El tiempo expuesto

por Dominique Païni

El nitrato no existe. En junio de 2000 en el Congreso de la Federación Internacional de los Archivos de Film, Paris-Londres, un cortometraje rea­lizado por Jean Arroy en 1930, restaurado por la Cinemateca francesa, dio lugar a una experiencia edificante. Esa copia había sido obtenida de un positivo de nitrato y no de un negativo. Un internegativo había sido así realizado y luego, el tiraje de un nuevo po­sitivo a partir de ese internegativo. De he­cho, fue proyectada una imagen única cons­tituida por dos películas. La parte derecha y la parte izquierda de la imagen proyectada no provenían de la misma película: sobre un proyector se trataba del antiguo positivo de nitrato conservado y sobre el otro proyector se usaba la nueva copia acetato. Había un pequeño juego de adivinanzas en la distin­ción de las dos imágenes proyectadas. ¿Los archivistas reunidos, la mayoría adoradores del nitrato, iban a reconocer el nitrato pro­yectado? Porque en el fondo para ellos se trataba de lo esencial, ya que estaban inte­resados en restituir de un valor de antigüedad a la obra film. Esa suerte de test era impor­tante por el hecho de que debe ofrecer a la visión del público contemporáneo el mejor material, es decir, reconstituir el mejor valor de exposición posible para el film. Sin dudas, nadie puede distinguir esos dos materiales durante la proyección, incluidos los aman­tes del nitrato. Pero entonces, ¿el nitrato no existe? ¿Una naturaleza particular de imagen se vincula a la película de nitrato de celulosa? ¿Qué lamentamos realmente cuando lamentamos el nitrato?

Los años treinta constituyen una belle épo­que, años que podían conocer la confusión entre un film publicitario de uso industrial y comercial y la búsqueda de las vanguar­dias. Es el caso de Paris-Londres. Hoy no se puede imaginar una confusión compara­ble entre un clip de publicidad y un film experimental. Pero entonces, ¿qué es lo que emocionaba?, ¿qué es lo que seducía tanto?, ¿qué producía esa fiebre lírica cuando los archivistas del film hablaban del nitrato? ¿O se trataba entonces de ese constructivismo plástico de los encuadres y del movimiento, el ritmo del montaje, la imagen “sacudida” de los años treinta de la que habla Walter Benjamin? ¿La belleza de los contrastes luminosos resultaba de la materia-película que los registró o se trataba de ese gusto visual dominante de una época que cons­truía la representación del mundo según una concepción ordenada y dinámica, pri­vilegiando el brillo de las materias nuevas (vidrio y acero) y el ángulo recto más que el arabesco del precedente Art Nouveau, como una arquitectura neo-plástica?

Digámoslo claramente: el nitrato no está en la película, está en el ojo. Si el gusto constructivis­ta volviera hoy –y, en cierto modo, ha vuelto bajo la forma citacional del posmodernismo en los años ochenta–, la película en acetato podría restituir, si se lo quisiera, lo que gus­ta y fascina en la particular dulzura de los contornos, en la luz sombría, en el sfumato de las imágenes registradas en el soporte ni­trato. Además, no es solo la película la que ha cambiado desde los años treinta. También el maquillaje de los actores y las actrices. En los años treinta, estos últimos estaban maqui­llados con polvos más que con cremas. Hay probablemente una relación entre el tercio­pelo de la piel de una actriz, esa superficie de durazno, ese efecto luminoso y colorido considerado como perdido y que ofrecía la imagen de una copia nitrato.

¿De qué se trata entonces? ¿Una materia pelicular pasada o un maquillaje que no se usa más? ¿Una película que extrañamos o una piel femenina de la que tenemos una nostalgia erótica por la desaparición en la representación dominante de la mujer? El grano de la película hoy ha reemplazado ese tipo de encarnado. Una cierta pulverulencia de la materia imagen de los años veinte y treinta –el polvoreado de las epidermis de las actrices (¡y de los actores!)– ha pasado en las películas cuyo grano registra ahora los rostros pintados y no empolvados.

¡Se proyecta sobre el nitrato a falta de poder continuar proyectándolo! ¿Amenazado de desaparición, inflamable, peligroso? Sin dudas, todo eso es cierto. Pero en ese retorno sobre el nitrato que las cinematecas operan, hay que ver sobre todo un imaginario bastante banal, una nostalgia de las ruinas. Ese imaginario es también comunitario. El material químico que soporta la imagen tiene tendencia a vol­verse más importante que la expresión artís­tica. Un consenso se crearía así, un acuerdo se deduciría sobre un material y, encima, casi desaparecido o en vías de serlo, más que la eterna fractura, la infinita diversidad subjetiva en torno al arte del film que revela las opo­siciones de gusto. En suma, una objetividad “cientista” contra el enfrentamiento de pun­tos de vista estéticos. Tres valores se han suce­dido para justificar la acción de los archivistas del film a lo largo de unos sesenta años.

En la creación de las cinematecas el valor estético fue primordial para imponer el arte de film en el seno de las otras artes: el sépti­mo arte. Luego, el valor documental, la fuer­za del testimonio y el registro de la vida en provecho de la memoria de las generaciones por venir fueron privilegiados entre las razo­nes para conservar el film. Esto constituyó, para los conservadores, la virtud socio-his­tórica del cine a partir de los años sesenta. Finalmente, el valor material del cine parece­ría predominar hoy sobre los dos primeros: el nitrato frágil y peligroso, precioso y despre­ciado por los tecnócratas y los comerciantes, confiere valor, un valor anticuario para todo el cine registrado sobre ese soporte obsoleto, y ello lo dota de un atractivo patrimonial. Dicho de otro modo: la dimensión quími­ca dispensa de apreciar el cine cuando elige, jerarquiza, y propone el gusto. Se trata final­mente de un resguardo positivista sustentado en un pensamiento.

Esta actitud no es un fenómeno nuevo en la historia de las artes, porque esta historia no está hecha más que de sustituciones de soportes sobre los que se encarna la obra de arte. La pintura no se ha agotado cuando los pintores no molieron más sus pigmentos y sus óxidos o cuando los paneles de madera fueron reemplazados por el soporte textil. Desde siempre, las imágenes han cambia­do y han variado infinitamente su sopor­te. El arte no está hecho solo de memoria. También está hecho de pérdida, de olvido, de melancolía de esa pérdida; y la inven­ción de formas nuevas compensa una parte, cumple el duelo de lo que se abandona, se destruye, se olvida y se reemplaza. La pér­dida hace al arte nuevo. Lo mismo ocurre con el nitrato.

¿Podemos esperar encontrar las virtudes pér­didas del nitrato de la misma manera que la proyección desde un disco-video reduce hoy su diferencia de calidad en relación con la imagen pelicular proyectada? Esas diferencias y esas separaciones también son las que los hombres toleran. Porque si la decepción está a veces justificada en lo que concierne a una salvaguardia cumplida por trasferencia sobre el soporte de acetato llamado de seguridad, ello debe tanto al gusto de los restauradores y de los técnicos en los laboratorios como a la calidad del soporte.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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