A propósito de La Noche (Edgardo Castro, 2016)
por Gabriel Giorgi
Sería un error, creo, suponer que la presencia cada vez más frecuente de sexo explícito en el cine obedezca solamente a una nueva permisividad que empujaría una vez más la frontera de lo que llamamos pornográfico u obsceno. Una serie de películas de bastante repercusión,y de la más diversa índole -desde El Anticristo de Lars von Trier a L’inconnu du lac, de Alain Guiraudie o el reciente Boi neon, de Gabriel Mascaró- incluyen registros visuales que hasta no hace mucho hubiésemos identificado con el territorio obvio del porno: penetraciones, eyaculaciones, una nueva intensidad de lo visible sexual. No cabe duda de que hay en juego una cierta expansión del ver -dado que ¿por qué el grado de explicitud de lo sexual marcaría géneros y jerarquías estéticas?, ¿cuál sería la lógica de esa interdicción en sociedades cada vez más saturadas de imágenes porno?-, pero tengo la impresión de que en ese recurso al registro de lo porno se juega algo más, algo que la noción de una nueva transparencia o libertad en torno al sexo visible no termina de capturar.
La noche (2016), de Edgardo Castro, nos permite pensar algunas cuestiones en torno a esta nueva relevancia del registro porno en el cine contemporáneo. El film de Castro, que, como se sabe, ganó el premio del jurado en el BAFICI de este año, presenta una secuencia de salidas nocturnas del protagonista, interpretado (y volveremos sobre esto, que es sin duda clave) por su mismo director. Criatura nocturna -las pocas escenas durante el día están saturadas de luz: para él, como para nosotros como espectadores, la luz diurna es tan hostil como inútil-, lo vemos noche tras noche comer solo, arreglarse rápidamente, y salir de caravana que termina, invariablemente, en escenas sexuales con amantes ocasionales -varones, mujeres cis y trans, por lo general en tríos- rigurosamente acompañadas por alcohol y cocaína. Una cámara que lo sigue a los escenarios reales donde tiene lugar este circuito: boliches donde varones «maduros» como el protagonista, muchachos y mujeres de toda edad persiguen una diversión que tiene dos nombres: droga y sexo. No es el circuito de los «chicos jóvenes»: los signos de la madurez, especialmente (pero no exclusivamente) masculina, se hacen ver por todos lados. Una decadencia física, pero también del aguante van puntuando las salidas: la inminencia de un derrumbe nos acompaña durante gran parte de la película.
Si en muchas instancias el recurso a la visibilidad porno apunta a reforzar una cierta retórica de lo real o incluso de lo hiperreal, aquí, al contrario, lo pornográfico funciona como instancia de un cierto distanciamiento, de una nueva extrañeza ante lo real, y que pasa justamente por una sexualidad «fuera de sí», es decir, fuera de los protocolos, las coreografías y las secuencias que asociamos con lo sexual. Contra el porno mainstream -que lleva hasta el extremo la normativa de lo que constituye una «relación sexual», sus rigurosas reglas, los signos de su realización, su gimnástica-, estos registros de la sexualidad explícita parecen apuntar más bien hacia una cierta desrealización, o al menos hacia una tensión de las retóricas de lo real a partir de una nueva visibilidad de los cuerpos, sus deseos y sus placeres. Esto funciona de modos bastante nítidos, por ejemplo, en el reciente film del brasilero Gustavo Vinagre, Nova Dubai, del 2014, donde la visibilidad porno entra en sintonía con el despliegue de esa otra producción de realidad que son los «proyectos habitacionales» de la era neoliberal, aislados y alejados da la ciudad y centrados en sí mismos: edificios fantasmales, fantasías de la «calidad de vida» (la referencia, evidentemente, es Dubai como utopía neoliberal) en sincronía con un registro porno que parece querer desfondar la textura misma de esa fantasía. En La noche lo porno funciona, como veremos, en otra dirección pero aun así comparable: una pornografía en los contornos de sus propias fantasías, un porno de lo que queda cuando la «fantasía sexual» no llega a desplegarse, y quedan los cuerpos en un cierto abandonados, deshabitados, una especie de despojo que no se deja capturar por los deseos y sus ensoñaciones. Quizá pueda hablarse de «posporno» pero no en el sentido que habitualmente le damos a esa noción -como politización explícita de la tensión con el porno mainstream, y como exploración de formas alternativas, no-normativas de lo visible sexual-, sino más bien en términos de una cierta distancia y extrañamiento respecto de las fantasías de la pornografía, fantasías que en sociedades como las nuestras, saturadas de imaginería explícita, básicamente coinciden con las retóricas disponibles y normativas de lo sexual, con los modos en que se subjetiva y se construye el cuerpo y el sujeto sexual. Imantados por la sexualidad, pero revelando (y trabajando, digamos) lo que en ella no se cumple: ese revés, o esa periferia, ese «fuera de campo» de la pornografía: eso es lo que aparece en La noche.
