Congelamiento inesperado. El eclipse y el confinamiento

por Dork Zabunyan[1]

Martes 17 de marzo de 2020, 10:45, inmediaciones de un parque del Sur de París. La ciudad se vacía poco a poco, un deportista, al trote, se ejercita acaso por última vez, dos estudiantes erran en la calle munidos de enormes maletas para un incierto viaje de regreso, un silencio inédito se apodera de las vías de circulación. El confinamiento se hace efectivo a partir del mediodía; los transeúntes desaparecen progresivamente, desde casa pueden divisarse dos o tres automóviles que pasan a intervalos largos, el silencio se hace cada vez más denso mientras que, poco a poco, los micro-acontecimientos se vuelven sensibles: una brisa trae el aroma de un aire urbano sin contaminación, un grupo de nubes se desplaza, una motocicleta rasga la noche sin el alboroto de la víspera, etc. Cada cual percibirá a su manera las innumerables transformaciones producidas por esta interrupción de la vida exterior, con todos los efectos que aquella detención, de día o de noche, provoca en nuestra relación íntima con el tiempo y el espacio. La experiencia del confinamiento, en ese sentido, es absolutamente singular para cada individuo, y responde a su origen social, su edad, su lugar de residencia, sus eventuales patologías y las personas que puedan o no rodearlo.

Lo que emerge en todos los testimonios, sin embargo ―y de manera constante―, es una referencia común al cine. “Es como una película” es una de las expresiones recurrentes que se intercambian entre amigos, parientes o vecinos, tanto en persona como en las redes sociales, para describir el desconcertante momento que vivimos. Con ello se alude acaso al género del cine “apocalíptico”, o incluso a la disaster movie, sin que se mencione no obstante ningún título en particular; con la excepción, claro está, de Contagio (2011), de Steven Soderbergh, verdadero éxito de streaming en Estados Unidos que escenifica la propagación a gran escala de un virus que contrajera en Hong Kong Beth Emhoff (Gwyneth Paltrow), la paciente cero del relato.

Menos aludidos serán otros títulos más antiguos y por eso mismo ya olvidados, como Panic in the Streets (1950), de Elia Kazan, que tiene sin embargo hoy por hoy una gran resonancia, como lo demuestra el crítico estadounidense Jim Hoberman en un artículo reciente en el que plantea la hipótesis de que esta película ―en la que un funcionario de los servicios de salud estadounidenses intenta detener el avance de una epidemia de neumonía en territorio norteamericano― sería en realidad la adaptación de La peste, de Albert Camus, publicada en 1947.

 

El eclipse

 

Cada quien escogerá en definitiva un modelo cinematográfico según su propio análisis de los acontecimientos, y en función de la comprobada necesidad de encontrar en el cine un faro para orientarse, o hasta para sobrevivir en estos tiempos turbulentos. Aquí, sin embargo, no se tratará de descubrir la película que mejor ha anticipado la histórica situación de confinamiento que hoy conocemos. Por lo demás, nada asegura que esa cinta —suponiendo que exista— sea necesariamente afín a un cine híper-espectacular del desastre, o que sea un blockbuster donde fin del mundo es reconstituido a través de un armamento cada vez más realista de efectos especiales.

Por cierto, una de las consecuencias de este período de inmovilidad es que se difumina la separación entre lo ordinario y lo extraordinario en el curso de nuestras vidas. El cine de acción apocalíptico exacerba generalmente esta separación. Las tramas narrativas dominantes en Hollywood se basan en la idea de que la catástrofe escinde la vida cotidiana; y en efecto las intrigas suelen centrarse en una serie de situaciones extremas, sometidas a su vez a una temporalidad “contra el reloj” para salvar al mundo de un peligro fatal. La vida cotidiana de las personas que están en peligro, en cambio, es por lo general invisible, excepto quizás al principio y al fin de la historia, por ejemplo cuando el “final feliz” deja entrever un entorno familiar o conyugal de una trivialidad más que accesoria.

Si tuviéramos que analizar las cosas desde otro punto de vista ―y este otro punto de vista nos es tal vez impuesto por los acontecimientos que vivimos hoy con la mayor de las incertidumbres―, podríamos decir simplemente que lo ordinario, que ya no veíamos, se vuelve precisamente extraordinario. La breve lista de micro-acontecimientos evocada más arriba no es más que el signo de aquella oscilación entre dos fenómenos aparentemente opuestos ―oposición entre lo ordinario y su supuesto reverso, que estalla con la ruptura que la interrupción del orden común de las cosas provoca en nuestras costumbres retinianas.

