A la búsqueda de un ethos antiguo. Nostalgia de jerarquías y ritos militares en Alexander Sokurov [Extracto]

por Román Setton

En su tetralogía sobre el poder –Moloch (1999), sobre Hitler; Taurus (2001), sobre Lenin; El Sol (2005), sobre Hirohito; Fausto (2011)– la incursión del último miembro del ciclo transforma de manera retrospectiva, al menos parcialmente, el significado de los otros tres films. Estos se presentaban como un largo camino hacia la muerte y la resurrección. En Moloch se retrataba un día en la vida de Eva Braun (Elena Rufanova) y Adolf Hitler (Leonid Mozgovoy) en Obersalzberg (una región alpina en Baviera) y se presentaba, al igual que posteriormente en Taurus y El Sol, la intimidad del poder y de los poderosos: un Hitler con problemas de digestión que se queda dormido en el sillón mientras conversa; un Martin Boormann (Vladimir Bogdanov) que hiede, o una Magda Goebbels (Elena Spiridonova) de caderas anchas y caminar pesado. La cúpula de la Alemania nacionalsocialista es presentada en sintonía con los personajes superfluos que poblaban la literatura rusa de finales de siglo XIX: fútiles, groseros y siempre ocupando un lugar o desempeñando un papel para el que no están preparados. Almuerzan, toman café, conversan sobre temas variados, hacen una pequeña excursión por las montañas: salvo Eva Braun, el resto de los personajes compite con constancia por el favor del Führer y por lograr una mayor cercanía espacial con el conductor.

Sokurov pareciera querer extraer todo rasgo mitológico de la representación de Hitler. En ninguna de las películas de esta serie se advierte el carácter elegíaco que caracteriza otras producciones del director. Ni la Alemania nacionalsocialista, ni los orígenes de la Unión Soviética o el imperio divino de Hirohito son iluminados por la luz feérica de Padre e hijo o El arca rusa. Dos elementos centrales trazan un hilo conductor en las tres películas sobre los dictadores: la corporalidad de los personajes representados como motivo central; el carácter decreciente de la luz y el color a lo largo de la serie. Moloch utiliza colores pasteles resplandecientes, en Taurus las escenas están sumidas en una constante niebla verde grisácea, y en El Sol las escenas carecen prácticamente de color y en muchos casos de luz, a tal punto que los primeros espectadores supusieron que se trataba de un defecto de la proyección. Asimismo, puede verse una línea progresiva en la corrupción de los cuerpos de los poderosos: en Moloch, Hitler –que ya se queda dormido en el salón mientras charla con sus invitados– hace constantemente disquisiciones sobre la corrupción del cuerpo; en la figura de Lenin (Leonid Mozgovoy) ya se advierten algunos de los signos visibles de la apoplejía que el médico (Lev Yeliseyev) le anuncia al comienzo del film; en Hirohito (Issei Ogata), percibimos la corrupción en el aliento del soberano y en los constantes movimientos espasmódicos de su boca.

Toda alusión a la corporalidad del soberano atenta contra el aura del poder y de la historia. En ese sentido, las imágenes de Hitler corriendo en calzoncillo o gritando en el baño entonan con las propuestas de Taurus y El Sol, pero también se oponen a la solemnidad íntima de estas películas. Las imágenes de los poderosos desentonan con claridad respecto de otras tradiciones de representación de estos mismos soberanos.

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