Afterlife del chongo
La noche retorna una y otra vez a una figura que insiste en el circuito nocturno que despliega: el chongo. Personaje que en la cultura argentina es inseparable de la escritura de Perlongher, y cuyo contraste con la película de Castro resulta iluminador. Se recordará que muchos de los textos de Perlongher trabajaron ese nudo de deseo que es la figura del chongo: la teatralidad del gesto masculino, el relieve de la clase social, la ambivalencia de las intensidades que lo constituyen, y que arma su coreografía con la loca para tramar una línea de fuga respecto de las identidades sexuales que hacia los ’80 ya se instalaban como nuestra nueva normatividad. El chongo como foco de luz y como engaño; como núcleo de la escritura y trayectoria urbana; línea ambivalente de «vida intensa» y de microfascismo; como fantasía y grieta. Ese chongo, que ya venía trazando sus itinerarios en la cultura argentina desde antes de Perlongher, será, a partir de él, una figura acaso necesaria para trazar recorridos libidinales que movilizaran la distribución entre lo hetero/homosexual como matriz normalizadora de la sexualidad. Recorridos que llegan más allá de Perlongher: pensemos en el maravilloso «Pibe de oro» de Mariano Blatt. El chongo, de teatralidad hetero pero siempre con su escapada gay, o al menos homoerótica: una salida, una «línea de fuga» a las disciplinas de la identidad, la cárcel de la monogamia, a la transparencia de un cuerpo ante su deseo. Una cierta disponibilidad de los cuerpos, ante el cierre normativo que parecía anunciarse desde los ’80.
Perlongher hace del chongo un personaje, es decir, una herramienta formal para mapear modos de subjetivación (que implican, evidentemente, ejercicios de desubjetivación respecto del «hetero», lo «gay», el «prostituto», etc.) Y para ello, escribe principalmente desde su fascinación con esa figura: para explorar sus posibilidades, lo que ilumina y su línea de imantación sobre los vocabularios disponibles de la sexualidad. Escribe, sin duda, sus límites y sus riesgos («la oscura circunstancia en que el encuentro entre la loca y el macho deviene fatal»); pero precisamente, el chongo es un nudo de ambivalencia y de matices porque está atravesado por líneas de intensidad posibles. El chongo promete esa ambivalencia, esa línea de pasaje, esa desubjetivacion porque es flujo. Está hecho de eso, y de las ambivalencias que vienen con eso -pasajes, desestabilización de las identidades dadas-; la versión prostibularia y clandestina, minorizante, de la libertad. Llega a la escritura como índice de intensidad, como anudamiento y pasaje de fuerzas entre cuerpos.
La noche orbita, casi todo el tiempo, en torno a esa figura, pero bajo una luz muy diferente, una luz más bien terminal, de cierre. Noche tras noche el protagonista está imantado por la figura del chongo. Y va construyendo su relieve: el callejeo, el arreglo por dinero o por un par de saques. Siempre en tensión con la mujer: un trío con una chica trans (Guada, que se revelará central a medida que avanza la película), o, al menos su presencia como imagen (en la primera escena con un chongo solo, se habla del culo de las mujeres en la película que proyecta la televisión). Incluso cuando vemos al protagonista levantarse a una mujer, la escena terminará en casa de un amigo de ella: protagonista y amiga comparten al dueño de casa; queda la promesa, vaga, de que los dos varones se verán solos, promesa sobre la que el protagonista insiste. La presencia femenina será, digamos, la garantía del chongo: de que no estamos en un mundo gay, del deseo y el lazo exclusivamente entre varones. El chongo trafica intensidad justamente porque permite que la heterosexualidad se vuelva otra cosa, que pase algo que no es inmediatamente reconocible: tal, al menos, la fantasía, la promesa que el protagonista quiere arrancarle al chongo.
