por Emilio Bernini
Los cines del estadounidense James Benning, del ruso Sergei Loznitsa y del filipino Raya Martin poco tienen en común, puesto que pertenecen a muy distintas tradiciones culturales y cinematográficas, algunas incluso incompatibles. Sin duda, la impasibilidad neutra del plano a lo James Benning nada tiene que ver con la manifiesta ironía sobre la historia nacional en las películas de Raya Martin. Tampoco la hibridación genérica de ese cineasta filipino puede encontrarse con la reticencia a las modalidades narrativas y los imaginarios genéricos en los filmes de Sergei Loznitsa. E incluso no parece haber vínculo posible entre el experimentalismo norteamericano y la tradición vanguardista soviética, porque experimentación y vanguardia difieren irreductiblemente en sus objetivos. Tampoco son comparables con los filmes de los otros cineastas, el medio más allá de lo cinematográfico en que se sitúa uno de los últimos filmes de James Benning, One Way Boogie Woogie, 2012: la instalación en museos, que hace del film otro objeto, ya que vuelve sus planos abstractos por la repetición infinita que supone el loop, la proyección incesante de lo mismo. Aun así, cada una de esas tradiciones, en cada uno de ellos, constituye el fundamento de un tipo de radicalidad contemporánea que ya no es la radicalidad moderna, pero que tampoco deja de serlo. Se trata de filmes y de cineastas que se reconocen profundamente en sus propias tradiciones, que se han alimentado de ellas, y que sin ellas serían impensables, pero que, no obstante, no llevan ya a cabo sus mismos postulados o no poseen ya su carácter programático, la postulación de un futuro que el cine haría posible. La posradicalidad, pues, en estos cineastas consiste justamente en esa relación de pertenencia y a la vez de lejanía, de tradición radical y al mismo tiempo de distopía.
Esas tradiciones, en su permanencia y en su transformación, permiten pensar un estado del cine del presente: por un lado, la sólida tradición experimental norteamericana, que tiene su culminación en los años 1970, en el caso de James Benning, cuyos primeros filmes son de mediados esos años de esplendor experimental (11×4, de 1976; Grand Opera, de 1978). Por otro lado, la tradición de la vanguardia soviética –vinculada desde luego al Estado revolucionario–, en el caso de Sergei Loznitsa, que no obstante empieza a filmar mucho después, una vez que ha caído el muro de Berlín (Today we are going to build a house, 1996) y se han disuelto los estados comunistas (excepto unos pocos) y las estéticas vinculadas a esas formas de poder gubernamental. Por último, una tradición indudablemente modernista hibridada, en el caso de Raya Martin que, aun así, no deja de tomar como material la historia nacional, el colonialismo y el imperio español desde, por lo menos, The Island at the End of the World (2005).
[Disponible completo en la versión en papel.]
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