Iluminación, caída y karma. Las tres trilogías de David Lynch

DOSSIER LYNCH

Primera parte

por Gustavo Galuppo Alives

 

No se trata aquí de abordar en un solo texto las características fundamentales  e inabarcables del cine de David Lynch, sino de postular ciertos elementos expresivos y formales recurrentes a partir de los cuales se hace posible pensar a su filmografía dividida en tres grandes trilogías ligadas, cada una, a una geografía determinada y a un proceso místico singular:

1. La trilogía de los mundos industriales. Iluminación (Eraserhead, El Hombre Elefante, Duna)

2. La trilogía de la Norteamérica profunda. Caída. (Terciopelo azul, Corazón Salvaje, Twin Peaks)

3. La trilogía de Hollywood. Karma (Carretera perdida, Mulholland Drive, Inland Empire)

Cabe aclarar, quedará afuera, aquí, Straight Story, una obra que se resiste a esta caprichosa especulación.

Cada parte incluye un video especulativo.

 

Parte 1.

Trilogía de los mundos industriales: Iluminación

 

En esta trilogía inaugural de Lynch la industrialización signa el colapso de, cuanto menos, una  idea de “lo humano”. El espacio es el territorio de una caída, de una pérdida, de una desilusión y de una espera. Pero de una espera infructuosa que ya no promete nada más que la agudización inexpugnable de la desolación y la hostilidad.  Allí, entre máquinas concertadas en la prosaica rítmica del vacío productivo y de los vapores que nublan la visión, sólo pueden proliferar la monstruosidad y la mutilación; también, claro, la tenacidad del desamparo. El estado de estos mundos industriales es un estado de pérdida ya efectuada, de desastre ya acontecido. Ahora, en el presente, sea cual sea, no queda nada, ningún lazo, ningún afecto. Lo que resta es apenas el estatuto disciplinario de las máquinas y los rudimentos de un paisaje hostil ensombrecido por la intensidad de una mecánica brutal, obstinada en su voraz negligencia instrumental. Bajar y subir palancas, acoplarse a los mecanismos de la repetición, dejar que el vapor brote entre los dientes abiertos del metal. No mucho más que eso. Aguantar y subsistir. La ternura o el amor son un recuerdo distante, o cuanto menos un deseo persistente en su asegurada insatisfacción.

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Eraserhead es un mundo postapocalíptico de corte fantástico, acontecido después de la última y definitiva caída de lo humano, un paisaje postindustrial del después de la pérdida final. El hombre Elefante es el momento histórico situado, y declarado, de la Revolución Industrial. Duna, por su parte,  es el universo imaginario del Steampunk, el futuro fantaseado desde el despliegue de la tecnología del vapor (aunque es sabido que en esta quedan sólo vestigios de la idea inicial de Lynch). Todos, los tres, mundos industriales, signados trágicamente por la eficacia deshumanizadora de la máquina. La lógica de la espera infructuosa y de la desilusión sellan la vigencia de un mundo ya colapsado en la ostensible brutalidad de una mecánica deshumanizadora. La única posibilidad de “lo humano” está para esas alturas y únicamente en el movimiento de un repliegue, en la renuncia, en el retiro a un espacio interior dado como muerte y ambiguo renacimiento.  Duna, o en lo que queda de lo que podría haber sido, con todos sus problemas y vicisitudes, sin embargo, alcanza a hacerlo explícito: Paul Atreides, el que se repliega y muere, es el glorioso renacido, el durmiente que despierta, el mesías esperado; aquello que insinuaban, oscura y crecientemente, Henry Spencer y John Merrick con sus tránsitos dolorosos y humillantes, en Atreides finalmente se efectúa. El padre (del hijo-monstruo no deseado), el hijo (de la madre-belleza ausente),  finalmente cierran su ciclo en la última revelación del espíritu encarnado en la figura del renacido. Eran, los tres, esperados sobre la tierra. Pero Atreides transforma o amplifica el sentido sacrificial del crimen y el suicidio, o cuanto menos lo completa en una coda que a los otros les había sido privada. Al repliegue y  la iluminación les sigue el despertar del durmiente, el renacimiento y la salvación. Y no sólo propia, sino colectiva.

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Las mismas figuras visuales cierran las 3 películas. La luz que quema la imagen en un blanco demasiado lleno. También el círculo sutil y a la vez esplendoroso, igualmente blanco y brillante, suspendido en un cielo estrellado. Perfección y completud. El cosmos. Las estrellas. Nada termina. Todo continúa. Modos reconocibles del infinito o la eternidad, de lo sagrado también. Y es que en esos mundos industriales agobiantes, a pesar de sus arquitecturas laberínticas, hay fisuras insospechadas, modos de pasaje a un interior-exterior como salida. De un modo o de otro, ante la constancia de una mirada mortuoria, al final el cambio se ha producido, siempre y en cada caso. La transformación. La iluminación. El renacimiento. Los rudimentos de la biografía devienen acontecimientos cósmicos, como en el mito, pero también como en ciertos relatos maravillosos y en ciertos cuentos de hadas. La trilogía inaugural pivotea esquiva, y ambiguamente, sobre el mitologema del renacido, o del niño-divino.

