El árbol de Alejandría

ESTRENO EN KILOMETRO 111

El árbol de Alejandría (2021), de Gustavo Galuppo

 

 

 

 

Nada para decir

por Gustavo Galuppo

No es fácil, desde mi lugar, escribir sobre El árbol de Alejandría. No es fácil saber por dónde
comenzar ni mucho menos por dónde seguir. No es fácil saber hacia dónde dirigirse, para qué
hacerlo incluso, para qué ir hacia ese lugar al que no se sabe para que se debe ir. Todo, en este
trabajo, está ahí, desnudo, despojado, también feroz en su descarnada evidencia: la invitación, la
idea, el desarrollo, las insuficiencias, el encierro, las objeciones y la imposibilidad. El deseo
inconsecuente también, a la par del fracaso ya sabido con anterioridad, que va de la mano de una
renuncia traicionada por la persistencia. Todo está a la vista, al oído también. No hay afuera ni
adentro de lo mostrado que puedan marcar la necesidad de algo escrito como apostilla o como
anexo. No hay post-ludio para el preludio de una renuncia no ejecutada. Se trata de un trabajo que
se agota a sí mismo y en sí mismo. Sin dobleces porque es todo doblez. Sin fisuras porque es todo
fisura. Como un animal cuyos órganos están a la intemperie del propio cuerpo, sin interior ni
exterior. ¿Un pulpo o algo así? No hay, aquí, nada más que eso. Nada más que lo mostrado y lo
dicho hasta el agotamiento, una y otra vez, a lo largo de meses de aislamiento pandémico, porque
también se muestra que no se puede mostrar todo y porque también se dice que no se puede decir
todo. Ni siquiera lo inevitable, ni siquiera lo evidente. La insuficiencia es la regla del hacer. Se
declara que todo lo por decir o mostrar, en cierto punto, es fatalmente insuficiente. Sin embargo, a
pesar de tal aseveración, igualmente todo está allí, desnudo en la intemperie de su propia ineficacia.
El encierro exige salida al mismo tiempo que la anula. Lo abierto aquí, por lo tanto, se clausura en
su propia constatación que funciona, a destiempo, como un cierre anómalo: un cierre que se abre a
su mismo interior. Pero un interior, finalmente, como todo, inexcrutable e inhallable, porque no se
indistingue de lo exterior. Por eso es que lo único inusual en este trabajo, si algo de esa índole
hubiese para rescatar, sería la absurda tenacidad con la que se le hace frente al fracaso ya sellado y
ya sabido, declamado incluso desde la primera imagen y desde la primera línea. Esto, El árbol de
Alejandría, es una película que no se va a hacer jamás. Esa es la derrota ansiada. Y por eso el
fracaso es doble e íntimamente glorioso: se niegan la posibilidad y el deseo de hacerla, pero no
haciéndola, igualmente se hace. Aquí está ahora, completa, sin interior ni exterior, pero perforada
por todos lados, toda fisura y toda pliegue. Un fracaso se superpone a otro. El fracaso fracasa. ¿Será
eso de lo que se trata ahora, hoy, una pequeña victoria?, ¿será eso lo que queda, fracasar en el
fracaso para alcanzar un mínima victoria? Fracasar ya no otra vez para fracasar mejor, sino fracasar
ahora en el deseo mismo de fracasar o de desistir. Y es que no se puede, ahora, no seguir. Tal vez
eso sea un privilegio, el sueño cómodo de desistir es un privilegio. El pesimismo es un privilegio.
Los ostentan, a esos privilegios, quienes tienen la posibilidad de ser pesimistas y de desistir porque
nada les sucederá peor a ellos, mientras sí, siempre, a lxs demás. Hay que fracasar entonces en el
deseo de abandonar para sentirse victorioso. Las pequeñas victorias son un misterio y son difíciles
de reconocer, pero aún en el peor de los mundos, como este, suceden. Fracasar en el fracaso, quizás,
sea una de ellas. No la más digna, pero cuanto menos una posible. Lo asombroso es eso, que tanto
la imagen como el mar o el cielo aún sucedan, que el amor pueda tener lugar (aunque raramente), y
que el deseo persista. Todo es asombro, mas aún, en medio del desastre. Incluso la idea de que el
fracaso pueda convertirse en una pequeña victoria.

Aquí todo está “a la vista” y “al oído”: el origen, la idea, su inconsistencia, su imposibilidad, su
estupidez, la espera y el encierro, el desarrollo de aquella imposibilidad y la persistencia en la
estupidez, también las objeciones acertadas. Entre la imagen y la palabra hay una distancia
irreductible que puede ser llenada con cualquier cosa, con facilidad. Todo se ve y todo se escucha,
todo se dice y todo se muestra. También la precariedad y lo exiguo de los medios, la urgencia del
hacer y sus escollos. La distancia es abolida de modo arbitrario, insuficiente también. El juego es
una trampa. El enigma puede ser una apuesta fácil. Pero allí queda, a la intemperie, sin excusas ni
atenuantes, el resultado: El árbol de Alejandría. Sin embargo, claro, ni la imagen ni la palabra
alcanzan para decir o mostrar lo que no se sabe. El premio de la experiencia es la ampliación del
secreto. El árbol de Alejandría no existe.

