Era una vez Ceilândia: ucronía y chatarra para la capital que no fue

por Edgardo Dieleke y Alvaro Fernández Bravo*

 

Para ingresar a la ciudad capital, cada habitante de la periferia debe tener un permiso especial expedido por el gobierno. El país vive una guerra, con enemigos del presente y guerreros enviados del futuro. En los barrios populares y periferias de la ciudad capital se está formando un ejército irregular de resistencia intergaláctica, células guerrilleras urbanas compuestas por mujeres mestizas y hombres de cuerpos mutilados en clave de complot, al sonido del rap.

Este escenario, un estado de excepción militarizado que condena al futuro de la humanidad y que se adelantó a las imágenes apocalípticas de la pandemia y sus efectos, tiene en el cine de Adirley Queirós una solución propia de las artes populares y del cine de clase B, en torsión con la vanguardia. No solamente los héroes de estas películas son personajes comunes y actores no profesionales, marginalizados, sino que además tienen poderes especiales: la solución a los males del Brasil, focalizados en la ciudad capital y centro del poder político, se resuelven con una vanguardia guerrillera en la alianza de un viajero del tiempo y un grupo de conspiradores de la periferia. Adirley Queirós, en Era uma vez Brasília (2017) y antes en Branco Sai, Preto Fica (2014), realiza una apuesta por la ciencia ficción en clave popular y periférica, operando una lectura de la historia y la narrativa que radicaliza la ucronía[1]. Así, su cine postula un tiempo y un espacio alternativo, una política que funda una temporalidad en la que es posible alterar el presente y la historia de Brasil a través de un complot popular y justiciero[2].

En este sentido, nos interesa explorar en detalle dos aspectos centrales del cine de Adirley Queirós: la politización de la memoria a partir de una temporalidad propia de la ciencia ficción, y las geografías urbanas que su filmografía construye en torno a Ceilândia, una versión chatarra de Brasilia y capital alternativa al proyecto modernista de la ciudad del futuro. Brasilia y Ceilândia operan como las dos caras de una moneda, una conocida y retratada en una frondosa iconografía visual, la otra casi desconocida, aunque indispensable para que la capital modernista haya florecido y continúe existiendo.

 

Cine brasileño contemporáneo, heterocronías y tentación melancólica

Como hemos planteado en un artículo sobre el último film de Lucrecia Martel, Zama (Lucrecia Martel, 2017)[3],  en algunos films contemporáneos puede detectarse un eje común que gira en torno a la “heterocronía”, en el sentido de alterar el pasado y proponer temporalidades alternativas en Latinoamérica, no ya como recurso de cine “de época”, que es poner en escena el pasado histórico, sino más bien como invención de ese pasado desde el presente. En algunos casos, se trata de versiones deliberadamente imprecisas y radicales del pasado. Esta tendencia puede verse también en films que responden a otras estéticas, en la Argentina, Chile,[4] y de modo más claro en Brasil, particularmente en la filmografía de Kleber Mendonça Filho (Bacurau, 2018; Aquarius, 2016; O som ao redor, 2012); en Eryk Rocha (Cinema Novo, 2016); en No intenso agora de João Moreira Salles (2017) y en Avanti Popolo (2012) de Michael Wahrmann, entre otras películas.[5]

Esta pulsión por temporalidades otras, que en muchos casos fuerzan y proponen una reconfiguración espacial, es también una de las líneas de las artes contemporáneas, visible en las obras de celebrados artistas visuales latinoamericanos, como Adriana Varejão o Adrián Villar Rojas[6], así como una marca de lo contemporáneo global, como se observa en las obras del Atlas Group, Rikrit Tiravanija o Emily Jacir, entre muchos otros. Los saltos temporales se dan a menudo combinados por el uso de materiales de archivo en una tendencia documental de las artes contemporáneas y de las mismas instituciones[7]. En el cine de Adirley Queirós, esto comienza a tensar, desde los archivos audiovisuales y musicales utilizados en A cidade é uma só, hasta la ciencia ficción y la estética chatarra de Era uma vez Brasília, enrareciendo y oxidando cada vez más la belleza de la estética modernista de la ciudad capital.

Adirley Queirós, dentro de esta contextualización artística más amplia, emerge en el panorama del cine brasileño como un cineasta excéntrico, radicalmente novedoso, y muy diferente a sus contemporáneos en su gesto político, tanto desde la revisión que propone de la historia brasileña, así como en el uso de actores y actrices no profesionales, como encarnaciones de una narrativa distópica. En su primera película A cidade é uma só (2011), ya se vislumbra una estética diversa en el panorama del cine brasileño de sus contemporáneos. Pero es en Branco Sai, Preto fica que se radicaliza la apuesta estética de Adirley Queirós, en el cruce entre ficción y etnografía, enrarecida por la ciencia ficción, un género poco visitado en Latinoamérica y en Brasil[8]. En más de un sentido, la irrupción de Adirley Queirós rompe con algunos paradigmas estéticos del cine brasileño contemporáneo, y trae al centro de la escena una nueva espacialidad, un cine de periferias sin condescendencia ni conmiseración, una poética marginal auténtica y futurista. Entre otros recursos, esto se exhibe de modo más sutil, en el planteo de un nuevo tono.

