A propósito de La Flor, de Mariano Llinás (2018)
por Emilio Bernini
En principio, La Flor se destaca en la historia del cine argentino por su duración: 14 horas de relatos. En esa duración se aloja el gesto más radical del film, no solo por esa extensión temporal propiamente dicha, sino incluso porque, por decisión del cineasta, el film solo puede verse en salas de cine. Bien al contrario de la circulación contemporánea de las películas, en Internet, por medio de links de acceso, La flor ha podido verse, hasta ahora, solo en tres ocasiones, en tres estrenos sucesivos. A diferencia de lo que ocurre con las películas en general que se estrenan una vez o que nunca se estrenan, la discontinuidad de las proyecciones hace que el film, cada vez que se pasa, se estrene por primera vez.
Ahora bien, esa radicalidad de la duración aparece tensionada por otras decisiones del cineasta. En primer lugar, la película se exhibe en tres partes en tres días distintos, cada una de ellas con uno o dos intervalos, de modo que la duración extrema deja de poner en cuestión la visión y al espectador, como ocurría con los casos modernistas: el Empire State (1964), de Andy Warhol, –para poner un ejemplo modelo del cine moderno, de ocho horas de extensión– exigía una visión de conjunto. En cambio, si la exhibición se interrumpe, se distribuye en varios días, para descansar de una visión que dure el tiempo del film, la duración deja de ser de ser la misma. En segundo lugar, ese mismo ejemplo permite observar otra tensión de esa radicalidad de la duración en La Flor, puesto que en el film de Warhol no hay narración sino puro registro del edificio en el transcurso de esas ocho horas, con las diferencias lumínicas que presupone el paso del día. El film de Warhol pretendía mostrar el transcurso del tiempo, “un poco de tiempo en estado puro”, habría que decir, para cuestionar de ese modo, irreversiblemente, la experiencia del cine, en el sentido clásico de su recepción. Empire State producía un extrañamiento en la mirada, la desviaba hacia el dispositivo, la sala propiamente dicha, la proyección de las sombras lumínicas, los otros espectadores: es decir, hacía salirse del cine, distanciarse de él, en el cine mismo. En cambio, La Flor solo se compone de narraciones (y no tolera el registro solo sin relato): en las 14 horas se narran, en efecto, 6 relatos de distinta extensión. Así aquella “salida” del cine, en la sala, para extrañar la experiencia de ver un film de una duración aberrante, queda paradójicamente absorbida, en La Flor, en la conservación de esa experiencia ya que, con la división de la duración en tres funciones con dos o tres intervalos cada una, se busca que la atención se sitúe casi (como voy a explicar más adelante) por completo en las historias narradas. Con la decisión de que el film pueda verse únicamente en las salas, negando cualquiera otra circulación, y dividido ese modo, Llinás busca volver al cine, no salir de él, recuperar la experiencia. En esto, La flor realiza un doble movimiento: hacia afuera del cine, por la duración y a la vez hacia adentro, por la visión en salas, con extensiones menores.
A su vez, cada uno de esos relatos está articulado en torno a un género narrativo o a más de uno, todos clásicos: el film noir, el terror, el espionaje, la aventura, el film sobre la filmación de una película, el musical; y también dos de ellos se conciben a partir de ciertas puestas en escena fácilmente reconocibles (las películas de clase B y el cine mudo). En esos códigos se aloja el placer del cine de género, porque el espectador ve un tipo de narración cuya estructura y cuyos tópicos conoce de antemano: el placer del cine clásico, precisamente, reside en la repetición, en ver una y otra vez el “mismo” relato. La Flor demuestra poseer un conocimiento y una capacidad notables para trabajar con los géneros, especialmente con los clichés de los géneros; incluso al exagerar esos clichés, al modificarlos, al burlarlos, produce, habría que decir, un plus de placer, el de un doble reconocimiento. El espectador de La Flor se complace en la repetición que implica en sí misma una película de género, y a la vez disfruta, una vez más, de la ironía y de la parodia sobre los géneros mismos que los relatos efectúan. El trabajo con los clichés más variados de los géneros en el conjunto de los relatos configura una operación intertextual más bien parecida a la del pastiche. Salvo que no se trata, aquí, de un pastiche adverso a los géneros; el pastiche como operación retórica siempre busca degradar su modelo, pero no tanto en La Flor: la parodia y la ironía ejercidas sobre las películas que toma como modelo[1] no son, en el film, contrarias a las visiones del mundo que ellas poseen. En La Flor el vínculo con los géneros es más bien creyente, es decir, cinéfilo, precisamente donde hay una pasión por narrar, volver a narrar, aquello que se ha visto tantas veces; en esto, el vínculo con los géneros no parece destructivo, porque la distancia irónica es parte misma del placer de narrarlos.
