por Silvia Schwarzböck
El cine resultó ser un medio tradicionalista. Aunque la noción de reproductibilidad técnica cambió para siempre el estatuto de las artes, su extrema novedad no lo hizo revolucionario en materia narrativa. De hecho, el cine no engendró vanguardias. Las vanguardias incursionaron en él, tomándolo en su momento como la novedad técnica que era. Tampoco hubiera podido engendrarlas, si –cuando las vanguardias históricas estaban en pie- el cine todavía no era un arte autónomo –y no lo sería prácticamente hasta la aparición del cine moderno a mediados del siglo XX-.
En el carácter conservador que toma la narración cinematográfica se refleja un proceso que quizás ella misma había generado: como su lenguaje está atado al dispositivo tecnológico que lo hace posible, a él se van a destinar los modos de representación de los que las otras artes se habían liberado. Cuando las artes en general se radicalizan, se espera del cine que conserve la narratividad que ellas van perdiendo. A su vez, el público se diversifica: los consumidores de arte se vuelven más sofisticados, mientras las películas forman parte del entretenimiento para las masas. De hecho, si el momento de la autonomía del cine coincide con el de su modernidad tiene que ver con un acontecimiento que en parte repite la lógica de ese sistema de relevos: en la década del cincuenta aparece la televisión. A partir de entonces, las películas tienen menos responsabilidad sobre el entretenimiento, en la medida en que existe un medio más masivo que ellos.
Pero, en sus comienzos, el cine está indiscutiblemente más cerca de la radio que de las artes visuales. Por contingente que sea, esta situación de partida fue determinante para el futuro. Y lo fue no porque le dictara a la historia del cine cada uno de sus hitos –la contingencia misma de ese comienzo no lo hubiera permitido–, sino porque la institución cinematográfica adoptó como norma esa condición de reserva moral del relato (una norma que a muchos cineastas les ha servido precisamente para rebelarse contra ella). El cine canonizó su origen hasta un grado que para las demás artes era desconocido. De ahí que la autonomía le llegue junto con la modernidad, porque los cineastas modernos quisieron hacer artes antes que cine, y sólo así el cine se ganó el derecho de producir películas con fines independientes de su aporte industrial o, por lo menos, de usarlo sólo como un soporte.
La condición de relato, no obstante, tuvo una carga moral inesperada, con un arraigo mucho más profundo que el que necesitaba para garantizar el entretenimiento. En cierto sentido, los modos de representación decimonónicos sobrevivieron gracias al cine. Pero lo que el cine parecía garantizar con esa supervivencia era que aquello para lo que ellos habían servido de vehículo no se había perdido, sino que se encontraba bajo un nuevo formato.
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