 

Branco sai, preto fica (A. Queirós, 2014)

 

Un primer punto a destacar en relación con la novedad de las propuestas de Queirós se da en torno al mapa político y afectivo del cine de sus pares, particularmente de los cineastas hombres, blancos, urbanos y de una posición social acomodada. Estos cineastas parecen imponer un tono cargado de melancolía para revisitar el pasado (como parte de la pulsión heterocrónica), por momentos con una mirada de denuncia y cambio político, por momentos con una declarada mirada derrotista. Es sabido que el proceso de impeachment y golpe cívico a Dilma Rousseff prácticamente organiza el guión de Era uma vez Brasília. Sin embargo, la crisis política brasileña, que se anticipa unos años antes con las protestas callejeras por el aumento del transporte, recorre las ambivalencias políticas tanto del país, como las de los directores, en las películas de Kleber Mendonça Filho, Michael Wahrmann y João Moreira Salles. En estas películas hay un recorrido común trazado por la mirada melancólica, una marca estética patriarcal y el síntoma agónico de un mundo en crisis (el régimen patriarcal), que sus directores atestiguan inconscientemente como tal, no porque esté por terminar (algo que aún solo se vislumbra), sino porque trae como rebote una respuesta autoritaria, como se pudo ver con los gobiernos de Temer y del militarista Bolsonaro.

Estas trazas memorialistas como síntoma de un presente desencantado y que fijan el imaginario en un pasado mejor y aparentemente más politizado, podrían enmarcarse en lo que Enzo Traverso ha trabajado en su extenso volumen Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria (2018). Traverso rastrea la tradición crítica de la izquierda, después de la caída del muro de Berlín y el eclipse general de las utopías, y traza una genealogía de posiciones críticas y artísticas para leer la historia y la memoria después del fin del comunismo. Una de sus comprobaciones, sin dudas, es la pulsión melancólica, una mirada que recupera el pasado para intervenir y negar el presente político como mundo sin alternativas, pero a la vez, como la prueba de que ese mundo, desde esa mirada melancólica, es prueba de un agotamiento de las utopías, así como una especie de museo de sus ruinas[9].

Ahora bien, ¿en qué consisten las modalidades y tonos melancólicos de estas películas brasileñas, que hacen que pensemos en Era uma vez Brasília y Branco Sai, Preto fica como llegadas de otro planeta? Veamos los films O som ao redor y Aquarius. Ambos están bañados por una pátina melancólica y a la vez, por una crítica desde la cultura de izquierda. En los dos casos se localiza una zona urbana residencial de Recife, donde abundan grandes torres construidas por la clase alta brasileña, síntoma para el director de la decadencia urbanística, así como de la crisis social y de lazos humanos producidas por el neoliberalismo[10]. Así, Aquarius se inicia con el contrapunto de imágenes en color y en movimiento con fotografías en blanco y negro de una Recife más residencial y hasta bella y pacífica. En el caso de O som ao redor, en la narrativa del film, el paisaje de la ciudad, ahora enmarcado por las grandes torres, se contrapone a puestas en escena de la vieja Recife de casas bajas y pequeñas vilas, antes de la especulación inmobiliaria y la segregación de la ciudad.  A la vez, estos choques entre presente y pasado regresan de un modo fantasmático y político: el film inicia con fotografías en blanco y negro, de fazendas y de sus trabajadores rurales, que a lo largo de la película serán los perseguidores y los justicieros de la clase rentista de la ciudad, que hoy vive de los alquileres de sus enormes edificios, cuyos antepasados fueron los grandes terratenientes y esclavistas del nordeste del Brasil.

En un movimiento análogo, aunque más radical, los protagonistas de Era uma vez Brasília son también descendientes de los trabajadores que construyeron la ciudad en condiciones precarias, muchos de los cuales pagaron con sus vidas el esfuerzo de levantar la metrópolis. Se trata de mujeres y hombres negros o de color que llevan incluso en sus cuerpos las marcas de su condición subalterna, a veces en cicatrices o en las propias manos gastadas y hasta en sus cuerpos literalmente desechados en pos de la edificación de Brasilia.[11] En todos los casos, los filmes recuperan y a la vez intervienen sobre una memoria que funciona como puente inter-temporal y zona de operaciones políticas: los actos de resistencia y resentimiento (los subalternos de hoy ejercen justicia poética hacia los antepasados explotados y el pasado, más remoto en los filmes de Kleber Mendonça, contemporáneos en los de Adirley Queirós). Así, en O som ao redor, un cuidador de autos de barrio raya el coche nuevo de la vecina burguesa, del mismo modo que en Era Uma vez Brasília los guerrilleros urbanos traman una intervención capaz de alterar la historia: asesinar a Juscelino Kubitschek, responsable de la creación de Brasilia. En O som ao redor, el dueño de las propiedades, una versión actual del terrateniente, también será asesinado por el guardia urbano como un acto de venganza y resentimiento, de manera que en ambos filmes se propone la idea del asesinato como un acto de justicia y reparación histórica. La diferencia estriba en que la composición espacial en Adirley Queirós se nutre y se puebla de las imágenes y voces de los habitantes periféricos, todos ellos no actores y no actrices. Es decir que la estética visual y hasta la propia existencia del film por los materiales humanos que registra, forman parte de esa “reparación”.

