Figuras de crisis en tres autores contemporáneos. Sobre Greenaway, Lynch y Cronenberg

por Jerónimo Ledesma

No es anecdótico que Greenaway, Lynch y Cronenberg compartan una misma generación. Eso, por el contrario, los define de raíz. En primer lugar, porque se gestaron conscientemente a la sombra del cine moderno, es decir, cuando la ruptura con el lenguaje clásico era ya un hecho irreversible, asociado a las políticas de autores de mitad del siglo veinte. Lo moderno del cine empezaba a forjar su tradición, volviéndose pasado, ruinas, cuando estos cineastas querían volverse autores. En segundo lugar, porque emergieron y se consolidaron en una coyuntura afectada por los cambios tecnológicos; y afectada tanto en los modos del trabajo fílmico como en el valor epistémico de la imagen y la representación. El desarrollo del video, en los setentas, en el momento en que se orientaban hacia el largometraje, influyó en la formación de sus búsquedas, estilos y temas, aunque ninguno fuera Razutis o Pelletier. La posterior tecnología digital, que desrealiza la imagen, desligándola del mundo, haciendo de la imagen el mundo, y la apertura en abanico de formatos alternos, subrayó y acaso reorientó esa influencia. Ambos factores configuraron una nueva matriz para las estéticas de autor en el cine de los países centrales.

Es cierto que las tradiciones nacionales condicionan a estos cineastas de diferente modo. Sin embargo, también en este aspecto se puede descubrir, aun cuando sea una vaga mezcla de azar y políticas culturales, un factor de convergencia. El contexto inglés, en los inicios de Greenaway, dominado por una tradición realista, documental, que se remonta a Grierson, pero atravesado también por las audacias del Free Cinema, lo impulsó hacia el “cine de ideas” del continente, esto es, a Bergman, Godard, Antonioni, Resnais. En el contexto candiense, aunque las tendencias del país fueran regionales, también predominaba un discurso realista, influenciado por el mismo Grierson. Al menos así era en la región de Quebec. Pero Cronenberg es de Ontario, la zona angloparlante, subyugada por la industria de Hollywood. Con un imaginario tomado de sus lecturas (Burroughs, Nabokov), estimulado por los remedos canadienses de la Nouvelle Vague, pero sin seguir sus huellas, y aprovechando los capitales que apostaban por el cine de género, Cronenberg se inscribió en las tradiciones de lo sobrenatural y el fantástico. “Si retrocedemos hasta las dos fundadores de la tradición cinematográfica, Lumière y Méliès, yo provengo de la parte de Méliès”, dice. Lynch también es de “la parte de Méliès”, no por una adscripción al fantástico, sino por su veneración del misterio y cierta ilegibilidad surrealista del mundo. Cuando tuvo que hacer un corto en honor a los Lumière, filmó una escena disparatada con monstruos, una mujer desnuda y oficiales de policía, algo más cercano a Le voyage dans la lune que a los trozos de la vida de los homenajeados.

El repudio general del realismo, la imagen-documento y la narrativa tradicional, actúan en esta generación como condición negativa para el desarrollo de estéticas metafóricas. La palabra “metáfora” es utilizada con frecuencia y liviandad, a veces por ellos mismos, para recubrir sentidos muy diversos. Pero en su sentido amplio de figura, de signo que se emplea para decir otra cosa que la que habitualmente refiere, es aplicable sin riesgo a sus poéticas. Para ellas, el lenguaje fílmico no tiene valor por su poder referencial sino por su eficacia simbólica. Esto se expresa también en la tendencia a la autorreflexividad, más teórica en Greenaway, más intuitiva en Lynch y Cronenberg, que deja sus propuestas al borde del solipsismo y la clausura.

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