Trilogía de la Norteamérica profunda: caída

DOSSIER LYNCH

Segunda Parte

Terciopelo azul, Corazón salvaje, Twin Peaks

por Gustavo Galuppo Alives

     Lo que configura el eje articulador de la segunda trilogía de David Lynch es el esquema del descenso y la caída, situado ahora en otro contexto geográfico determinado. La ubicación pasa a ser siempre, en estos casos, precisa, el pueblo chico del interior de Norteamérica: Lumberton. Twin Peaks o Big Tuna. Ahora el espacio determinante es el territorio de una fachada siempre a punto de desmoronarse, la endeble escenografía de una ilusión que espera ser desmontada al primer paso en falso. Lo que aguarda, tenso y expansivo, es su reverso oscuro, su contraparte necesaria, constitutiva. Un submundo bajo, inferior, incluso aterrador, que se da en cierta manera como subterráneo o inframundo, pero no presentándose como parte opuesta a la superficie, sino declarándose como parte complementaria y por tanto ineludible constitutivamente. Se trata, en esa separación entre superficie y subterráneo, de una unidad negada en el desastre del Sueño de una Norteamérica idílica. La lógica del pueblo chico es la lógica de un desastre inminente, o la de un desastre que ya siempre ha tenido lugar. Un desastre ya siempre sucedido, pero mentido y escondido bajo la frágil alfombra de un mundo falsamente ideal. Por eso la mentira no puede sostenerse indeterminadamente. Si la oscuridad se niega o se reprime, no hará sino manifestarse, tarde o temprano, con mayor tenacidad, en un momento o en otro, y de modo devastador en su implacable tendencia dinámica. El inframundo, con sus sombras subterráneas, es un submundo en ebullición que pugna por salir a la superficie para asumir su rol primordial en la arquitectura de una totalidad rota. En ese submundo están, a fin de cuentas y en gran medida, los cimientos brutales sobre los que se ha edificado un sueño que, entre la ceguera y complicidad, carece ya de apoyo.

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Si la lógica arquitectónica de los mundos industriales era una estructura laberíntica desplegada en capas diversas y coexistentes, tanto temporal como espacialmente, en el mundo de la Norteamérica profunda esa arquitectura se convierte en una estructura dividida entre mundo y bajomundo, superficie y subterráneo, o mundo e inframundo. De allí que el movimiento excluyente sea el del descenso o el de la caída, movimientos apenas diferenciables entre sí. ¿En qué punto se trata de un descenso y en qué punto se trata de una caía? Un diferencial de velocidad instituye la demarcación: si se baja lento se desciende, si se baja a altas velocidades se cae. En cierto sentido los personajes de la trilogía descienden, pero en ese descenso no harán sino caer. Topográficamente se trata de un descenso, pero espiritualmente de una caída. Todxs estarán condenadxs a la caída al no aceptar la propia oscuridad que se les revela en el descenso al inframundo.

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Si la topografía de esos mundos se traza en la composición de un Arriba y un Abajo, no se trata de una estructura dualista en la que estos entrarían en lucha por la supremacía y el control. No hay oposición conflictiva entre esos polos, sino complementariedad constitutiva. La tarea es la restitución de la unidad perdida en la negación. De allí que nada pueda ser visto desde el prisma maniqueísta de un conflicto entre lo alto y lo bajo, entre la luz y la oscuridad, o entre el Bien y el Mal. La tendencia dinámica de estos mundos no es moral sino existencial. Cada mundo es un mapa espiritual y psicológico. Cada descenso y caída, un proceso de autodescubrimiento fallido. Estos personajes no son capaces de aceptar el llamado de lo profundo. Descienden, si, pero ante el llamado de la sombra no harán sino replegarse cobarde y nuevamente en la luminosidad de la superficie espuria. Entonces caen. No hay aprendizaje. No hay crecimiento. No hay transformación. Pretenderán ser lo que eran antes de enfrentarse a sus sombras. Pero eso, claro, es imposible. No hay regreso de la caída. Al negar a sus sombras no hacen sino alimentarlas y darles mayor consistencia. Ya no hay vuelo que remonte la caída. El único final feliz posible para estos cuentos de hadas anómalos es el otorgado por el artificio cinematográfico irónico: un pájaro de madera, un ángel, un hada. La caída está sellada, la felicidad y el amor, en esos mundos incompletos, son un artificio cinematográfico que funciona como la cifra de la derrota o el fracaso.