La nota melancólica en los films de Kleber Mendonça Filho se configura no solo desde el uso de fotografías en blanco y negro, sino también a partir de lo que constituye uno de los rasgos particulares de su cine: un diseño de sonido complejo y omnipresente, a lo que se suma una serie de canciones que redoblan ese carácter melancólico. Son las canciones de una generación que leyó esos temas como signos de resistencia a la dictadura, como “Expreso 2222” de Gilberto Gil, de 1972 o “Charles Anjo 45” de Jorge Ben Jor, interpretada por Caetano Veloso. La centralidad de la música como zona de resistencia al avance neoliberal es más explícito en Aquarius, cuya protagonista, interpretada por Sonia Braga, es una crítica musical jubilada, perteneciente a una generación politizada.[12] En cambio, Adirley Queirós recurre al rap y a los sonidos contemporáneos en Ceilândia para quebrar el paisaje sonoro melancólico. Se trata de sonidos vecinos rupturistas, canciones que aunque sirvan para disparar el recuerdo, como en Branco Sai, Preto Fica, son puestas en escena en tiempo presente, o incluso hacia el futuro, como analizaremos en detalle más abajo.

El uso de la música para Adirley Queirós sí tiene un tono parcialmente melancólico en el documental A cidade é uma só, en donde una de las protagonistas es cantante e interpreta un samba que refiere a los orígenes de Ceilândua y de Brasilia. En cambio, en una de las escenas claves de Branco Sai, Preto fica, los protagonistas graban una serie de canciones de rap y forró regional de Brasilia, y lo envían en una máquina del tiempo al futuro, como una especie de antídoto sonoro para que pueda modificarse el pasado desde el más allá. La música no ya como componente de resistencia estética, como en las escenas de Sonia Braga oyendo música clásica en su tocadiscos, para no oír a sus ruidosos vecinos, sino como parte de la revolución del futuro. Por otra parte, aunque la escena inicial de Branco Sai, Preto fica refiere al pasado a partir de una serie de fotografías de una disco de la periferia, ese recuerdo se repone para imponer un cambio. Sobre esas imágenes comienza la narración del rapero Marquim do Tropa, pero no ya como recuerdo, sino como una performance en tiempo presente, con una postulación que le da una continuidad a esos hechos referidos en el título: la violencia policial hacia la comunidad negra, que sigue en el presente y continúa en el futuro, donde gobierna una dictadura evangelista. Sobre ese futuro es sobre el que se impone la ucronía, es decir, es imperativo cambiar el pasado, para que esas fotos sobre la represión policial en Ceilândia ya no existan.

 

O som ao redor (Kleber Mendonça Filho, 2012)

En No intenso agora, João Moreira Salles traza una genealogía de las revueltas de Mayo del 68 francés, así como de la ocupación soviética en Praga, en cruce con el viaje de su madre a la China de Mao Tse-Tung[13]. Toda la pulsión del documental es manifiestamente melancólica. El objetivo, según el propio director, es la pregunta sobre qué sobreviene después de la intensa alegría, uniendo esa sensación en la nueva felicidad de mayo del 68, así como la de la propia madre del director, que habría sido más feliz que nunca en ese espacio remoto, poco familiar, en China. Quizás no haya tono más melancólico que la búsqueda por recuperar la felicidad de la madre. No intenso agora liga así indagación sentimental –vehiculizada maravillosamente por el archivo de imágenes, lo que la hace doblemente melancólica–, con reflexión intelectual. Sin embargo, ese balance por momentos se acerca demasiado a un análisis que resiste el cambio político en el presente. Al narrador del film, el director, las preocupaciones que le interesan sobre Mayo del 68, Praga y las imágenes de las escasas protestas durante la dictadura en Brasil, son analíticas, sutiles, precisas y, a la vez, distantes.[14] Se trata del análisis de alguien que no parece movilizado por esas luchas y por su impacto en el presente.[15]

En este sentido, los films de Kleber Mendonça Filho, João Moreira Salles, Michael Wahrmann (e incluso la más reciente Democracia em Vertigem, de Petra Costa) podrían enmarcarse en esta modalidad melancólica. Tal vez hasta podrían leerse como un repertorio de ruinas de las políticas radicales: las imágenes de Mayo del 68 en No intenso agora y las imágenes en super 8 en Avanti Popolo, o el propio paisaje sonoro de este último y los de Mendonça Filho. Esta pulsión melancólica de la izquierda y del progresismo, como una marca de una estética crítica y politizada, según el análisis de Traverso, ha sido lúcidamente discutido por Wendy Brown. Según su lectura, en “Resisting Left Melancholia”, debemos discutir el carácter supuestamente radical de la melancolía. Siguiendo a Brown, y a Adirley Queirós, quizás debamos criticar su aspecto paralizante y hasta patriarcal:

