo y cuadro, hay otra diagnosis del estado político contemporáneo en su relación con el cine y el audiovisual dominante: el problema del estatuto del archivo, que es central para ese rasgo del cine que es el documental. Sin dudas, para Comolli el archivo no es garantía de ninguna verdad del objeto del documental, ya que, como vimos, la única verdad de que se trata en el film es la de la inscripción del encuentro. En este mismo sentido, todo registro del mundo por medio de la tecnología del cine es siempre una alteración: cada situación observada se transforma necesariamente en la situación filmada, de modo que cada archivo habrá dependido de los modos en que las imágenes que lo constituyen se han conformado. Ahora, si esto es propio del modo de proceder del cine, con la sociedad del espectáculo en el sentido debordiano, y en el sentido de la hegemonía audiovisual neoliberal, el problema del archivo se vuelve crítico: con el dominio del espectáculo todo acontecimiento queda sujeto a su lógica, a la imposición de su ley para narrarlo. En consecuencia, el archivo ya no es más que un resto, un “residuo”, un “despojo”, escribe Comolli, del espectáculo mismo. La situación así planteada es aporética: ya no parecería posible distinguir el acontecimiento de su representación espectacular, como si no hubiera imagen exterior al espectáculo, como si no hubiera imagen que no haya sido afectada por su ley.[25] Sin embargo, en un movimiento recurrente del pensamiento de Comolli, una vez planteada la aporía se postula alguna posibilidad para su desarticulación. En este volumen de Cuerpo y cuadro, esa posibilidad tiene que ver, no ya únicamente con la idea del cine como resistencia, como en los libros previos, sino más insistentemente con la noción de mirada, con la tarea de la crítica, y con la reeducación del espectador y del crítico. Las tres cuestiones relacionan algunos ensayos de este libro.   

            En efecto, aun cuando el archivo contemporáneo sea parte del audiovisual espectacular, aun cuando todo archivo tergiverse para siempre aquello de lo que da cuenta, es preciso llevar a cabo cierta operación de restitución de su “carga libidinal”, esto es, indagar el modo en que el archivo está compuesto de capas de miradas y de escuchas, de deseo, y con ello reconocer sus condiciones (“técnicas, ideológicas, estilísticas”) de configuración.[26] Es el trabajo de algunos cineastas que vuelven a poner en escena las imágenes (en el sentido del found footage): Ginette Lavigne, Emil Weiss, Pierre Beuchot, nuevamente Harun Farocki.

            Pero también esa restitución de la mirada deseante a la imagen más neutra o más espectacular es parte de lo que en Cuerpo y cuadro se denomina necesidad de la crítica.[27] Ante la constatación de que, en el mundo de la crisis global del capitalismo (en 2008, y en la Francia de Sarkozy), la palabra política ha perdido su poder de afectación, de incidencia, ante la comprobación de que el cine no parece ya poseer la misma potencia de transformación (es apenas, escribe, una música suave ya no audible por las mayorías),[28] la postulación ahora es la de la crítica del cine como crítica política. Esa politicidad de la crítica de cine reside en la relación que ella debe trazar entre la singularidad de la obra y el mundo en el que ésta se inscribe; reside también en la interrogación respecto de ese mundo en que se sitúa la obra, pero siempre desde un punto de vista que no se someta a las relaciones de mercado. A su vez, y fundamentalmente, el trabajo crítico tiene que definir el lugar del espectador tal como lo constituye la obra misma, puesto que esa definición es un modo de reeducar su mirada. Sin dudas, cada uno de los puntos de la crítica de cine como crítica política pueden encontrarse una y otra vez, reformulados en torno a distintos corpus o incluso a los mismos, en los ensayos de los libros de Comolli. La diferencia, en Cuerpo y cuadro, es la explicitación de la necesidad de ese programa crítico.  

            El mismo programa concibe incluso al propio crítico como espectador que debe desafiarse en su saber y en su modo de ver: la amenaza de situarse en el “caparazón protector” de los saberes constituidos está en no reconocer que allí mismo, en su propia escritura, puede estar presente, insidiosamente, la lógica de la mercancía: el mercado, dice Comolli, también es una forma de pensar. De allí la escritura ensayística, de prosa paradójica, quiasmática, aforística de los textos de Comolli: en esa retórica del ensayo hay una resistencia persistente a la captura por las relaciones mercantiles. De todos modos, el crítico debe explorar en sí mismo “el laberinto” que supone siempre la relación con un film, ya que en cada film actúa el espectáculo que hace del referente un reflejo indiscernible. Por esto mismo, el crítico debe volver a ver los filmes que ya ha visto, como si viera por primera vez, ya que nunca vemos todo ni vemos cada vez lo mismo.

            Dos tesis sostienen el postulado de volver a ver, de la crítica como relectura y re-visión: la primera plantea que nunca vemos dos veces el mismo film, sino cada vez en cierto modo por vez primera, porque las películas son como palimpsestos con sentidos múltiples, superpuestos, cruzados que no se dejan ver de una vez, de modo que cada visión es siempre parcial, irreductiblemente limitada. En cada visión hay siempre una zona de ceguera, y en cada audición un espectro de sordera. De allí la segunda tesis, que esta vez depende de la materialidad de la proyección cinematográfica y de la percepción humana: lo que vemos responde a la lógica fotogramática de borrado y reinscripción; la imagen apenas vista es borrada por la siguiente, así como cada fotograma es negado necesariamente por el siguiente, para constituir la imagen que se desvanece cuando pasa.  