Terciopelo azul (1986)

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No es necesario volver sobre una escena abordada infinitas veces, pero en el comienzo de la trilogía, con la escena de apertura de Terciopelo Azul, ya toda la estructura y los temas quedan perfectamente establecidos en una síntesis irrefutable. Los jardines perfectos. Las flores, La lentitud plácida. Los saludos. Los colores. La canción. La superficie idílica del Sueño Norteamericano es una pura construcción cinematográfica, un juego de referencias al imaginario de un paraíso de cartónpiedra. Pero es allí que el accidente redirecciona la tendencia dinámica de ese mundo sustentado en un equilibrio frágil e inestable. Un infarto, alguien que se desploma mientras riega el jardín, y los elementos cotidianos pero perturbadores que irrumpen para que lo extraño se manifieste: un perro que juguetea con el agua en ralentí, una bebé que camina junto al cuerpo tendido, y, desde allí, una cámara autónoma que trazará el movimiento de descenso y revelación hacia el inframundo, hacia el submundo oscuro y negado en el que insectos como criaturas ominosas se enfrentan encarnizadamente bajo un ambiente sonoro denso y siniestro. La estructura del mundo y de la trilogía ya está planteada. Mundo e inframundo. Superficie artificial e inframundo sórdido que clama por tomar su lugar en la composición desbaratada.

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En todos sus aspectos Terciopelo Azul es paradigmática, en ella se establecen las pautas de la trilogía (como así también los rasgos de aquello que se llamará lo lyncheano, aquí manifestado ya en su forma definitiva). Quién se encamina hacia el descenso y la caída es el joven Jeffrey Beumont. Descenso primero, lento como tal. Topográfico y mental a la vez, material e inmaterial, físico y espiritual; en las formas, visual y sonoro, el viaje es sensorial. El orificio de una oreja mutilada es el portal hacia el inframundo, el pasaje que conecta las 2 capas de mundo, superficie y subterráneo. La lenta velocidad del descenso está ritmada por el terror y la fascinación, por el llamado sensual de una profundidad hasta entonces no entrevista por reprimida. El descenso es, en gran medida, musical. Un canto de sirenas lo delinea. El sonido de una flauta mágica que atrae hacia el abismo. La musicalidad nocturna del inframundo actúa como llamado hacia el encuentro con las sombras. Sombras del mundo y del sí-mismo, porque estos mundos son mapas mentales, topografías indiferenciables de quien las recorre. Así Jeffrey sigue el llamado nocturno que viene de lo subterráneo, y descubre el mundo inferior y descubre también su lado reprimido, desconocido pero propio. A fin de cuentas, en nada se diferencia del perverso Frank Booth, El Otro, sombra o reflejo del mismo Jeffrey.

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Si bien el pasaje entre capas puede darse a través de un orificio o de la fuga abierta por un elemento natural (tierra o fuego), lo que en general seduce y fascina como llamado ineludible es la sensualidad del escenario, del cuerpo y de la voz comulgados en una canción de sesgos rituales, con tintes de iniciación. Es allí donde tienen lugar las transformaciones definitorias, las revelaciones, las tomas de conciencia o las epifanías. Esas transformaciones dadas desde la percepción sensible son en Lynch más intensas que las provocadas por giros narrativos o acontecimientos dramáticos. Jeffrey asiste extasiado a la presentación de Dorothy. Sailor le cantará su amor a Lula. Laura se desmorona ante la revelación musical de su caída en La Sota Tuerta. El cine de Lynch se juega íntegramente en esos momentos, en ese terreno de la ensoñación musical; esa es su concepción sensual de la imagen y del sonido como conducción del sentido: la función simbólica del cine que exige una experiencia emocional y sensual para conducir el sentido hacia el campo de lo no-racional.