Lo que surge es una izquierda que opera sin una crítica sustantiva del status quo o una alternativa sustantiva al mismo. Pero quizás aún más preocupante, es una Izquierda que se ha apegado más a su imposibilidad que a su potencial fecundidad, una Izquierda que se siente más cómoda viviendo no en la esperanza sino en su propia marginalidad y fracaso, una Izquierda que está así atrapada en una estructura de apego melancólico a una cierta tensión de su propio pasado muerto, cuyo espíritu es mortífero, cuya estructura de deseo es atrasada y castigadora.[16]

¿Cómo contraponer y desafiar este marco melancólico y de ruinas? Adirley Queirós recurre a la ciencia ficción y a la etnografía de zonas periféricas, como Ceilândia, adonde nunca llegó el progreso, ni con al ascenso del PT, ni con la fundación de Brasilia, la ciudad del futuro. Este mapeo y revisión crítica de la capital, en Era uma vez Brasília, así como en Branco sai, Preto fica, impone un futuro diferente. Entre otras estrategias plantea la lectura de la sociedad y del poder a partir de lógica del complot. Y los protagonistas de ese complot son las poblaciones periféricas del pasado, del presente y del futuro: alianza guerrillera y de ciencia ficción para combatir al poder brasileño[17].

Como trabajaremos en algunas escenas, frente a una mirada memorialista y melancólica, Adirley Queirós, a través de la ucronía y de la formulación utópica desplazada a la ciencia ficción, impone una historia política de luchas y emancipaciones populares. Con esto, quizás sea más apropiado ligar los films de Adirley Queirós a las obras de cineastas más jóvenes e independientes, trabajando en línea con géneros como la ciencia ficción, la ficción especulativa y la performance, como los casos de Tavinho Teixeira, Thiago Mendonça y Guto Parente, entre otros. Como han señalado los críticos Juliano Gomes, Luiz Soares y Roger Koza, es posible pensar en una genealogía alternativa y en un cine profético en relación con la situación política de Brasil, en el que el propio Adirley Queirós adivina en Branco sai, preto fica[18] que el gobierno está a cargo de una “dictadura evangélica”, algo no muy diferente del presente de Jair “Mesías” Bolsonaro.

 

Genealogías de periferias, estética documental y complot sci-fi

La terra trema (1948) de Luchino Visconti, como bien rastrea Enzo Traverso, es una de las obras primeras del neorrealismo italiano, un movimiento cinematográfico que, impulsó una posición politizada de la estética para el cine, fundando una nueva corriente para el cine y para una interpretación del cine político modernista (desde Bazin a la recuperación de Deleuze). El detalle del origen y el desarrollo que rastrea Traverso en torno a La terra trema es revelador, porque en la torsión genérica que se da en ese film, entre lo ficcional y lo documental, no buscada inicialmente, se expresaría en la ambigüedad ante lo real del momento político en el que surge. Algunas de estas cuestiones, desde el cambio político en la posguerra, así como las decisiones estéticas del neorrealismo, pueden iluminar algunas decisiones estéticas del cine de Adirley Queirós.

Inicialmente, La terra trema era un proyecto de película financiada por el partido comunista italiano, en preparación para las elecciones de 1948. Iba a ser una trilogía para retratar las vidas de pescadores, mineros y campesinos. Finalmente, la película acaba siendo otra, no un documental, sino una ficción cruzada con lo documental, a partir una adaptación de la novela Los Malavoglia (1881), de Giovanni Verga, financiada con recursos propios de Visconti. La pulsión documental y etnográfica inicial, explícitamente política, es en el neorrealismo, como ha sido trabajado de sobra, una decisión estética que se vuelve política, entre otras interpretaciones, a partir de dos claves que nos interesan particularmente aquí: la exploración de espacios periféricos y locaciones reales, así como la dimensión humana al retratar actores y actrices no profesionales, verdaderos pueblos y sus rostros como protagonistas centrales de la historia. Es sobre esta dimensión estético-política sobre la que se puede encontrar una filiación, como lo han trabajado particularmente en su lectura del neorrealismo Deleuze, Didi-Huberman y Agamben, recuperando las indagaciones sobre pueblos, gestos y hasta sus hablas.[19]

Esa estética neorrealista tuvo su impronta en Brasil, sobre todo en el cine de Nelson Pereira dos Santos. De todas maneras, la estética marginal y periférica de Adirley Queirós se acerca aún más al modo más experimental de Ozualdo Candeias o Rogério Sganzerla y las estéticas de las periferias paulistas, incluyendo la producción literaria marginal de São Paulo estudiada por Lucia Tennina.[20] Sin embargo, como señala el propio Queirós, a esa pulsión etnográfica de la exploración de Ceilândia se le agrega el cruce de la ucronía y la ciencia ficción, posibilitando una novedosa temporalidad, una mezcla que tal vez no se veía desde el cine de Glauber Rocha.

