por Emilio Bernini
Cuando la vanguardia política argentina comienza a filmar ficciones, la coyuntura histórica nuevamente ha cambiado. La cercanía de los cambios políticos que en el año 1973 van a producirse hace de ese momento histórico una suerte de núcleo de la experiencia cinematográfica de los grupos clandestinos, porque es el momento en que una tendencia política de liberación verá realizados sus objetivos con el gobierno de Cámpora, y en que otra percibe la vía abierta de su ejecución. El abandono del documental y el salto cualitativo a la ficción parecen articularse, en efecto, en torno a la vuelta anunciada del peronismo al poder, luego de esos largos años de proscripción cuya crónica ocupo la segunda y tercera partes de La hora de los hornos. Ahora, las ficciones de los grupos de cineastas estarán alentadas por ese vuelvco de la situación política, o por su anuncio, y por las ilusiones de transformación que ello acarrea. Concebir un mundo ficticio se sostiene sin dudas en tales ilusiones, y en esa cercanía del estado de la realidad política a los objetivos que motivaron los documentales, en su función propiciatoria del cambio. Las ficciones parecen presentarse así como ofrecimiento al nuevo Estado posible de un imaginario político, frente al cual ya no se considera necesario testimoniar, documentar; o como modalidad de transmisión de ideas políticas para un nuevo escenario previsto. Esta proximidad entre aquello que perseguían los documentalistas y la nueva situación política pone en cuestión la diferencia genérica de las formas, o revela que los géneros son modalidades afectadas por la historia. En este sentdio, la ficción de los vanguardistas políticos no se opone al documental del que proceden, porque ellos han sido siempre sensibles a los cambios de la política, dispuestos a modificar por ella hasta los fotogramas de sus filmes; antes bien, sus ficciones presentan notorias relaciones de continuidad con esa presunta antípoda formal. Ambas modalidades se muestran entonces subordinadas a la coyuntura, porque la elección de alguna parece depender siempre de ella y de las posiciones asumidas al respecto. En la clandestinidad, el documetnal servía para ofrecer una nueva puesta en escena con que se disputaba la representación burguesa o aquella puesta ya dada de la realidad (como en Gerardo Vallejo y en Raymundo Gleyzer); pero también se lo utilizaba para negar toda escena, para rechazarla, ya que ésta implicaba siempre una forma de la dominación (como en Fernando Solanas y Octavio Getino). Con el conocimiento del final del gobierno de Lanusse y el próximo retorno del partido político antes proscripto, los cineastas dejan el documental pero sin renunciar a sus objetivos pedagógicos, porque la ficción servirá aún para educar en la política, para enseñar la historia o señalar las vías de acción, como se pretendía con la forma previa. La ficción pedagógica vuelve para ello sobre los pasos de la pedagogía documental, allí donde configura otra vez algunos de sus elementos. Las ficciones no dejan de lado los testimonios, con personajes hablando a cámara: en ellas sigue intacta incluso esa poética de los rostros, del rostro popular, plebeyo o del sometimiento en que los documentales abundaron; y la función probatoria que el cuerpo mismo de los actores sociales cumplía en ellos ahora es asumida, en parte, por actores que proceden del mundo social y desempeñan el rol imaginario de sus propias vidas, o de otras. En esto, los documentalistas quieren conservar esa capacidad de registro de la imagen que se revelaba útil en el documental aunque ahora se trate de ficciones -o porque precisamente se trata de ellas- cuando eligen a los actores de la historia. Es el caso notorio de Julio Troxler, que luego de su testimonio en La hora de los hornos, actúa para la ficción alegórica del mismo grupo en Los hijos de Fierro (1972-1975) y aun en Operación masacre (Jorge Cedrón, 1973), un filme donde el actor social es a la vez personaje y narrador.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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