 

El eclipse

Hay un cineasta que nunca dejó de sondear los momentos en que aquel orden, al romperse, se revela por lo que es, y nos autoriza de vuelta, por medio de esa revelación, a cuestionar las maneras en que nuestras formas de vida se organizan sin que nos demos cuenta, en que estas formas se adaptan más o menos a ritmos que nos alienan sin que podamos en absoluto controlarlos. Este cineasta es Michelangelo Antonioni, cuya película El eclipse (1962) se encuentra en la plataforma LaCinetek, “la cineteca de los cineastas”. En un texto en el que se refiere a la génesis de su película, Antonioni describe de la siguiente forma el fenómeno que le da título ―a saber, el gran eclipse del año 1962, en Italia―, mediante una sucesión de frases que hacen ciertamente pensar en la atmósfera de nuestras ciudades en periodo de confinamiento: “En Florencia, para ver y filmar el eclipse de sol. Congelamiento inesperado. Silencio diferente a todos los demás silencios. Luz terrosa distinta a todas las demás luces. Y luego la oscuridad. Inmovilidad total”[2].

Encontramos esa atmósfera de “congelamiento”, de “silencio” y de “inmovilidad” en El eclipse, aunque sin que la única ambición de la película sea hacer sensible un fenómeno natural caracterizado por su rareza. Además, Antonioni no filma estrictamente hablando ningún eclipse, sino que utiliza más bien las sensaciones que este engendra, para establecer, por extensión, un diagnóstico de una situación global que moviliza consideraciones a la vez sentimentales, económicas y geopolíticas. Es esa una de las características del cine de Antonioni: detrás de las peripecias amorosas que parecen constituir a primera vista el asunto principal de sus películas ―el célebre “drama de la incomunicabilidad”, presuntamente la piedra angular de su obra―, es en realidad todo un mundo de extensas interrelaciones el que es objeto de una crítica constante.

En El eclipse, Piero, el personaje masculino interpretado por Alain Delon, es un corredor de la Bolsa de Roma que se agita en todos los sentidos, pero cuya grosería sentimental con respecto a Vittoria, el personaje interpretado por Monica Vitti, remite a lo que Antonioni llama un “eros sufriente”: una “impulsión erótica inútil, barata, infortunada”, que heredamos a nuestro pesar y que modela un deseo erótico transformado en una mecánica sin edad. Para el cineasta italiano se trata de poner en suspenso aquella mecánica, no para denunciarla frontalmente, sino para que pueda vislumbrarse la posibilidad de otra relación amorosa, de un Eros que no fuera ya “sufriente”. Por breve que sea, la interrupción que produce un eclipse en la sucesión de los acontecimientos esboza una condición entre tantas otras para encarnar esa posibilidad. Como observa Antonioni en la prolongación de aquel inusual espectáculo de “inmovilidad total”: “Todo lo que logro pensar es que durante el eclipse los sentimientos probablemente también se detengan”.

Pero El Eclipse se ocupa también de otro fin posible: no solamente del de aquella “enfermedad de los sentimientos” de la que Antonioni es un analista formidable, sino, y en mayor medida, del fin del mundo mismo, tema que siempre lo atormentó. La película, de hecho, se estrenó en 1962, en plena Guerra Fría, en un momento en que el mundo se enfrentaba a una amenaza nuclear casi permanente. Esta amenaza no es objeto de conversación entre Vittoria y Piero; surge sin embargo subrepticiamente, aunque de forma explícita, cuando un pasajero anónimo se baja de un autobús leyendo el periódico L’Espresso, en cuya portada puede leerse, en negrita: “La paz es frágil” (“La pace è debole”), clara referencia a las peligrosas tensiones entre americanos y soviéticos, a punto de precipitar el planeta a un Armagedón nuclear.