 

A cidade é uma so? (A. Queirós, 2011)

 

Como ha trabajado Ismail Xavier en Alegorías del subdesarrollo, el cine de Glauber Rocha debe gran parte de su renovación estética en la postulación de una nueva teleología y una revisión de la historia y la cronología brasileña y americana (desde Deus e o Diabo a Terra em Transe), en parte desde la alegoría, el tiempo mesiánico y el futuro revolucionario, en una dialéctica en sintonía con las tradiciones marxistas de esa época, cruzada por los movimientos tercermundistas y nacionalistas. Por otro lado, a diferencia de muchas de las propuestas cinematográficas de aquellos años, grandilocuentes, ambiciosas y excesivamente viriles, enmarcadas en una estética del artista como genio creador, Adirley hace un cine de sobras, menos preciosista, más “pobre” y popular, conformado a partir del universo propio de Ceilândia, de su música rap, sus pobladores, sus cuerpos y sus residuos, un cine de su propio barrio. Es así en más de un sentido una estética chatarra o una estética trash.[21] A la vez, a través de la ucronía impone un modo efectivo y potente para evitar la conmiseración y la pena en los espectadores, uno de los efectos del cine documental y neo-realista. En el cine de Adirley Queirós los personajes son héroes y heroínas que a pesar del desastre político del Brasil, proyectan sus luchas al futuro y cancelan una performance melancólica. Para conseguir esto, como plantea el músico y personaje Marquim do Tropa, y el propio Queirós, había que despegarse de los “hechos”:

“Bueno, llegamos a Marquinho con la propuesta de hacer una película desde su perspectiva y sobre como había quedado en silla de ruedas. Esto sucedió durante una intervención policial que fue muy famosa en Ceilândia, en un baile de la ciudad. Marquinho me dice: ‘Todo bien, acepto, pero yo no quiero hablar más de mi accidente. ¿Ustedes no hacen cine? Si hacen cine yo quiero volar’. Marquinho nos propuso una fabulación: nosotros queríamos tener todos los aspectos para fabular con Marquinho. Si Marquinho quería ser un superhéroe, debemos ver como lo hacemos posible. ¿Por qué? Porque debemos pensar nuevamente eso. Si Marquinho ya perdió en la vida real ¿por qué el cine tiene que mostrar nuevamente lo que Marquinho perdió en la vida real?”[22]

Así, la pulsión etnográfica y documental en el cine de Adirley Queirós es más dominante en sus primeros dos largometrajes, A cidade é uma só y Branco sai preto fica. En sendos films hay materiales de archivo. A cidade é uma só tiene una gran cantidad de material audiovisual de las propagandas y planes para Brasília, desde los años cincuenta en adelante, contrapuestos con los habitantes actuales, muchos de ellos los mismos actores de sus dos películas siguientes. A cidade é uma só se estructura contraponiendo los discursos y planes comunicacionales del Estado con la realidad habitacional y de infraestructura básica de los habitantes actuales. En el film siguiente, Branco sai, preto fica, la dimensión documental, indicial, es ahora solo el punto de partida.[23] La apuesta por la ucronía y la ciencia ficción de clase B se expande a través del recurso de viajeros temporales vengadores, como Sartana y WA4, que viajan en coches recauchutados o containers intergalácticos, capaces de aterrizar en las canchas de fútbol de Ceilândia.

Podemos avanzar ahora explorando algunos aspectos de las indagaciones sobre las materias en la película, en particular en la proliferación de metales y chatarra (puentes, rejas, talleres, chapa, máquinas y soldadoras de hierro) como en la oscuridad que inunda la imagen en todos los momentos de la película, y que operan como recursos complementarios: la oscuridad permite ver las chispas de la soldadura, los detalles de la “nave” intergaláctica, el brillo de las brasas de los cigarrillos que fuman los pobladores de Ceilândia mientras conversan en espacios públicos también metálicos, como los puentes ferroviarios. El uso de la luz evoca ciertos filmes canónicos de la nouvelle vague como Alphaville (JL Godard, 1965), otra película futurista y local rodada enteramente con luz nocturna. El espacio nocturno permite asignar un nuevo sentido a la ciudad modernista, mostrando su contracara poco filmada, la de la Campaña de Erradicación de Invasiones de donde viene el nombre de la ciudad satélite de la capital brasileña, esa ciudad controlada y periférica, soporte proveedor de servicios de la capital, usualmente poco representada en la cinematografía. Ceilândia está hecha con restos, a diferencia de la capital a partir de la cual creció, casi como si fuera una prótesis (que abundan en los films de Queirós) producida con fragmentos reutilizados. El mundo de Ceilândia está habitado por cuerpos discapacitados, sillas de ruedas y prótesis metálicas que revelan el componente cyborg de toda formación moderna.[24]

