El invierno es frío pero no será eterno

(El invierno, Emiliano Torres)

por Lucas Sueiro

En 2016 Emiliano Torres estrena su primer largometraje, El invierno. La película tiene como protagonistas a dos capataces de una estancia remota en la Patagonia argentina. A través de sus ojos (la película está focalizada exclusivamente en ellos dos) nos muestra el lugar que habitan: la estancia de ovinos y la enorme distancia que la mantiene aislada, más allá del Estado. Este mundo insular sirve a Torres para, entre otras cosas, montar un simulacro de la utopía liberal que lo deja todo en manos del mercado. Contra el libe­ralismo, tal vez el arte ofrezca un testimonio aún más poderoso, o más evidente, que el de la historia.

Desde la primera toma seguimos a Don Evans, el capataz viejo, un anglosajón de por lo menos ochenta años que, con lenta paciencia, hace lo poco que hay para ha­cer (sobrevivir) mientras pasa el invierno. Hasta que llega el verano y comienza la temporada de esquila. Entonces Don Evans debe recibir al contratista, que llega en ca­mioneta por la única ruta que conecta la estancia con lo que sea que se halle más allá del desierto que la rodea hasta el hori­zonte en todas las direcciones; el contratista trae consigo a los esquiladores, trabajado­res golondrina que duermen en la estancia mientras dura la faena. Cuando llegan los hombres se pone en juego la jerarquía que dicta sus interrelaciones, su mutuo enfren­tamiento, la política de la estancia. Al capa­taz toca regir entre ellos: hacer que trabajen y se comporten bien. Para ello cuenta con una cierta autoridad, una voz de mando. “Acá se trabaja de 5 a 5. No quiero joda, ni vino, ni peleas… ni apuestas” es todo lo que dice apenas bajan de la camioneta.

Pero la autoridad del capataz es puesta en entredicho tan pronto es puesta en escena. Don Evans, viejo, con su ceño fruncido, po­cas palabras, mucho humo, abrigos raídos, austera autoridad, me recuerda al rey Lear. En la tragedia de Shakespeare, el anciano rey toma la mala decisión de dividir su corona entre sus hijas “para sacudir nuestra vejez de todo cuidado y tarea, / depositándolos so­bre fuerzas más jóvenes; mientras nosotros, / descargados, nos arrastramos hacia la muer­te”. Toma un mapa, traza unos cortes y re­parte entre ellas su reino y poder soberano. No se reserva nada más que cien caballeros, que ellas deberán mantener, y “el nombre y todos los honores del rey”. Pero el nombre, sin tierras, no tiene basamento, y tampoco lo tienen sus exigencias hacia sus hijas, aho­ra reinas. Despojado de su poder político, que se depositaba sobre él como un segun­do cuerpo, Lear es tan sólo un abuelo. Sin quererlo, se ha arrojado al margen del orga­nismo que antes presidía y dentro del cual ya no tiene lugar. Don Evans, en cambio, no toma ninguna decisión trágica. En realidad, a diferencia de Lear, él no tiene la potestad de tomar ninguna decisión. Por la sencilla razón de que su poder (ya no soberanía) no es más que una máscara. (Aunque también lo es la de Lear, ésta tiene un fundamento teológico-político que liga su poder so­berano a su cuerpo. Como consecuencia, la máscara del rey es irremovible; de allí las trágicas consecuencias que se suceden cuando aquél intenta desprenderse de ella.) La autoridad de Don Evans es meramente instrumental, una herramienta de trabajo, como el pico para el minero. No es suya, es de su puesto. De hecho, en El invierno no hay ningún soberano en el sentido en que lo es un rey: nadie es dueño de la autoridad que detenta. La autoridad del patrón (sobre quien volveremos pronto) también es ins­trumental. De hecho, es como si no hubiese ningún soberano y la soberanía se hubiese hecho impersonal, difuminada en el orden mismo sobre el que rige. (Volveremos sobre este como si.) Este orden en el que se difu­mina el poder soberano es, en El invierno, el mercado.

La tierra que trabajan los hombres en la es­tancia, de la que obtienen sustento y riqueza, es también el desierto árido y helado que los aísla casi por completo. El desierto es la an­cha frontera que mantiene la estancia al mar­gen de un centro que, desde allí, no se llega a divisar. El Estado no llega a la estancia. No hay allí instituciones ni ley (o casi). Solo la carretera, una eterna tira de asfalto a la que se llega por un irregular camino de ripio, co­necta la estancia con el afuera y amaina su aislamiento. Hay un único acceso y una úni­ca salida, que es comercial. La economía sí logra permear, por la ruta, la vasta extensión de arena. No llega el Estado, pero sí el mer­cado. En la estancia, como en los sueños de los liberales, sólo él regula y configura la vida de los hombres (es decir, de los trabajadores).

“Todos los hombres son iguales ante el mercado” es uno de los primeros postula­dos del liberalismo económico. Sus manos invisibles aprietan de igual manera a todos los hombres, haciendo así con ellos una masa de trabajadores. A pesar de su máscara autoritaria, Don Evans pertenece a la mis­ma clase que los esquiladores que increpa (y, hasta donde sabemos, que el patrón que lo despide; las diferencias entre asalariados son de cantidad, no de cualidad). Pero los esquiladores, en la película (es decir, desde los ojos de Don Evans), permanecen masa. Son un grupo indiferenciado, casi sin rostro, que escuchamos hablar de fútbol a lo lejos y que vemos una sola vez en la intimidad, cuando el contratista les trae alcohol, músi­ca y prostitutas (el recreo y el amor también son mercancías) para paliar su descontento por una demora en el pago. De entre ellos apenas se recortan algunas figuras, una sola con nitidez: esta temporada llega, junto a los esquiladores, un ayudante (“pa’ que le enseñe”, le dice el contratista a Evans), Jara. Una vida que la cámara recorta de la masa. Pronto se hace evidente que Jara está llama­do a reemplazar al viejo capataz. Su presen­cia se convierte entonces en el preanuncio del retiro (del despido) de Don Evans.

Jara es otro extranjero. Los esquiladores lo llaman siempre “Corrientes”. Es un hom­bre joven y morrudo, con aptitudes que demuestra en la doma, el arreo y la esquila. “Anda bien el nuevo, eh. Se da maña”, di­cen. La juventud de Jara y la vejez de Don Evans se oponen y tensan, entre ellos se abre el conflicto. El nuevo es un repuesto del vie­jo. No sólo tienen ambos un rol instrumental en la estancia, sino que son la misma herra­mienta, ocupan el mismo puesto y, por ende, están llamados a destruirse el uno al otro. Jara y Don Evans son un mismo personaje; dos caras de un capataz desdoblado. Y porque están involuntariamente enemistadas, la his­toria única que sus dos vidas cuentan son las del conflicto que los enfrenta, la del enfren­tamiento entre los dos trabajadores, la de la inseguridad de la vidas sometidas al régimen sin rostro del mercado.

Entonces, el invierno recrudece.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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