 

Eraserhead (1977)

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La lógica arquitectónica de estos mundos industriales es por demás intrincada. Lo mismo la temporal. Se trata de laberintos. De tendencias dinámicas espiraladas o trazadas en meandros que van y vienen entre capas paralelas y a la vez unificadas, sin centro ni salida. Se trata de mundos constituidos por capas coexistentes y atravesadas por canales de comunicación incomprensibles. Agujeros o charcos funcionan como paso de una capa a otra, como pasajes de ida y vuelta entre-capas de mundo. Un orificio en cualquier superficie material, una cavidad líquida que se revela sin fondo. Pero aún así, en esa arquitectura imaginaria no hay arriba ni abajo, ni antes ni después. Todo se sostiene al mismo nivel del desconcierto, sin jerarquías físicas ni geográficas ni temporales. Las capas de mundo coexisten todas al mismo nivel de una intensidad perceptiva autónoma, configurando las coordenadas incomprensibles de un mundo estallado que parece no dar ni tener salida. Sin embargo, siempre, parece haber una última capa escondida, interior, incierta, profunda; improbable incluso, pero asimilable a través de ciertas revelaciones sensuales e inesperadas. Por eso a esta sección, a esta última capa sugerida apenas tras una intensidad sensible opacada en el rudimento industrial,  no es posible llegar siguiendo un estricto itinerario físico, sino desde un largo y doloroso proceso personal interno, de encuentro y de pérdida, de aceptación e integración, de aniquilación y sacrificio, quizás asimilable a lo que la tradición junguiana denomina proceso de individuación (si así fuera, si fuese posible asimilar esa figura, esta primera trilogía hablaría de dichos procesos efectuados, mientras que las dos siguientes afirmarían su fracaso, con la salvedad de Inland Empire).

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Si bien en Eraserhead las múltiples capas de mundo atienden a la esquiva lógica de la ensoñación, fraguada en ese punto del inter-mundo imaginal, entre el sueño y la vigilia, y sin un atisbo de posibilidad de ser articuladas sobre una estructura racional lógica, es en El Hombre Elefante donde el funcionamiento de esa estructura multiforme y esquiva de mundo se hace más gráfica y patente, incluso en su aparente y engañoso realismo en cierto modo clasicista. Allí existen, fundamentalmente, tres capas: la de la feria, la de la ciencia, y la de la alta sociedad. La feria propiamente dicha, la mirada de la medicina, y la del teatro o la “alta cultura”. En cada una, un escenario, dispuesto para la perfecta puesta en escena de la separación, la humillación, y la violencia. Tres capas del mundo habitado por John Merrick que se comunican sin rangos morales jerarquizantes, siendo en todos los casos, el designado monstruo, el objeto de violentas miradas objetualizadoras que desconocen disposiciones éticas. En el escenario de la feria es víctima de la burla brutal del “populacho”, en el de la medicina del cinismo de los especialistas, y en el de la alta sociedad de la hipocresía de lxs ciudadanxs bienpensantes y humanitarixs. Entre todo, Merrick se demora en pasajes, entre una capa y otra de ese mundo industrial colapsado, pero nada lo exime de la violencia, la hostilidad, la humillación y el sufrimiento. Nada le proporciona una salida efectiva de esa arquitectura laberíntica dentro de la cual la condena kafkiana –en sentido simple y esquemático– es el signo existencial determinante de su trágico derrotero. Nada, salvo una decisión última, el repliegue final hacia una luz maternal imaginaria, mítica incluso, la desaparición de lo propio y diferenciado en los ciclos del cosmos como totalidad inalienable. Pero esa posibilidad de una decisión última y liberadora no se da sino cuando los lugares se invierten. Sobre el final, Merrick ocupará, alterando las posiciones establecidas, el lugar de espectador en el teatro de la alta sociedad; lugar, para él, de la epifanía. Aunque muy prontamente el juego vuelva a invertirse para verse convertido, nuevamente y ahora en un lugar discordante, en el inevitable objeto de las miradas brutales de la alta sociedad y sus cínicas loas y aplausos. Pero allí, para ese momento, algo ya ha sucedido. Una epifanía. Una iluminación: no hay salida sino en el último repliegue.

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Como sucede en el cierre de El Hombre Elefante, el escenario es una figura central en todo el cine de Lynch. Allí, ante puestas en escena musicales, principalmente, suceden las transformaciones definitorias, las revelaciones, las tomas conciencia, las epifanías, las transformaciones. No es en general un gran acontecimiento de la intriga lo que produce esos efectos radicales que hacen virar el relato, liberadores o devastadores, sino el hecho de tener una experiencia sensible ante un escenario en el que se hace una representación musical de sensualidad arcaica, ritual en cierto modo. En este tríptico, en la mujer del radiador en Eraserhead, en el teatro al final de El Hombre Elefante. Pero esto se repite en todas sus películas, casi con la única excepción de Duna. Y tal disposición habla a las claras de la concepción del cine de Lynch, de la sensualidad y de la revelación antes que de las lógicas de las intrigas.