Era uma vez en Brasília

 

Era uma vez Brasília se vale de elementos como subtes o automóviles que son refuncionalizados como naves espaciales o vehículos de transporte de prisioneros. El cambio de iluminación permite darles un tono acorde con el escenario de ciencia ficción, poblado además de guardias y de cautivos que se desplazan, en una economía de transporte no muy diferente de la que mantiene el ritmo de la ciudad en movimiento, aunque ahora dotada de una “nueva (ausencia de) luz”. Trenes, puentes ferroviarios o talleres de fundición completan un territorio de trabajo y producción. Carol Almeida ha observado la importancia de los autos, no solo en la tradición cinematográfica brasileña, sino también en el cine norteamericano donde el auto fue un vehículo de emancipación, fuga y movimiento para la población subalterna afroamericana. Era uma vez Brasília compone varias escenas en la nave espacial, donde se hacen “churrascos”, se fuma continuamente y se vive atravesando el paisaje nocturno del espacio intergaláctico. El auto que finalmente aterriza en una calle de Ceilândia luego del viaje espacial es el propio vehículo del director (su auto), que ya empleó en otros de sus filmes, y que en la película termina completamente destartalado por su violento aterrizaje espacial en una calle de Ceilândia.

El escenario atravesado por trenes que conectan Ceilândia con Brasilia indica un rasgo que ha sido observado en el diseño utópico de la ciudad de acuerdo con el Plano Piloto de Lúcio Costa: su función de centro y nodo capaz de unir el litoral y el sertão, históricamente los dos espacios antagónicos de la sociabilidad brasileña. Brasilia fue pensada como un dispositivo de sutura para la división política y regional brasileña, una dicotomía que cobraba espesor geográfico pero que en rigor incluía también las desigualdades de clase propias de cualquier ciudad brasileña.[25] Pero el film no celebra una supuesta armonía entre contrarios, sino que más bien recalca el desajuste, la desigualdad, el desacuerdo y el desnivel pronunciado entre esos dos ámbitos, aunque Brasilia quede virtualmente en el fuera de campo (del mismo modo que las representaciones cinematográficas de la capital no suelen mostrar a su “parte pobre”). Los personajes del film son siempre negros o mestizos y actúan con resentimiento hacia la autoridad, encarnada en los guardias o militares que en film trasladan detenidos, o en el poder que ejerce el control y busca “erradicar las invasiones” o al menos obstruir su movilidad amenazante. Intervenir el tiempo, la misión que tiene el viajero espacial WA4, puede ser un recurso para cambiar un presente sin demasiado arreglo, una utopía de igualdad y promesa de desarrollo modernista en las que pocos pueden seguir creyendo. Así, el resentimiento, como observan Ismail Xavier y Enzo Traverso, es una fuerza política visitada por los subalternos para resistir y atacar el statu quo a partir de constataciones palpables. Las imágenes de la ciudad que Queirós ha recuperado en su filmografía son elocuentes. Sin embargo, en Era uma vez Brasilia el personaje de Andreia, que estuvo en prisión por haber matado a un hombre que quiso abusar de ella, añade un componente de género al elemento de clase y raza. Su crimen es un acto de política de género y, como en muchas manifestaciones contemporáneas de la política feminista, evoca con un episodio particular una larga historia de violaciones, maltrato y abuso, con la tolerancia o la complicidad de la autoridad policial. Hay un germen de resentimiento personal y político que habla desde la periferia y conspira contra los privilegios del centro.

[…]

*Anticipo. Texto completo en Kilómetro 111, nº 16. «América Latina».

 

 

 

 

[1] En palabras del propio Queirós, «La memoria al mismo tiempo que da un sentido de identidad, puede ser opresora. Se trata de qué memorias y qué geografías,»  entrevista a Adirley Queirós en laFuga, 21.

[2] Queremos referir el muy buen artículo de Cláudia Mesquita que trabaja con la noción de distopía en el cine de Adirley: “The Future’s Reverse: Dystopia and Precarity in Adirley Queirós’s Cinema”,  en Burucúa, Constanza y Sitnisky, Carolina (eds). The Precarious in the Cinemas of the Americas. Londres: Palgrave Macmillan 2018, p. 61-79.

[3]  Dieleke, E., Fernández Bravo, Á. (2018). “Zama: heterocronía, voyeurismo y mundos posibles”, laFuga, 21.  En Zama no hay un intento por recuperar de modo realista el pasado colonial, sino más bien de alterar una visión eurocéntrica de la historia y hasta de los sentidos.

[4] Jauja (Lisandro Alonso, 2015) o El movimiento (Benjamín Naishtat, 2015), Cuatreros (Albertina Carri, 2016), los últimos filmes de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz (2010), Botón de Nácar (2015), El viento sabe que vuelvo a casa (2016) de José Luis Torres Leiva, como Archipiélago (1992) de Pablo Perelman, para citar algunos ejemplos.