Sin embargo -y aquí la diferencia con Perlongher es clara- en La noche el chongo no parece poder canalizar eso. Más que índice de intensidad deseante, es una figura laxa, interrumpida, arrastrados por una indolencia que no trafica ni conecta -desde lo más gráfico: cuerpos sin erecciones ni orgasmos, disponibles pero con retaceos, y atravesados por un deseo del protagonista que no encuentra, nunca, aparentemente satisfacción-. La noche realiza la proeza de un registro porno donde no hay ningún orgasmo: el goce, aparentemente, está en otra parte. El deseo fuera de foco: no se sabe qué desean los personajes, qué los mueve, en esa deriva siempre saturada de cocaína y que los vuelve, frecuentemente, figuras espectrales, perdidas en una ciudad que poco los acoge, pero que tampoco los persigue ni los sanciona. El chongo de la primera noche es el más propicio: por la paga ofrece erección y abrazo, que es lo que se le pide. Desde ahí, los que suceden van derrumbando la fantasía sexual: son escenas sin goce, apenas puntuadas por un erotismo débil, donde la escena sexual deja lugar a otra cosa: una charla, un juego (como el del trío con la mujer cis y su amigo: pasados de cocaína, se divierten con ropa interior del hombre araña, más que con el trío sexual). El film dramatiza, en sus silencios, en su cámara siempre muy cercana, en los fragmentos de cuerpo a la intemperie que repetidamente pone en escena, la conformación de ese abismo entre el protagonista y esa noche en la que su deseo parece no tener lugar, línea de satisfacción. Hay, sí, una escena donde el chongo adquiere su antiguo esplendor: una orgía de una mujer trans con varios hombres, en un boliche. Pero el protagonista queda afuera de ese circuito de goce, rechazado, justamente, por el pibe al que se quiere acercar. La noche toma las medidas de esa nueva distancia entre el deseo del protagonisa y esos chongos con los que, aquí, no pasa nada: ninguna intensidad, ningún goce, más bien los restos, ese desenfoque de una fantasía que no puede anclarse en estos cuerpos. Incluso en la última escena -el último chongo, digamos-, lo que podría ser una extática lluvia dorada (un «regalito», dice el pibe), aquí se vuelve una escena disonante, más bien inofensiva y donde nadie parece gozar demasiado: como si los cuerpos no pudiesen encarnar, canalizar las fantasías que los reúnen. Esa obturación, ese flujo trabado, eso que no termina de pasar: La noche pone ahí a sus chongos.
Ante ese panorama, esperamos alguna de las salidas previsibles: el derrumbe físico por un cuerpo que ya no aguanta el reviente, o el castigo violento a manos de algún chongo. Ni lo uno ni lo otro. La salida: salirse del chongo y su fantasía; poner el deseo en otra parte. Ahí entra Guada, la chica trans que participa de un trío, al principio, y que va cobrando relieve como personaje que parece desplazar lo sexual hacia el afecto: como si lo sexual quedara, en su caso, reservado para la escena de prostitución (que es el trabajo de Guada), y el espacio del afecto -la domesticidad de las compras, la cotidianeidad de la la pizza y el barrio, en una larga escena entre el protagonista y Guada- es el mundo que la personaje traficara e instalara en el universo del protagonista. La domesticidad de una pareja rara del protagonista con la mujer trans: La noche quiere retener esa nueva rareza que no reclama el prestigio de la transgresión y que sitúa el afecto, más que la sexualidad, como su punto de gravitación. La escena final entre Guada y el protagonista es una escena de un romanticismo recatado, narrada por la canción de Tom Petty,
«The Waiting», cuya letra enmarca el relato que, hacia el final, verificamos que es el que la película narra:
Well yeah I might have chased a couple of women around
All it ever got me was down
Then there were those that made me feel good
But never as good as I feel right now
Baby you’re the only one that’s ever known how
To make me want to live like I want to live now
The waiting is the hardest part
Every day you see one more card
You take it on faith, you take it to the heart
The waiting is the hardest part (1)
Intemperie y voyeur
Entre las muchas promesas que nos hace la pornografía mainstream, (y no sólo la mainstream, en algunos casos la casera también), hay una que me parece especialmente interesante: la de que toda situación, incluso la de mayor penuria (la tortura, la brutalidad policial, la humillación económica) puede ser revertida en placer, en situación donde el orgasmo repone una plenitud sistemáticamente negada. Esa es una de las fantasías ávidas del porno. La cárcel, la sumisión, la sujeción, la explotación, todo se vuelve placer porque el cuerpo cambia de posición: donde el policía te pega, el patrón te explota, el militar te tortura, allí mismo el cuerpo sexual revierte el sentido y se vuelve satisfacción plena. Milagro humilde del porno para un mundo de privaciones y violencias: un fairy tale del cuerpo. La imantación del porno no es solo hacia cuerpos idealizados, imposibilitados de toda frustración sexual, plenos en su erotismo muscular; es también hacia ese relato en el que los cuerpos no pueden sino resultar en orgasmos incontestables y transparentes.