Pero Llinás no hace con los géneros lo que hacen los cineastas contemporáneos que vuelven sobre esas modalidades narrativas industriales, como puede observarse en algunas películas del mismo año de La flor (2018). En Transit, Christian Petzold respeta cada una de las normas sintácticas y semánticas del melodrama, con una precisión amorosa, y no se atreve a modificar, y menos aún a parodiar, la historia de la frustración sentimental que atraviesan sus personajes. En el mismo sentido, Gaspar Noé, el cineasta más impostadamente provocador, tampoco altera la lógica narrativa del terror en Climax, sino que la lleva a un punto que busca incluso superar las películas del género, pero sin desviarse en nada de sus lineamientos. Lars von Trier, en cambio, sí transforma el género de los asesinos seriales, en The House that Jack built, pero lo hace interpretándolo, de modo católico, como una versión del “Infierno” de Dante: Jack, el asesino, navega, al final del film, en la barca de Caronte junto a Dante o a Virgilio, antes de entrar al infierno. Nada de esto está en el trabajo con los géneros en La Flor. En el film de Llinás hay otra operación, porque aquello mismo que opera en el sentido de los géneros (con el doble placer del espectador de reconocimiento y burla), se ve alterado a su vez, al menos por dos motivos. Ambos motivos vuelven a plantear la cuestión de la radicalidad.
Por un lado, cuatro de los seis relatos son fragmentarios, es decir, no concluyen. Cada interrupción es abrupta, pero se confunde, deliberadamente, con el intervalo: la ilusión de la continuidad de la historia y de homogeneidad del mundo narrativo, se deshace cuando el espectador vuelve a la sala y empieza un nuevo episodio. Esos cortes abruptos entre historias, deceptivos, forman parte más bien de una lógica de goce, no ya con el placer de la narración, y en esto se vincula con la radicalidad de la duración, aun cuando ésta se tensione, como he señalado, en las decisiones de exhibición.
Pero, por otro lado, lo que responde a esa decisión abrupta de interrupción –que rompe toda continuidad no solo al nivel de una historia sino que incluso hace imposible una relación entre todas–[2] parece ser la propia lógica de avance ciego de las historias. Los relatos tienen un avance indefinido en el que se complica cada vez más lo que se narra, por eso una historia (como la del segundo episodio) puede empezar por la banalidad (paródica) de la pelea de una pareja de músicos populares, a lo Pimpinella, pero puede complejizarse con una historia segunda sobre las toxinas del escorpión, con una banda internacional vinculada al negocio de esa toxina, que secuestra y tortura a una de las mujeres –que se inyectó esa toxina–, relacionada con los músicos populares, etcétera. La relación entre ambas historias, en el mismo episodio, nunca se establece, porque la fuga hacia adelante de cada narración precisamente lo impide. Entonces, la interrupción abrupta de cuatro de los episodios responde más bien a su propia lógica loca de avance narrativo. Cuanto más complejo es ese avance, más duración posee cada episodio (el tercero dura seis horas) y menos posible es su cierre, su conclusión.
Ahora bien, precisamente ahí, en ese avance, cuya complicación hace que la duración se extienda, se produce el efecto de una salida del cine, que se veía limitado por el modo de exhibición. En efecto, si al fragmentar la duración se disuelve el extrañamiento que produciría necesariamente la permanencia obligada en la sala a lo largo de 14 horas, al hacer avanzar las historias por vías impensadas, divergentes, o paralelas sin retorno, la atención del espectador se discontinúa, se dispersa, ya en el espacio en el que está situado, ya en sus interrogaciones sobre los sentidos, ya en el propio cuerpo, ya en la presencia de los otros espectadores, que comen o conversan, accediendo así más bien a una experiencia de orden instalativo, por fuera del cine.