            Si bien esta última tesis ya había sido formulada en escritos previos, en Cuerpo y cuadro fundamenta la tarea de la crítica, y la escritura de algunos ensayos que vuelven sobre filmes que ya habían sido objeto de estudio (en Ver y poder) como El cuarto de Vanda, de Pedro Costa, y Close up, de Abbas Kiarostami. Pero esta vez no para afirmar únicamente su cualidad mutante o su resistencia monstruosa sino para describir las articulaciones entre “los significantes fílmicos y las operaciones de sentido”, esto es, para observar el modo mismo en que textualmente opera la mutación misma (o lo monstruoso).[29] El notable estudio, casi plano a plano, de Close up demuestra cómo en el film mismo opera la reeducación de la mirada: vuelve manifiesta, en las articulaciones de su propia puesta en escena, la parcialidad, la restricción, la zona de ceguera de la mirada.  Con ello, la monstruosidad del cine no es sólo una resistencia, como en los textos previos; también es una pedagogía crítica, relevada por un crítico y un teórico que no cesa de volver a ver, de revisar, de reescribir puesto que “el ser del cine siempre excede lo visible”.[30]

 

 [Este texto se publicó como incialmente como Prefacio a Cuerpo y Cuadro. Cine, ética y política. Vol. 2: Frustración y liberación y la necesidad de la crítica, Buenos Aires, Prometeo, 2017. Traducción de Juan Manuel Spinelli].

[1] Serge Daney, Perserverancia, Buenos Aires, El Amante, 1998.

[2] Traducidos al español en Jean-Louis Comolli, Cine contra espectáculo, seguido de Técnica e ideología (1971-1972), Buenos Aires, Manantial, 2010.

[3] Sobre esa discusión, véase Jean-Louis Comolli et al, Mayo francés. La cámara opaca. El debate cine e ideología, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016, ed. de Emiliano Jelicié.

[4] “Esta dominación del espectáculo, me temo, ha ido mucho más allá de lo que podía presentir o anunciar Debord”, v. J.-L. Comolli, “Cine contra espectáculo”, en Cine contra espectáculo, op. cit., p. 11.

[5] Ibid.,  p. 25.

[6] J.-L. C., “Cámara perspectiva y profundidad de campo”, en ibid., pp. 140-141 y pp. 148-149.

[7] J.-L. C., “Elogio del cine monstruo”, en Ver y poder. La inocencia perdida: cine, televisión, documental, Buenos Aires, Aurelia Rivera 2007, p. 212.

[8] J.-L. C., “Profundidad de campo: la doble escena”, en Cine contra espectáculo, op. cit., p. 177.

[9]  Ibid., p. 188.

[10] Ibid, p. 188, n. 31.

[11] J.-L. C., “Elogio del cine-monstruo”, op. cit., p. 215.

[12] J.-L. C., “Profundidad de campo: la doble escena”, op. cit., p. 199, n. 40, y pp. 202-203.

[13] La teoría anglosajona del documental, de John Grierson a Paul Rotha, de Bill Nichols y Michael Chanan a Michael Renov y Stella Bruzzi, ha concebido esa modalidad discursiva ya en oposición a la ficción, ya como una especificidad ética (Nichols), ya como una poética (Renov), o ya como un tipo singular de negociación (Bruzzi), diferente de la ficción.

[14] Alexandre Astruc, “Naissance d’une nouvelle avant-garde: la caméra-stylo”, L’Écran Francais, nº 144, 30 de marzo de 1948.

[15]  J.-L.C., “Cine contra espectáculo”, op. cit., pp. 42-43.

[16] Ibid.

[17]  J.-L. C., “Aquello que filmamos. Notas sobre la puesta en escena documental”, Ver y poder, op. cit., p. 64.

[18]  J.-L. C., “¿Qué argumentos para lo real”, ibid., p. 181.

[19] Ibid., p. 69.

[20] J.-L. C., “¿Cómo sacárselo de encima?”, Ver y poder, op. cit., p. 140.

[21]  J.-L. C., “Los hombres comunes, la ficción documental”, Ver y poder, op. cit., p. 80;  “Nosotros dos. La forma de la entrevista”, ibid., p. 117; y aquí, “El cuarto de Moebius”.

[22] En esta línea, François Niney desplegó uno de los rasgos de su teoría del documental, cf., F. Niney, Le documentaire et ses faux semblants, París, Klincksieck, 2009, pp. 62-65.

[23] J.-L. C., “¿Algo que decir? ¿A quién?”, Ver y poder, op. cit., pp. 99-101, y “¿Cómo sacárselo de encima?”, ibid., p. 138.

[24] Ibid, p. 135.

[25] Aquí, “Malas relaciones: documento y espectáculo”.

[26] En el mismo ensayo, “Malas relaciones: documento y espectáculo”, Comolli procede en efecto a esa indagación y esa restitución por medio de la lectura de algunos espisodios de la historia del cine.

[27] “Notas desordenadas sobre la necesidad de la crítica”.

[28] “2007”.

[29]  “Una lectura de Close-up, de Abbas Kiarostami”.

[30]  “Montaje como metamorfosis”, Ver y poder, op. cit., p. 165.

 

No Comments

Post A Comment