por Emilio Bernini
Un estado contemporáneo de los films documentales no es, por cierto, un estado del documental actual. El aspecto contemporáneo parece residir, en todo caso, allí donde algunos documentales se desvinculan de los problemas planteados al documentalista moderno. Si la historia del documental puede trazarse como la de una evolución crítica de sus concepciones, el documental contemporáneo no parece definirse ya como una respuesta crítica respecto del que lo precede sino, en cierto modo, como una consecuencia impensada. Los cambios en las modalidades del documental responden, históricamente, tanto a la conciencia de los procedimientos como a las innovaciones tecnológicas. En consecuencia, la historia del documental forma parte tanto de una historia dialéctica de las formas como de una historia de la técnica. En efecto, el documental empieza por recortarse contra la ficción, aunque conserva su retórica aun para narrar historias, personas, situaciones del mundo histórico. Desde entonces, la diferencia de estatuto entre uno y otra va a residir menos en una especificidad constitutiva de cada uno de ellos que, en todo caso, en la recepción misma, porque uno y otra difieren al producir distintas impresiones de realidad y al inducir, por tanto, a distintos grados de creencia. La modernidad documental, beneficiada por la disponibilidad de nuevos equipos de registro, buscó hacer del tiempo y el espacio documentales una presencia situada, registrar al otro en la singularidad del momento de la captación, hacer oír incluso el grano único de su voz. Con ello, el documental influido por el neorrealismo (como el de Fernando Birri) se plantea como una crítica de los modos narrativos de la ficción que el documental a lo Flaherty y a lo Grierson utilizaba, perdiendo por ello el espesor de una verdad que los nuevos dispositivos de registro (las cámara ligeras, el sonido sincrónico) ahora posibilitaban. Pero sobre todo en su inflexión política, el documental moderno es una impugnación de orden ético e ideológico al tipo de representación del mundo histórico del llamado documental clásico, incluida su modalidad neorrealista. La imagen de este documental se presentaba, sin dudas, como una verdad el mundo, como si éste apareciera en la imagen, en el sentido del idealismo baziniano, sin la intervención humana. Los cineastas políticos van a considerar “falsa” la imagen ontológica del mundo, precisamente porque ella oculta su proceso de producción y de ese modo reproduce un statu quo dominante que contribuye a su perpetuación. La crítica ideológica desplaza así esa verdad del mundo representado, en el documental clásico y neorrealista, a la verdad de la enunciación, la verdad de los procedimientos mismos con que se da cuenta del mundo histórico. Tal desplazamiento da cuenta del otro y su mundo pero esta vez asumiendo la transformación que toda imagen realiza respecto de aquello que muestra, invirtiendo y volviendo a utilizar con sentidos definidos la manipulación a que son sometidos los otros y sus reacciones frente a la cámara. […]
Los documentalistas contemporáneos parecen interrumpir, o clausurar, la evolución crítica de la historia. No se piensan negativamente en relación con los modernos, más bien, parecen indiferentes a esa tradición histórica, aunque estén indudablemente inscriptos en ella. Pero, sobre todo, el problema ético que fundaba la modernidad documental deja de ser ahora constitutivo. Las relaciones con el otro y con su cuerpo, no implican un motivo de reflexión del cineasta ni del film mismo; en todo caso, son un asunto de la crítica cuando ella es capaz de señalarlo. Sin embargo, el lugar importante de la enunciación, la autoconciencia de los procedimientos, no se pierde para el documental contemporáneo, si bien su supervivencia no responde ya a una motivación crítica. Así, cuando algunos documentales hacen de su propio tema el proceso mismo de la investigación, cuando narran la puesta en escena del film mismo (como ocurre con el último Andrés Di Tella, en Christian Pauls, en Sergio Wolf y en Albertina Carri) no dejan de vincularse con esa tradición moderna que se definió por la reflexión sobre sus propios procesos de construcción. Pero ahora esa modalidad autorreflexiva adquiere otro atributo, porque ella es menos el fundamento del film que una forma narrativa, o un tema, entre otros, a disposición del cineasta. La contemporaneidad en esto es posmoderna, cuando parece beneficiar a los realizadores con el uso indistinto de formas cuyo origen histórico las hizo necesarias; y esa prodigalidad es posible precisamente en la medida en que ellas han perdido su historicidad. Ese uso indiferenciado forma parte, indudablemente del relativismo actual de los valores estéticos e incluso políticos.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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