Twin Peaks: fuego camina conmigo (1992)

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También en estas arquitecturas no-dualistas de superficie-subterráneo, al igual que en los laberintos de los mundos industriales, lo que proliferan son las sombras y los reflejos deformantes. Los dobles y las dobles, aunque a veces también se podría hablar de “triples” o “cuádruples”. Todo estalla en esquirlas y se multiplica, distribuyéndose engañosamente entre las 2 capas que conforman el mundo, y adoptando formas adecuadas para cada estrato. Todo está roto y disperso, en partes y en capas complementarias que operan según una tendencia de integración, un movimiento dinámico que apunta al reconocimiento y a la integración de los elementos complementarios diseminados. Se trata de alcanzar un equilibrio. Hay nuevamente mujeres que son otras y la misma. La rubia y la morocha, aquí, manifestando diferentes arquetipos. Ambas también aspectos complementarios de la misma mujer, o incluso, mejor, proyecciones de aquella misma percepción absoluta distribuida entre las sombras y los reflejos negados de sí misma. Así, en su descenso al subterráneo personal, por vía de la fascinación sensual del canto de Dorothy Vallens, Jeffrey no puede sino enfrentarse cara a cara con su propio reflejo, Frank, quien reina en el inframundo personal del mismo Jeffrey. Adentrarse en esa propia oscuridad es responder al llamado para finalmente encontrarse y reconocerse. Pero allí se presenta la exigencia del acto definitorio. ¿Integración o rechazo? En ese punto se definen el descenso o la caída. La trilogía de la Norteamérica profunda se define, entre otras cosas, por la imposibilidad de sus personajes de aceptar e integrar sus sombras. Por eso aquí no se tratará de una iluminación, sino de una caída.

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Mediante diversas variaciones, Sailor en Corazón Salvaje, y Laura Palmer y su padre en Twin Peaks: el fuego camina conmigo, realizarán trayectos similares. La ruta en un endemoniado descenso hacia el último confín, al reino oscuro de Boby Perú. La Habitación Roja como ese estrato inferior donde rige lo extraño y lo siniestro, con sus fuerzas increíbles encarnadas en variadas criaturas. Pero de aquí, en esa Norteamérica, nadie se salva. Nadie es capaz de completar el proceso de integración y salir indemne y renovado (¿o será que, en realidad, la película de Twin Peaks tiene por objetivo darle finalmente a Laura Palmer la oportunidad de esa gracia?). Por eso el paralelismo entre los 3 finales, presentados irónicamente como desenlaces “felices”, pero a fuerza de acudir siempre a un artificio cinematográfico forzado y evidente. En el final de Terciopelo Azul, tras negar la vida subterránea para volver a habitar la falsa luz de la superficie, llegarán los petirrojos y el amor anunciado, pero los pajaritos no son sino torpes muñecos mecánicos que, además, se están comiendo a un bicho. En Corazón Salvaje, cuando ya todo está perdido para Sailor, la aparición mágica del Hada Buena revierte la situación y el amor cierra el ciclo en un absurdo (y conmovedor) número musical. Y en Twin Peaks: el fuego camina conmigo, será el Ángel cuya repentina manifestación podría darle a Laura en la muerte el último refugio de una gracia negada en vida. Siempre un artificio evidente que desmantela la posibilidad de un desenlace feliz para devolver esa felicidad a la ostensible falsedad de la superficie idílica.

Corazón salvaje (1990)

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Así, tras la iluminación, la caída. Cada trilogía esboza un tránsito posible entre esas geografías internas, en esos procesos de autodescubrimiento. Se puede alcanzar la iluminación, pero también se puede caer, o incluso, también, se podría quedar presos de la violencia en el círculo de una repetición infinita, como en la Trilogía de Hollywood, el siguiente paso en la obra de Lynch.

 

Un sueño. Variación 2

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