por Monica Dall’Asta
En un momento en que la propuesta televisiva ofrece una cantidad nunca antes vista de productos seriales y en que la práctica del texto modular, recombinante, acumulativo conquista los medios digitales, uno podría preguntarse qué sentido puede tener un texto cuyo objetivo es indagar la serialidad desde el punto de vista de sus orígenes. ¿Por qué detenerse a estudiar ciertos productos menores del cine mudo, considerados desde siempre marginales en la historia estética del cine, cuando las formas de la serialidad contemporánea exhiben una complejidad en apariencia inédita que parece exigir una metodología de análisis completamente nueva? Responder a esta pregunta no es difícil, en la medida en que se esté dispuesto a reconocer el valor cognoscitivo fundamental que los estudios históricos pueden desempeñar, también y sobre todo, para la comprensión de la actualidad. La celebración de los horizontes magníficos y progresivos desplegados por los medios digitales –su capacidad, por ejemplo, de instituir una relación interactiva entre el texto y su usuario o de promover formas horizontales de producción colectiva– asumió el carácter tranquilizador de un mantra en el discurso contemporáneo, como si el simple hecho de tener una computadora, el (supuesto) final de la televisión generalizada, o, de manera aún más general, el hecho de haber dejado atrás el modelo top-down (de uno a muchos) que define la comunicación cinematográfica y televisiva clásica, fueran de por sí suficientes para configurar una nueva era de democracia generalizada.
Ahora bien, mientras que, por un lado, el elogio constante de lo nuevo contradice justamente ese pensamiento postmodernista al cual hace referencia el actual “digitalismo”, por otro lado, basta observar la contemporaneidad con un poco de espíritu crítico para comenzar a dudar del carácter espontáneamente democrático y progresista de los así llamados nuevos mass media. De hecho, si realmente estos nuevos medios de comunicación han inaugurado “la era de la participación”, ¿cómo se explica entonces que su difusión haya sido acompañada por el reforzamiento de los monopolios económicos, de la verticalización de los procesos políticos, del crecimiento de la pobreza y de la exclusión social, así como de la generalización de la guerra como instrumento de resolución de los conflictos? ¿No será que también ellos están fracasando clamorosamente –como ya el cine, Godard docet – respecto del objetivo, profetizado a lo largo y a lo ancho, de liberar a las masas del dominio de los aparatos de poder? A quien, como Henry Jenkins, parece no nutrir ninguna duda acerca de las virtudes automáticamente libertarias de la interconectividad, una serie cada vez más amplia de autores le contesta señalando que la red es también un lugar de control y de explotación, que funciona a partir de una lógica jerárquica propia que nada tiene que envidiar a la de medios tradicionales.
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