La invitación corre por parte de la Bienal de la Imagen en Movimiento en su inusual edición
pandémica del 2020. El desatino de la aventura personal, de la mía. La feliz intervención que
desarma al trabajo lo hace por parte de Fernando Domínguez, quien desde Colombia supo ver, en
las obvias falencias del ejercicio en curso, la posibilidad de un diálogo redentor. Las objeciones
acertadas son de Carolina Rimini, quien en su negación a aparecer y a intervenir, por primera vez en
varios años de trabajo en conjunto, dejó con su ausencia la huella necesaria que desmantelar a la
engañosa intención de una cómoda corrección política sin fundamentos. Todo es fácil, todo es feroz.
También la negativa. También la aceptación de la negativa.

¿Qué hacías mientras esperabas? ¿Qué se puede hacer mientras se espera salvo seguir esperando?
El árbol de Alejandría es una espera, nada mas que eso. Una crónica esquiva de la espera, un
poco tangencial pero igualmente obvia. Es una historia (o dos o tres) como cualquier historia, como
todas las historias, la espera del cumplimiento de una promesa y su sabido incumplimiento. Todas
las historias contadas dan cuentas de lo mismo. Todas las historias son la misma historia. Lo que
cambia son los infinitos modos de resistir o de sobreponerse. Por eso, y sólo por eso, se pueden
seguir contando, y escuchando y viendo. Porque hay infinitos modos de resistir y de sobreponerse.

El árbol de Alejandría no es un película, es un estúpido gesto de resistencia.
¿Qué se puede decir de todo esto? Quizás que el cine mismo es el eje. El amor y el odio. La
promesa y su incumplimiento. La proximidad y la distancia. ¿Para qué hacer más imágenes? ¿Para
quién? ¿Contra quién? ¿Para que seguir? No se sabe, pero se sigue. Negar al cine haciendo cine es
posibilitar su resurgimiento. Tal cosa, de seguro, no sucede aquí, pero podría haberlo hecho. La
posibilidad estaba dada. Hacer contra el impulso para posibilitar lo por venir es una chance.

Se podría decir que algo nuevo, sin embargo, sucede. Si ya no hay más imágenes ni palabras que
valgan la pena hay que enfrentar a la misma imagen con la palabra. Hacerlas estallar. Hablar.
Enfrentar a la cámara. Hacer una imagen de su imposibilidad misma. Decir la imposibilidad de la
imagen con una imagen desnuda, sin ansias de ser imagen, sino con el afán de ser un paradójico
portavoz de su derrota. Se trata allí de tocar la materia. Del lenguaje. Del cine. Pero sin embargo,
nada de eso es suficiente (esta es la prueba). Aquí está todo al desnudo. Incluso el fracaso. Pero la
renuncia, eso sí, es una falacia. El árbol de Alejandría, sin hacerse, ya está hecho; es esto al
mismo tiempo que dice no serlo. De la renuncia a la que se renuncia queda su huella en el temblor
del pulso, en la ceguera, en la duda, en la inconsistencia, en la desprolijidad, en la urgencia, en la
improvisación. Quizás en un sesgo de vitalidad que brota de lo brutalmente imperfecto.

Hay, finalmente en todo esto, algo del orden de una despedida. Algo del orden de lo último o del
cierre, aunque así, felizmente, no lo sea. Con Alejandría renuncio, me despido, pero en el mismo
gesto digo lo contrario. No renuncio ni me despido. No tengo ese privilegio. Renazco, como si eso
fuese posible. Sigo. Continuo.

¿Qué hacías mientras esperabas? ¿Me esperabas? ¿Yo estaba ahí? Quizás estas preguntas, no
resueltas en la labor, configuren el único y verdadero afuera del trabajo, una exterioridad intima y
vital. La única, quizás, verdaderamente importante. Todo lo que estaba en juego. El cine, como
alguien ya lo dijo, es un fenómeno secundario.

Cabe aclarar, finalmente, que ni Barciano de Córcega ni la mujer de Puerto Muerto han existido,
pero que sin embargo, Barciano de Córcega soy yo, y que la mujer de Puerto Muerto es el sueño
atroz de ese hombre cuya historia tuve que contar para ser quien soy, pero sabiendo allí que para ser
quien soy, tuve que escribir esa historia. Y así, hasta el infinito.

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