Más allá de la primera persona. Figuras liminares del yo en el último cine argentino

por Marcelo Cerdá

La persona que narra en Papirosen (Gastón Solnicki, 2011), para producir una interpretación del modo en que vive el grupo familiar al cual pertenece, debe desplegarse de manera de no quedar prisionera de sus horizontes mentales de pertenencia (su familiaridad), ni mantenerse, por el contrario, instalada desde la distancia de una observación aséptica, ajena a las tonalidades particulares de su existencia. La consanguineidad, la similitud de rasgos y de conductas, la historia compartida en definitiva, que el sujeto que filma y los sujetos filmados tienen en común, en el primer caso, traen consigo el riesgo de dejar a la instancia narradora presa de la inmediatez, enmarañada en la red de su proximidad endogámica. Diversamente, de modo adverso, como en una suerte de desembarazamiento de esos rasgos y de esa historia a las que, por pretensión de universalidad, se obligaría una narración impersonal y a distancia, el riesgo es el de caer en unas abstracciones generalizables ofrecidas a la observación y al juicio. No obstante, en Papirosen, la naturaleza riesgosa que en sus versiones radicales implicaría la adopción de una modalidad subjetiva y emocional, por un lado, y de una modalidad objetiva y de no implicación, por otro, se contrarrestan y anulan entre sí. Y ello porque la performatividad documental, que va en dirección de la mostración de la respuesta afectiva del documentalista a la realidad, evita, aquí, el peligro de caer en un objetivismo insulso y desafectado, gracias a la cercanía de la subjetividad del realizador, su estar ahí en la intimidad. Mientras que lo observacional, solidario de una mostración transparente y no intervenida por el documentalista, sortea el riesgo de la inmersión sin distancia, gracias a la renuencia a la inclusión acabada del realizador en la realidad que muestra. Si lo excluyente de tal proposición encuentra su lógica es, ante todo, porque la cámara de Solnicki es, en su mecánica fluctuante, endogámica y universal, a la vez primera y tercera persona. […]

Pero la modalidad que, en Papirosen, asume la primera persona (por lo demás diversa de la impronta participativa e intervencionista de, por ejemplo, las películas de Di Tella), no sólo renuncia a su inclusión directa y figurativa en la puesta en escena, sino además lo hace respecto de la potencialidad de su acción y de su reacción ante los otros co-presentes; más aún, resigna las posibilidades de la verbalización, bien sea evitando el diálogo, bien sea abdicando de la autoridad de una voz rectora. Tal invisibilización de la copresencia, ese olvido del sí por la pura observación, tiene como consecuencia una reducción de la subjetividad a su mínima expresión, a un –por así llamarlo– grado cero del yo. De este modo, si Solnicki alcanza por momentos capturar el universo familiar en sus develamientos más íntimos –como en las discusiones familiares– no lo hace por el camino del desapego y de la distancia sino por el de la máxima cercanía con su objeto, la cual posibilita, de manera complementaria, la naturalización de su intrusión. Porque la mirada fisgona, entrometida (incluso agobiante para algunos de sus familiares, como su sobrino Mateo), aligera su carácter molesto y perturbador, por fuerza de acostumbramiento, de derecho y de familiaridad. La cámara en consecuencia no sólo revela la presencia por ausencia de una mirada, y del yo que encarna en ella, sino además construye la ausencia de esa mirada por naturalización de su presencia.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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