[5] La referencia al pasado, en el cine latinoamericano, no es nueva. Por ejemplo, en el Nuevo Cine Argentino de mediados de los 90s y 2000, así como en la Retomada de la misma época en Brasil, hay una gran cantidad de films que remiten a los años 60s. Sin embargo, se trata en muchos casos, particularmente en Brasil, de películas de época, de recreación, y no de refundación o revisión temporal.

[6] La muestra de Adrián Villar Rojas en el MET, en 2017, tiene muchos ecos con estas estéticas de reconfiguración temporal. En The Theater of Dissapearance Villar Rojas reconfigura la historia mundial, a partir de la yuxtaposición de objetos y escena de más de mil años, con la línea de edificios de Manhattan de fondo (dado que la muestra se instaló al aire libre, en la terraza del Museo MET).

[7] Esta es una de las líneas trabajadas por Hal Foster en su último libro Bad New Days: Art, Criticism, Emergency (Londres, Nueva York: Verso, 2017), la noción y la pulsión del Archivo, junto a las temporalidades híbridas de los grandes museos contemporáneos que a la vez se han vuelto ellos mismos, espacios de la reposición de antiguas muestras y performances célebres en los años 1960s y 1970s, en un gesto afín a esta tendencia, y a la vez, de dudoso potencial crítico-estético: “En la última década, los museos de arte han vuelto a presentar muchas actuaciones y bailes, sobre todo de los años 60 y 70. . . No del todo vivos, ni del todo muertos, estas recreaciones han introducido un tiempo zombi en estas instituciones. A veces esta temporalidad híbrida, ni presente ni pasada, adquiere una tonalidad gris, no muy diferente a la de las viejas fotografías en las que las recreaciones se basan a menudo, y como estas fotos los eventos parecen tanto reales como irreales, documentales y ficticios” (p. 127).

[8] El cruce entre lo etnográfico y la ciencia ficción tiene antecedentes en filmes como las de Chris Marker (La Jetée, 1962) o, hasta cierto punto, Hugo Santiago (Invasión, 1969), sin dejar de lado obras como El eternauta de Héctor Oesterheld (1957). En todos los casos conviven escenarios con fuertes marcas locales (barrios, culturas pobladas de huellas “etnográficas”) y componentes futuristas, imaginarios, que funcionan simultáneamente para revelar “otra ciudad” y producir un distanciamiento útil para reconocer el territorio naturalizado de la ciudad cotidiana. Un artículo fundacional para pensar el arte contemporáneo en su dimensión etnográfica es el de Hal Foster, “The artist as ethnographer” (en George E. Marcus y Fred Myers, eds. The traffic in Culture: Refiguring Art and Anthropology. Berkeley: University of California Press, 1995, pp. 302-309).

[9] Según Koselleck, el presente da su significado al pasado. Al mismo tiempo, este último ofrece a los actores de la historia, una serie de experiencias sobre cuya base ellos pueden formular sus propias expectativas. En otras palabras, el pasado y el futuro interactúan, vinculados por un lazo simbiótico. En vez de ser dos continentes rigurosamente separados, están conectados por una relación creativa y dinámica. Sin embargo, en los comienzos del siglo XXI esta dialéctica del tiempo histórico parece agotada. Las utopías del siglo pasado han desaparecido y han dejado un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro. No hay a la vista ningún horizonte de expectativa. La utopía parece una categoría del pasado -el futuro imaginado por un tiempo superado- porque ya no pertenece al presente de nuestras sociedades. La historia misma se muestra como un paisaje de ruinas, un legado viviente de dolor. (Traverso, Enzo, Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018, p. 34). La posición heterocrónica de las utopías contemporáneas, como lo observan Fredric Jameson y Andreas Huyssen, invierten o alteran la proyección temporal de la utopía moderna y comienzan a identificar en el pasado zonas de atención o incluso promesas de redención que el futuro ha cesado de ofrecer.

[10] Este florecimiento de urbes segmentadas y parcializadas, con fronteras y aduanas custodiadas por guardias privados, se verifica en numerosos filmes de la producción brasileña contemporánea y enfoca un índice del proceso de segregación urbana. Es además un fenómeno reconocible en otros filmes latinoamericanos, tal como lo analiza Ignacio Sánchez Prado en Screening Neoliberalism. Transforming Mexican Cinema, 1988-2012. Nashville: Vanderbilt University Press, 2014.

[11] Una obra que visita la construcción de Brasilia desde la fotografía es la instalación realizada por la artista Rosângela Rennó para la muestra Immemorial que desarrolló una consulta crítica de la construcción de Brasilia en 1994. Véase “Políticas de la memoria en el arte contemporáneo de Rosângela Rennó” de Florencia Garramuño. Aquí la obra de Rennó.

[12] En una línea similar se puede pensar Avanti Popolo, de Michael Wahrmann, en la que el repertorio de canciones de la izquierda latinoamericana de los años 60s y 70s, es el soundtrack de la película, desde el repertorio de Daniel Viglietti (como “A desalambrar”), las canciones de Inti Illimani o hasta la canción “Bandiera Rossa”, que da título a la película. Por otro lado, la película enmarca perfectamente dentro de las estéticas que exploran las melancolías de izquierda, dado que los personajes principales son un padre cuyo hijo fue desaparecido por la dictadura militar brasileña, y su hijo sobreviviente, un profesor de izquierdas que sobrevive en un mundo que le resulta hostil y desencajado.