El eclipse

La historia de la película toma entonces el camino de la Gran Historia contemporánea, en un momento en que los dos amantes estaban por tener una cita amorosa en el moderno y periférico distrito de eur. El encuentro nunca tendrá lugar, y Antonioni filma en una serie de sobrecogedoras tomas las calles desiertas de esta zona residencial ―en las que se ven apenas unos niños jugando inocentemente, un extraño jinete que cruza una intersección vacía y una pareja que mira al cielo desde un balcón―, como si intentara representar un mundo post-humano que hiciera eco al implicado por el título de L’Espresso: un ambiente post-nuclear capturado en toda su cotidianidad, sin énfasis ni sobrepujas espectaculares, y donde el horizonte familiar del “eros sufriente” se disipa por igual.

En esta misma secuencia, la cámara de Antonioni se concentra también en eventos diminutos, donde lo orgánico resulta apenas observable (un grupo de hormigas se ajetrea sobre el tronco de un árbol), y donde lo inorgánico se encuentra en el límite de lo visible (un reguero proveniente de una construcción acarrea granos de arena que se deslizan hasta el bordillo de la acera), como si, en el escenario fabulado de este fin del mundo donde “los sentimientos también se detienen”, el cineasta invitara al espectador a reparar en lo que, de costumbre, no percibe.

Es precisamente en aquel instante que la relación de oposición entre lo ordinario y lo extraordinario se invierte, que lo ordinario se vuelve extraordinario, como si lo viéramos por primera vez, gracias a aquel “congelamiento” del tiempo y al “silencio” de la ciudad, que acentúa su suspensión. La conclusión de El Eclipse, mediante esa extenuación de la realidad que exacerba paradójicamente la plétora de sus detalles ocultos, cuestiona paralelamente nuestras formas de vivir siguiendo una perspectiva triple de interrupción: en el nivel de los afectos, la superación de la “enfermedad de los sentimientos”; en el nivel económico, el pánico y luego el colapso de los mercados bursátiles; en el nivel político e incluso cósmico, el fin del mundo provocado por la guerra nuclear.

De ello deriva una de los rasgos del cine de Antonioni, que consiste en establecer un sistema de combinaciones entre acontecimientos de distinto alcance, desde los más efímeros, como la historia de una pareja, hasta los más considerables, como el fin tangible de la especie humana, pasando por la locura de los capitales bursátiles que pueden hacer añicos a los primeros y precipitar los segundos. El Eclipse muestra aquella maraña de vínculos cambiantes donde lo ínfimo cohabita con lo mundial, donde un asunto local, incluso una disputa entre un hombre y una mujer, se topa con un devenir global del mundo, que puede a su vez estar ocupado en su propia destrucción.

 

El eclipse

En la era de la pandemia del coronavirus, esta película puede eventualmente servir de brújula para guiarnos de manera favorable —aunque ese favor sea en sí mismo incierto— en medio de la masa infinita de información que nos llega desde los cuatro rincones del planeta, en el sentido en que podemos tratar de organizar en nuestra cabeza situaciones muy diferentes entre sí, de varias dimensiones y tipos diferentes, desde las más individuales hasta las más colectivas, tales como: la explosión de las peticiones de divorcio en Wuhan debido al drástico confinamiento aplicado en la ciudad; el desajuste transcontinental de los hábitos alimenticios de poblaciones obligadas a permanecer en sus casas; el regreso de la fauna y flora silvestres a Venecia, hoy deslastrada de una industria turística mortífera; la reducción, en China, de 100 millones de toneladas de emisiones de co2 en un mes (vale decir, una cuarta parte de su producción mensual); la fiebre de un capitalismo globalizado que finge estar descubriendo en qué consiste el brutal cese de la economía real, etc.

Si el estar confinados en casa puede permitirnos encontrar el tiempo para descubrir o volver a ver El Eclipse y experimentar aquella frontera hoy porosa entre lo banal y lo extremo que el confinamiento y la película de Antonioni vuelven a hacer sensibles, se trata asimismo de una oportunidad para convertirnos en directores virtuales de un montaje de información que nos pone, a nuestro pesar, allí donde esta crisis de coronavirus nos sitúa realmente: ante al panorama de un mundo en que los acontecimientos están archiconectados entre sí; donde ya no sabemos si las conexiones entre los acontecimientos son empalmes o si estos nos han arrojado ya a una grieta en que todo empalme resulta imposible.

 

 

[1] Publicado originalmente en AOC. Traducción de Ignacio Albornoz Fariña, con autorización del autor.

[2] Michelangelo Antonioni, « Préface pour Sei Film », 1964, Écrits, Éditions Images Modernes, 2003, p. 233.

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