El devenir político del registro

A propósito de Isla Alta (Federico Adorno, 2011)

por Emilio Bernini

 

La imagen con la que comienza el corto paraguayo de Federico Adorno, Isla Alta (2011), es un plano medio de un horno de ladrillos en el que arde un fuego en la os­curidad de la noche, en medio del campo. La crepitación del fuego se confunde con el sonido espeso de los insectos nocturnos. La extensa duración (casi dos minutos) y la inmovilidad del plano parecen remitir en principio al cine de James Benning, que suele registrar las actividades mecánicas o naturales con una impasibilidad poshuma­nista. Sin embargo, si nos atenemos al modo en que continúa, el film no sigue estricta­mente ese modelo. En principio, porque lo que sigue en Isla Alta es una narración, aun cuando se trate de una narración elíp­tica, configurada por las consecuencias de algo que ha ocurrido. Por esto mismo, en Federico Adorno hay un interés por la es­cena de los hombres, por las relaciones que los hombres establecen entre ellos y con su entorno, que están expulsadas del mundo de Benning, más programáticamente aten­to a los modos de percibir (oír y ver) el mundo, en la forma del cálculo matemático de la duración de los planos, para que cada uno de ellos se constituya como el medio (cinematográfico) de la percepción.

En efecto, luego de ese plano del horno encendido en la noche, Adorno abandona la inmovilidad de la toma y la desplaza a la espesura del bosque –donde algunas per­sonas caminan y fuman cigarros, en gestos indudablemente teatrales, esto es, no vincu­lados ya al orden del registro de lo profílmi­co, sino a su transformación para la escena–. Luego la cámara toma un claro en el que se ve una camioneta estacionada, sucia con barro seco, con la puerta abierta, y luego, con una nitidez naturalista, los restos de una faena: cabezas de vacas o de bueyes, órganos en descomposición de los animales faena­dos, unos perros que se alimentan de esos restos, el sonido intenso de las moscas, sig­no acústico de la putrefacción de la carne. Con esa secuencia, pues, estamos ya en otro modo de ver el mundo: ya no es el registro impasible de un plano para una nueva per­cepción (como en Benning; y aquí, en el primer plano del horno ardiendo), sino el registro de la naturaleza y de los hombres, para situar la escena narrativa, sin negar no obstante el estatuto del registro. En Isla Alta, las imágenes de la carne en descomposición de los animales, de las mujeres que caminan por el bosque, de los campesinos que per­manecen inmóviles, como si posaran, frente a una tranquera, se filman como si se regis­traran, es decir, como si formaran parte del mundo mismo, y a la vez, para narrar con ello un relato, que es siempre un modo de dar un orden, de organizar con cierta fina­lidad ese mundo.

Pero ¿qué narra Isla Alta, si las escenas no terminan de abandonar el estatuto del regis­tro, si la teatralidad de algunos gestos y de algunas poses se funde extrañamente con la captación visual y sonora de una naturaleza, se diría, en una pureza a lo Benning? En la secuencia que sigue se ve a otras mujeres ca­minando, cuyas ropas, cuyo modo de andar y cuyos cuerpos son ellos mismos signos de la diferencia de estatuto social: no parecen cam­pesinas, como los trabajadores que se habían apostado en la tranquera en el plano anterior, sino, en todo caso, dueñas o arrendatarias de la tierra. Al menos, no forman parte del mis­mo grupo. La cámara vuelve luego al espacio de los animales muertos, de la putrefacción, que parece ser así, en tanto es el único espa­cio registrado dos veces, el centro desde el que debe irradiar todo el sentido narrativo. Allí vemos ahora a dos oficiales de policía, dos policías científicos, y a una secretaria, cuya sola presencia en ese lugar hace del re­gistro de los restos que se pudren la escena de un crimen. El Estado, aquí en el cuerpo de sus funcionarios policiales, siempre es del or­den de la narración, del relato; y en tanto tal, el Estado es aquello que vuelve la naturaleza (el bosque, la espesura, los animales muertos, las personas) espacio narrativo.

En consecuencia, en Isla Alta se narra un crimen, en el modo de un registro que se tensa hacia la narración y de una puesta en escena, el artificio de la actuación, que no deja de fundirse con el registro. La singula­ridad del film de Adorno reside, al menos en términos formales, en esa extraña mo­dalidad de representación, que no pone en escena para sustraer el registro (como hace cualquier ficción) ni registra sólo para ob­servar impasible lo que está frente a la cá­mara (como la tradición experimental a lo Benning).

[Versión completa disponible en papel]

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