[13] Puede pensarse junto al film de Moreira Salles en El fondo del aire es rojo (Chris Marker, 1977), que emplea found-footage para reescribir un proceso histórico. Era uma vez Brasilia también emplea elementos de archivo como los discursos de Juscelino Kubitschek, Dilma Rousseff y Michel Temer para reescribir un proceso histórico.

[14] Esta operación puede leerse en relación con la referencia que trae Enzo Traverso, de Sigfrid Kracauer: “Según Sigfrid Kracauer, ‘la melancolía, como disposición interna, no sólo hace parecer atractivos los objetos elegíacos, sino que acarrea otra consecuencia, más importante: favorece el autodistanciamiento’, que es una premisa de la comprensión crítica”, E. Traverso, op. cit., p.  62.

[15] En esta línea puede leerse la reseña crítica de Javier Trímboli, que cuestiona el punto de vista del narrador de No intenso agora en “Belleza y elisión”, en la web de Kilómetro 111

[16] Brown, Wendy. “Resisting Left Melancholia”, en Without Guarantees. In Honor of Stuart Hall. Eds. Paul Gilroy, Lawrence Grossberg y Angela McRobbie. Londres: Verso, 2000, p. 11.

[17] Además de esto Adirley Queirós y sus amigos fundaron también un partido político, aliado al PT pero con demandas más radicales, y cuya campaña se sigue en A cidade é uma só. El final de la película es precisamente el jingle de campaña, compuesto por el rapero Marquim do Tropa.

[18] Ver en esta línea las postulaciones y cobertura de lxs cineastas más recientes de Brasil, en Roger Koza, Con los ojos abiertos. En palabras de Koza: “A diferencia de la mayoría de las ficciones del cine argentino independiente, que eligen el drama íntimo, el relato histórico y la aventura lúdica, como si el cine debiera habitar un mundo paralelo, el cine independiente de ficción de Brasil suele trabajar desde y en el corazón del presente, y de ahí extrae los signos de su vital invención. Hay en eso un acto de valentía infrecuente, y también un indicio de lucidez por parte de sus realizadores: estos intuyen que una forma posible de hendir la realidad en tanto tal descansa en el trabajo de la ficción sobre lo dado».

[19] Nos referimos particularmente a Medios sin fin de Giorgio Agamben, algunas ideas de este libro luego retomadas por Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes.

[20] Tenina, Lucía. ¡Cuidado con los poetas! Literatura y periferia en la ciudad de São Paulo. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2017.

[21] Una referencia para pensar esta estética de este tipo de cine, podría ser la categoría de “imagen pobre” que recupera Hito Steyerl para pensar la circulación de imágenes contemporáneas, precisamente a partir de una estética latinoamericana como la formulación de un cine imperfecto, según Julio García Espinosa. Steyerl, Hito. Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra, 2014, pp. 33-48.

[22] Adirley Queirós en lafuga.

[23] “Porque esta historia del documental es muy mala, porque el tipo siempre llega contando sus miserias, ¿no? Es una relación en la que uno expone sus miserias, para que el otro se sensibilice y se vaya tranquilo al final, ¿no? En Branco Sai, Preto Fica, queríamos que tuvieran una especie de alegría con la película. Una especie de voluntad. Y en este caso hablo de ellos, pero también de mí, porque también me interesó mucho hacer una película de género, una aventura, pensar en lo que veía y me gustaba; entendiendo también que, en el tipo de película que hacemos, con la estructura que tenemos, esta búsqueda de aventuras siempre conducirá a otra cosa.” Entrevista a Adirley Queiros por Fábio Andrade y otros

[24] Donna Haraway destaca la condición del cyborg como “criatura híbrida, compuesta de organismo y máquina”, algo que resuena con particular fuerza en el film de Queirós: humanos siempre insertos en máquinas (naves, trenes, estructuras metálicas donde trabajan, viven, socializan) pero acaso en un grado más agudo, los personajes discapacitados que se desplazan en sillas de ruedas integradas a sus cuerpos y de las cuales dependen para moverse y vivir. De algún modo Brasilia queda expuesta en su “trastienda metálica” hecha de talleres, fundiciones, control estatal, prisioneros y conspiradores, partes discretamente ocultas de la capital modernista reconocida por sus jardines, lagos y parques luminosos y ordenados. (Haraway, Donna. Simians, Cyborgs, and Women. The Reinvention of Nature. Nueva York: Routledge, 1991, p. 1).

[25] Gorelik, Adrián. Das vanguardas a Brasília: cultura urbana e arquitetura na América Latina. Traducción de María Antonieta Pereira. Belo Horizonte: Universidade Federal de Minas Gerais, 2005.

No Comments

Post A Comment