El archivo de los verdugos. A propósito de The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer

por Mariano Sverdloff

Quizá la explicación de esta pregnancia del kitsch haya que buscarla en el hecho de que un lenguaje simplificado y pueril es el que mejor expresa la pobreza imaginaria de estos verdugos que dicen lo que hacen y hacen lo que dicen: la chocante literalidad de los asesinos permite adivinar un motivo infantil o regresivo. Cuando Anwar Congo se presenta ante la Televisión de la República de Indonesia con un sombrero cowboy de cotillón, advertimos un rasgo siniestramente aniñado, la superficialidad de quien ha adelgazado al mínimo las mediaciones en beneficio del puro pasaje al acto. Y es a partir de esta forma candorosa y homicida de representarse la realidad, que los verdugos se relacionan con la belleza natural, humana o artística, y producen sus fantasmagorías estéticas. La armonía de los paisajes naturales, el primor de las jóvenes bailarinas o el arte cinematográfico mismo devienen los signos visibles y festivos del asesinato. En The Act of Killing, toda belleza está confiscada por la violencia homicida: así, al observar a esas sonrientes promotoras de los shoppings indonesios que participan con toda ingenuidad de la estética de las grandes marcas globalizadas, es imposible no pensar en las violaciones gozosamente relatadas por el paramilitar Safit Pardede, o en las bromas soeces a las que el jerarca del Pancasila Yapto Soerjosoemarno somete a la servicial joven que funge de caddy en sus juegos de golf.

Uno de los grandes méritos de The Act of Killing es volver visible el imaginario de los asesinos, a través de una perspectiva que, por su fluctuación entre cercanía condescendiente y distancia crítica, recuerda al indirecto libre flaubertiano. Vacilación que es perceptible en Arsan & Aminah, la película adentro de la película que tiene a los verdugos como actores protagónicos, de la cual Oppenheimer nos muestra algunas escenas. En ella, el kitsch de los verdugos se trueca en una suerte de camp goyesco o alucinado: piénsese si no en ese momento apoteótico en el cual, delante de unas cascadas de ensueño, y con un coro que parece el de una iglesia evangelista, un actor caracterizado como prisionero torturado le entrega a Anwar Congo una medalla y le dice “gracias por haberme asesinado”. Una escena increíble que tiene algo de esa ecuménica reconciliación entre víctima y victimario puede leerse en el “Gran Teatro integral de Oklahoma” de Franz Kafka, donde “todo el mundo tiene su lugar”. Oppenheimer hace estallar el imaginario kitsch de los verdugos y revela sus cimientos tenebrosos: lo destripa como a ese oso de peluche que Anwar Congo y Herman Koto mutilan para representar un interrogatorio en el cual se tortura a un niño delante de su padre.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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