La noche orbita en torno a esa plenitud sin, como dijimos, siquiera astisbarla, y usa la visibilidad porno para dar cuenta de eso. Vemos sexo oral, vemos juegos sexuales, y vemos eso que no se realiza, que no se cumple: lo visible porno registra aquí eso que en los cuerpos no deja pasar la fantasía, esa especie de opacidad, de obturación, de resistencia a un circuito de deseo que no termina de tener lugar. El porno permite ver eso: eso que «cae» de la fantasía. Este es quizá uno de los logros más interesantes del film, el de capturar esa indolencia del cuerpo que no goza pero que tampoco parece demasiado frustrado. Como si registrara, desde el porno, ese momento en el que el sexo se deja de lado, sin demasiado dramatismo ni tampoco frustración: un mecanismo formal para medir la distancia respecto de las fantasías porno, que son, como decíamos, las matrices de muchos de los sueños de intensidad de una época que ha hecho de la sexualidad el núcleo de su felicidad y la energía de sus lazos. Posporno en este sentido, entonces: no contra el porno, sino a contrapelo de sus directivas, en una sociedad saturada de imágenes de una pornografía mainstream que dictamina las formas del placer, las secuencias de los cuerpos, el repertorio de sus ensoñaciones.
Me parece interesante, en este sentido, el hecho de que el director sea el protagonista, junto a otros, de las escenas porno: hace de su cuerpo el terreno mismo de esta vacilación de la fantasía deseante. Significativamente, en Nova Dubai también es el mismo director el que entra en la escena porno: como si estos ejercicios en torno a la visibilidad sexual fuesen inseparables de una cierta ética no sólo de la imagen sino de sí: el propio cuerpo como el terreno de la experiencia a registrar.
Este ejercicio a la vez estético y ético del film contrapesa lo que creo que es su rasgo más débil: el retrato, entre documental y voyeur, de un «mundo de la noche», de una cultura de cierto reviente, con su folklore de drogas y rostros de prontuario -mundo que, como queda muy en claro en gran parte del film, coincide, en gran medida, con el mundo trans (como hasta no hace mucho fue el ambiente gay, o antes los circuitos de prostitución). ¿A quién se invita a esta excursión? ¿Quién quiere ver y qué? Por qué hay que llevar a ese espectador de visita, pudiendo ir por sus propios medios, en un universo -como queda muy claro en el film- en el que este mundo no es necesariamente un mundo clandestino, o como se decía antes, un «submundo»: no hay policía, no hay representantes de una mirada de sanción moral, legal, económica… La escena en el boliche, que incluye espectáculo de strippers -chongos y mujeres trans: y aquí sí hay erecciones, y tráfico de placer, justamente allí donde el film repone una escena de porno convencional y justamente, como puesta en escena– parece innecesaria en la economía del film. Si el film trabaja su traición, su distancia respecto de las fantasías normativas, esta escena tiene mucho de visita voyeur a lugares interdictos, para satisfacción de una mirada curiosa pero que reclama su distancia: una gramática moral de la mirada que otros momentos del film desbaratan.
Me parece interesante contraponerle a esa gramática moral del ver la posibilidad que viene con esa suerte de «fuera de campo» de lo porno: lo que captura afectos, líneas de sensibilidad en los márgenes de una sexualidad que se ha vuelto, para nosotros, mercado de felicidad, y por eso mismo, una zona de captura y normalización de la subjetividad. Me parece que allí La noche da en la clave de ciertas posibilidades de lo porno que no pasan ni por la transgresión, ni la provocación, sino más bien por una cierta capacidad de su visibilidad para desplegar una nueva luz sobre el desamparo de los cuerpos, sobre su intemperie: esto es, sobre el modo en que los cuerpos piensan.
(1)
Bueno, sí, puedo haber procurado un par de mujeres por ahí
todo lo que me dieron fue un bajón
estaban también las que me hicieron sentir bien
pero nunca tan bien como me siento ahora
Nena, sos la única que sabe
cómo hacerme querer vivir como quiero vivir ahora.
La espera es la parte más difícil
cada día ves una nueva carta
le ponés tu fe, la llevás al corazón
La espera es la parte más difícil.
Trailer de LA NOCHE (Edgardo Castro):
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