Por último, hay que decir que esa lógica loca de avance hacia adelante, que pierde los rastros de su devenir, sitúa el film en su propia época estética. La radicalidad (en cuestión) no es tanto un programa sino más bien una consecuencia de su modo de formularse, de avanzar y de configurarse, a posteriori de ese proceso. En La Flor, la radicalidad está en cuestión precisamente por ese a posteriori. En ese tipo de duración, en ese rechazo de todo realismo (“pálido simulacro de lo real”, dice Llinás) La Flor, como conjunto, como concepción, no encuentra sus modelos propiamente en el cine, sino, como se ha señalado, en Borges, en la idea borgiana de que, desde una estación de servicio ACA, bajo eucaliptos, al costado de una ruta en un país periférico, se pueden narrar los géneros universales del cine, en cruce con todas las referencias a la propia cultura subalterna. Pero más que lo borgiano, el modelo está en el teatro argentino contemporáneo. De allí, la presencia de las actrices de Piel de Lava en cada episodio, que el conjunto de las historias no justifica en términos textuales o de contenido (en todo caso, en términos de actuación) y no en términos de sus propias puestas teatrales [3]. Las Piel de Lava (incluidos algunos otros actores de la escena teatral) son el vínculo, propiamente físico, con el modelo del teatro argentino contemporáneo que el film asume para sí mismo, y que evidencia en ellas, en su presencia recurrente en cada historia. Como si hubieran sido necesarios los cuerpos de esa escena teatral admirada, su materialidad (el teatro es solo corporalidad), para ratificar el vínculo, apropiarse del modelo, formar parte misma de él.
Uno de esos actores-cuerpo es el dramaturgo Rafael Spregelburd (que participó en Historias extraordinarias, el film anterior que sienta las bases de La Flor), en cuya obra teatral Llinás encontró una “nueva ética de la ficción”:
Se trata de la ficción convertida en un elemento de derroche, en una materia exuberante que se resistía a ser utilizada para cualquier propósito que no fuera su crecimiento enloquecido y autónomo. La ficción no servía para nada más que para dar vuelta el mundo, para ponerlo todo en jaque y abofetear el pálido simulacro de lo real. Ante la triste ficción disfrazada de la que cotidianamente se sirve el mundo, la “nueva ética” oponía una ficción subversiva, imparable y devoradora.[4]
En la ficción como derroche, materia exuberante y crecimiento enloquecido y autónomo está, pues, la concepción de cada uno de los relatos de La Flor. Con una diferencia, acaso fundamental. Porque los relatos teatrales de Spregelburd (cuya Heptalogía de Jeronimus Bosch cuenta con una pieza teatral autónoma, de un promedio de 4 horas cada una, destinada a cada pecado capital) carecen de límites formales, allí donde están compuestos más bien de un sinsentido lógico, que avanza indefinidamente de modo centrípeto: desde un punto de partida se avanza y se vuelve, se deriva y se retoma.[5] Llinás, en cambio, concibió el avance exuberante de cada relato bajo la lógica de los géneros y encontró ahí un límite formal posible. Los géneros cinematográficos permiten una deriva centrífuga, y no centrípeta, que no vuelve a su punto de partida, porque la historia puede seguir hacia adelante manteniendo ciertos temas y ciertos encadenamientos propios de cada género. A posteriori, Llinás buscó un enlace vinculado a la narración, no al tema de los relatos, que aludiera a ese conjunto de historias y a su agrupación: por eso el título del film es el nombre que se da al dibujo de los seis relatos, que forman, en efecto, una especie de flor. Pero el nombre de “la flor” no señala una estructura, no designa una forma en el ordenamiento de los relatos, porque más bien el avance del todo el film es el de una línea de fuga errática. El nombre es el intento de dar totalidad a una película que busca volver a la experiencia del cine, pero a la vez, por sus mismas tensiones, salirse de ella.
[Este texto es una versión ampliada de La Flor. La radicalità in questione. Debo agradecer la imprescindible lectura de Tomás Binder, Magdalena Cámpora y Daniela Dorfman].
[1] Les vampires, de Feuillade; Las arañas, de Fritz Lang; La mano de la momia, de Christy Cabanne; Un día de campo, de Jean Renoir; De Rusia con amor, de Terence Young…, como se desprende de la programación del ciclo organizado en la sala Lugones, en el que se proyectaron esas películas, en paralelo al nuevo estreno de La Flor.
[2] Se ha señalado que la continuidad estaría dada por la presencia en todos los episodios (salvo uno) de las cuatro actrices del grupo Piel de Lava (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa), pero esa continuidad es exterior, no interna a los relatos.
[3] En Petróleo, una comedia de deconstrucción de la masculinidad y del machismo -que se reestrenó con el tercer estreno de La Flor-, hay una política de género que es en todo ajena al film de Llinás.
[4] En “Spregelburd y una nueva ética de la ficción”, Emiliano Gullo, cita esas palabras de Llinás sobre una conversación con el dramaturgo.
[5] Ya sea el fascista de La terquedad con su plan humanista de transformación del lenguaje, ya el debate sobre el arte nacional entre un pintor y un crítico, en Apátrida; ya el robo a un banco, comentado por las docentes de una escuela de Merlo, en Acassuso; ya la amnesia, en Spam, del profesor universitario que pierde la memoria, etcétera.
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