Funciones del archivo: la materia, el fósil y la metafí­sica del found footage (Peter Tscherkassky, Martin Arnold)

por Gustavo Galuppo

Rose Hobbart, realizada en 1936 por el artista norteamericano Joseph Cornell, arrastra consigo algo del mito fundante de una práctica cinematográfica insubordinada y re­dentora. Antes de la caída del modelo clásico de Hollywood, la ejecución de un juego de desmontaje lo pone en perspectiva develando los pliegues de su fascinación, y re­velando entre los intersticios de sus suturas la manifestación de una magia que escapa a las intrigas para recaer sobre el sinsentido de la acumulación fetichista de la imagen de la Star. La película de Cornell, de 19 minutos, se compone exclusivamente de imá­genes de la actriz cuyo nombre le da título, todas extraídas de East of Borneo (George Melford, 1931). El resultado es una acumulación desarticulada de acciones fraguada en la ausencia de justificación narrativa. La medida común de la intriga que articula las imágenes de la narración clásica es eliminada para componer una serie discontinua y fragmentaria cuya nueva medida común es la pura presencia de una actriz, más allá del relato y más allá del personaje, ubicándose por ende en una más acá de los códigos representativos y de la materia-cine como vehículo de las fábulas normalizadas. Rose Hobart, convertida en arquetipo, se inscribe en un retrato caprichoso y lúdico que, quizás incluso sin proponérselo, deja a la intemperie los hilos y los pormenores de la construcción del estereotipo cinematográfico: las acciones de la star se revelan como gestos performativos que construyen y definen una idea de lo femenino normativo desde el cine antes que referirse a una concepción previa de la misma. Por esa misma senda, en 1989, Matthias Müller realiza Home Stories, un remontaje de imágenes que exhiben a actrices reconocibles realizando acciones y gestos idénticos en películas diversas. El resultado es una línea narrativa que juega con la continuidad de acciones desde una discontinuidad ostensible. Lo que allí emerge, entre los intervalos de una propagación siempre irresuelta en el tartamudeo de lo diverso, es la claridad de una operatoria deconstructiva que ilumina los estereotipos ya construidos por un cine an­terior a la pérdida de la inocencia de las imágenes. Si el pecado original de la imagen cinematográfica es el impulso que inscribe en sus manifestaciones la lógica de una estratificación jerárquica entre sujeto y objeto, este mecanismo de develación lo desar­ticula para exhibir y denunciar tanto sus engranajes como sus posibles efectos sobre lo real. La historia del cine, pensada como la historia del hombre filmando a la mujer, se revela como la construcción incesante de un modelo femenino que deber responder al imperativo de representar lo ideal y lo profano; lo ideal como trazo de cosificación y lo profano como rasgo necesario para sustentar la superioridad moral e intelectual del sujeto que filma. En una línea similar, Diva Dolorosa, realizada en 1999 por el holandés Peter Delpeut, cristaliza una trama enorme y divergente de películas italianas silentes en las que las divas se constituyen sobre el modelo normativo de la mujer que aúna la belleza y la inclinación sufriente por el sino trágico.

En Alone, Martin Arnold reconstruye material perteneciente a la saga de películas de Andy Hardy, un personaje interpretado por Mickey Rooney en unas 15 películas pro­ducidas por la Metro Goldwin Meyer desde mediados de los años ‘30 hasta mediados del ‘40. Mediante un procedimiento minucioso de micro-deconstrucción, Arnold ree­labora acciones usuales convirtiendo al dispositivo cinematográfico en un microscopio que ilumina con insistencia el pasaje imperceptible de gestos fugaces hasta transfor­marlos en una expresión inédita de deseos soterrados. El recurso fundamental es la generación de loops a partir de gestos ínfimos que, repetidos hasta el hartazgo, devienen un vehículo de una forma iterativa en la que se inscribe una postergación indefinida del deseo. La inocencia de la relación romántica entre los personajes interpretados por Mickey Rooney y Judy Garland, desde la violencia de semejante operatoria de disec­ción microscópica, muta hacia el despliegue de un juego salvaje y absurdo en el que la circulación del deseo sexual, permanentemente atascada y diferida en la repetición represiva, incorpora a la madre de Andy Hardy en un trío amenazado por el deseo edípico. Tras la caída de la inocencia de los viejos relatos cinematográficos, lo que queda a la vista, corrido el velo de las fascinaciones, es el mecanismo desnudo de las opera­ciones materiales y enunciativas sobre las que se sostenía todo el edificio de las argucias del clasicismo. Más allá de la inocencia, o después de ella, se propone el traspaso de un confín que produce un recentramiento de la imagen sobre sí misma, sobre su materia o sobre las condiciones que hicieron posible su manifestación enunciativa.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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