El paraíso agraviado

(Zama, Lucrecia Martel)

por Horacio González

Hazaña singular la de esta filmación de la novela Zama, justamente indicada como de las más notables del actual acervo argentino. Su escritura es una admirable orfebrería, un castellano sin tiempo que preserva su propia rareza pero deja sobrevivir todo lo que pa­rezca una pizca de historicidad. En verdad, la novela de Di Benedetto no es otra cosa que la primera persona de un sacrificio; es bella porque asume cautamente la entrada de un hombre a la progresiva disminución de sus restos de vida. Cuestión empeñosamente velada por infidencias, secretos cálculos so­bre relaciones amorosas, un estado onírico de aprensiones permanentes. La arriesgada filmación de Lucrecia Martel deja entrever que no se desea resolver el problema qui­zás inexplicable de la relación de una novela con su pasaje a la norma del cine. Son dos leyes que no se combaten pero se toleran mutuamente en una tranquila certeza de nunca serán iguales.

Pero el pensamiento de Zama en el cine es homólogo al pensamiento de Zama en la novela. ¿A que se deben tales homologacio­nes? Godard había dicho, o hizo decir a uno de sus personas de la Chinoise que el cine no proviene de Lumière, que se quiso heredero de la pintura impresionista, sino de los tru­cos de Meliès, que no se ufanaban de here­dar nada. Lucrecia Martel nos hace volver a este problema del picturalismo en el cine. Si observamos que la lengua inventada por Di Benedetto es una talladura extraña, con finos rebordes del castellano actual e ins­cripciones cortesanas que convierten todo en un vasto simulacro de un habla del siglo xviii –que se hace presente como un ligero clima inestable y zumbón–, estamos ante una naturalidad que en su pasaje al cine lo hubiera destruido todo. Esa indecisión de la lengua, esa condición de permanente in­terrupción de lo hablado que fija las frases en una única tensión de honor (la discusión sobre las encomiendas entre el america­no españolizado y el personaje de Ventura Prieto), hace de la conciencia de Zama un monólogo con todas sus astillas rotas, en el que va cociendo lentamente su desespera­ción. Nada realiza, nada propone, nada acti­va; solo le queda el regusto ardiente de sus imposibilidades.

En el film, las imágenes irreales, trabajadas con el cincel del escultor, que tanto jue­ga con lugares abigarrados pero abstractos como con un barroquismo que se ladea ha­cia el humor cuando no lo hace hacia el exceso degradatorio, pueden acercar lo más que se pueda el cine a la novela. Pero como son objetos inextricables entre sí, la media­ción de escenarios pictóricos introduce una verosimilitud, la del exceso de sensualidad en las acciones, aun en las que no tienen ese motivo como fundamento inicial. En el cine de Lucrecia Martel la sensualidad es una penuria, el tiempo no tiene fluencia sino que se detiene en burbujas delibera­damente absurdas, y los cuerpos funcionan sin reparar en que no hay ninguna época en que sea ilógica aun la indumentaria que correspondería.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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