 

El hombre elefante (1980)

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La constitución inaprensible de los mundos en capas coexistentes, espacial y temporalmente, es lo que marca la estructura de estos primigenios mundos industriales. Somos invitadxs a entrar por el lado de la rareza, del extrañamiento, de la ensoñación, poética como tal, de un mundo que construye su sistema propio, sus anómalas reglas constitutivas. Resulta claramente inútil pensarlos desde una perspectiva racional, ¿cuál es la realidad o cual la ilusión?, ¿cuál el sueño y donde la vigilia?, ¿quién real y quien imaginario? Nada de eso vale. Cada mundo propone sus reglas de juego, propias e intransferibles. Lo que articula la coherencia de esos mundos enloquecidos no es la lógica racional, es en cambio la intensidad sensible de una sensualidad que instaura la superficie de consistencia para una manifestación de lo inexpresable en términos de intriga lógica. Es el movimiento visual y sonoro de una percepción absoluta, desligada de toda exigencia explicativa. Es la condensación de lo visible y lo audible en acontecimientos perceptivos inusitados, justificados antes por su absoluta autonomía sensual, que por su funcionalidad narrativa al interior de la rudimentaria lógica de las intrigas. Todo discurre como en un continuo de modificaciones sensoriales arraigadas en la instauración de texturas y paisajes, en las que, además, el deseo sexual suele ser la dinámica aglutinante del mundo en tensión. Pero allí, ese deseo sexual, esa sensualidad conspirativa que se entrama siempre en la dispersión proliferante de las miradas, no se agota en la estricta y reductiva carnalidad del deseo, sino que apunta desde el deseo por lo otro de sí hacia la dolorosa integración de lo escindido y lo negado. A la integración de las sombras diseminadas en la multiplicación de figuras complementarias. Si se siguiera a Jung, nuevamente, se trataría en esas figuras de los arquetipos como tendencias dinámicas que se manifiestan en esquivas representaciones posibles, en figuras simbólicas que no esperan ser descifradas, ya que remiten a una profundidad inaccesible racionalmente, pero si, tal vez, de modo experiencial, en una poética de la ensoñación.

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En el cine de Lynch el mundo no sólo se habita. El mundo penetra en sus personajes, los define. Mundo y personajes son una unidad indisociable. Laberintos una cosa y la otra. La manifestación sensual de una percepción absoluta reventada en su fracaso y en su búsqueda.

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En esas arquitecturas laberínticas, materiales e inmateriales a la vez, lo que proliferan son las sombras y los reflejos. Los dobles y las dobles. Cada quien tiene sus sombras, antagónicas y complementarias. Cada quien se desdobla en proyecciones que no son sino las partes constitutivas negadas de lo propio. Toda oscuridad es complementaria de la luz. Toda violencia complementaria de una supuesta o ansiada ternura. Todo está roto y disperso, en partes y en capas complementarias. Arquetipos expresados en formas disímiles. Mujeres que son otras y la misma. La rubia, la morocha, la vecina sensual, la esposa, la perversa, la mujer ideal, la madre. Todos aspectos complementarios de la misma mujer, o incluso, mejor, todas proyecciones de una misma percepción absoluta diseminada entre reflejos negados de sí misma. Y también hombres que son otros y lo mismo. El hombre del planeta, el feriante cruel, el médico hipócrita, el traidor, el padre desbordado, el hijo enamorado, el hijo repudiado, el mesías, el monstruo inocente. Todos uno. Cada personaje es el doble de otro y de lo mismo, como en un laberinto de espejos en el que las imágenes se multiplican hasta instaurar una ilusión falsificadora de lo único que permanece intacto pero no percibido: el fondo común de lo cósmico indiferenciado, esa percepción absoluta asimilable a la geografía imaginaria de esos mundos hechos añicos. Pero sin embargo, incluso ante la revelación de la trampa fundante,  el alcance de ese fondo común exige, sea cual sea el centro, siempre, sufrimiento; llegar hasta la más profunda y “oscura noche del alma” para después salir transmutado, iluminado por esa luz ambigua. Despertado el durmiente. Iluminado también. Renacido tras el simbólico y definitivo gesto liberador. Pero se sabe, o no, da lo mismo: el secreto de la oscuridad es que la luz enceguece.

 

Duna (1984)

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Cada trilogía de la obra de Lynch, así pensada, desde esta perspectiva y estas conjeturas, aglutinan sus dinámicas expresivas en torno a espacios determinados y a movimientos de individuación o procesos identitarios que se completan o fracasan, según sea la tendencia marcada por cada lógica de mundo.

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Tras los mundos industriales y la iluminación, sobrevendrá la Norteamérica profunda, y en ella la caída,  y el artificio cinematográfico como único Final Feliz posible para quienes se revelan incapaces de integrar su parte oscura, manteniéndose en la superficie ilusoria de un Sueño Norteamericano hecho pedazos.

Pero eso, ya es otra cosa.

 

 

Un sueño. Variación 1

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