Conversación con Alejandro Fernández Moujan, Nicolás Prividera y Javier Trímboli
Como toda manifestación de la cultura popular, el cine ofrece imágenes que cristalizan un estado de la sociedad y de la política, aunque las relaciones que el cine mantiene con su época no siempre dibujan el mismo diagrama. En el período clásico la relación fue irrevocablemente afirmativa, aunque aquella afirmación estuvo menos determinada por las políticas cinematográficas de los gobiernos que en esos años ocuparon el Estado que, se diría, por un estado de la cultura y de la historia. En los filmes de la década de los sesenta, que por su condición moderna se definen contra las formas de la industria y contra los tópicos de la tradición cultural, la relación con la sociedad y la política fue ante todo negativa. El nuevo cine de los noventa, la actitud de los filmes ante la cultura de su tiempo no pudo leerse ya en los términos de la afirmación clásica, que sí había caracterizado años antes al cine de la posdictadura, pero tampoco en los de la negatividad que definió la imagen moderna. Se ha hablado, por eso, de la abstención ética y política que definió el estatuto contemporáneo de la nueva generación de cineastas. Las películas registraron el desamparo social de la segunda mitad de la década del noventa, pero no puede encontrarse en sus imágenes la dimensión prescriptiva que en el cine clásico, como en el moderno, vino a indicar un deber ser para el público. En la ausencia de un juicio ético respecto de lo sucedido en el pasado, como en la ausencia de un mandato político para aquello que debería suceder en el futuro, la abstención del nuevo cine se predica también respecto de la historicidad de las imágenes. El nuevo cine fue, por eso, un cine del presente.
Sin embargo, el presente hoy es eminentemente político y está eminentemente politizado. A diferencia de lo sucedido en los años del nuevo cine, durante la década kirchnerista el Estado se manifiesta en el cine, se diría, por partida doble. Por un lado, cada vez más ficciones ofrecen una imagen frontal de la política, e incluso del Estado. Tierra de los padres, de Nicolás Prividera, Francia, de Adrián Caetano, y Escuela Normal, de Celina Murga, son algunas de las películas que, aún de modos notoriamente diversos, abordaron en los últimos años una representación de lo estatal, pero sin la promoción directa del Estado. Prividera, en particular, lo hace en la reivindicación del estatuto crítico de la imagen moderna y, en esto, su cine parece inconciliable con la otra modalidad de la presencia del Estado en el cine y en la televisión contemporáneos. A través del incaa, pero principalmente con el impulso de la Televisión Pública y el canal Encuentro, dependiente del Ministerio de Educación, el gobierno ha multiplicado desde el año 2009 las incitativas audiovisuales de un nuevo revisionismo histórico. A las películas sobre Belgrano y San Martín, de narrativa épica y producción de escala industrial, hay que agregar dos producciones televisivas de importancia. Guerra Guasú, que narra en cuatro capítulos la Guerra de la Triple Alianza y Huellas de un siglo que aborda, en una serie de mediometrajes documentales, acontecimientos del último siglo de historia argentina. La representación del Estado parece entonces inescindible de una revisión del pasado, y acaso en esto sea posible un acuerdo entre Prividera, por una parte, y Alejandro Fernández Mouján y Javier Trímboli, a cargo respectivamente de la dirección y la supervisión historiográfica de las producciones televisivas, por otra. El problema, sin embargo, estará como siempre en las formas, en la necesidad y los límites de la masividad, en las paradojas que no deja de plantear un revisionismo oficial, en los modos y circunstancias, hoy, de una historia a contrapelo.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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