A propósito de No intenso agora, de Joao Moreira Salles
[Bafici 2017. Estreno Lugones y Malba]
por Javier Trímboli
Durante un rato dio la impresión de que nos librábamos del peso de los años sesentas como momento esplendoroso, cima de la experiencia y la cultura emancipatorias. Aun cuando siguieran circulando no pocas de sus palabras e imágenes, en ese rato pareció que por fin se les hacía un velorio de los justos. El asunto se contrajo –todo un síntoma– a la monografía académica, al frío de la escritura especializada. Como si la melancolía por lo que había sido y ya no era, entremezclada con el dolor por la sanción y los muertos, hubiera encontrado el punto en el que detenerse. Hasta dejaron de concitar envidia. Ella sí que nos había pertenecido porque los sesenta eran años de otros, de una generación fundamental, pero por la inminencia revolucionaria que exudan no podíamos quitarles los ojos de encima. Antes de que alguien se ponga a contar películas, libros, recordar discusiones y muestras, para ver si esto fue así, excusémonos diciendo que quizás sólo sucedió que por un rato algunos dejamos de prestarle atención tan fija. Nada más.
No intenso agora, de Joao Moreira Salles es una señal que nos llega, de las primeras, para recordarnos que eso de lo que nos habíamos distraído durante el breve descanso sigue ahí. El foco casi por completo lo pone en ese punto central que es el ’68, donde contracultura y política se intersectan mejor. Cabelleras en vías de desaliñarse y poder; insolencia juvenil y huelgas; creatividad y desafío a la autoridad. Efectivamente, no nos podremos librar tan fácil de todo eso. ¿De qué? ¿De la revolución? ¿De la belleza? Se vuelve lenta la imagen de archivo de un joven que lanza con toda su fuerza una piedra y luego, por el mismo impulso, retrocede, recobrando la vertical y expectante, acomodándose para seguir la lucha. También la de una muchacha que viene de la primera línea de la refriega y al trote se acerca a la cámara con una sonrisa que le cruza la cara fresca. Más de una vez veremos esta toma. Por lo pronto, digamos que los sesenta que vuelven con Salles lo hacen a través de un giro, de una acentuación que, si no es enteramente nueva, cobra mayor contundencia. Probablemente la atracción que produce esta película, algo parecido al embelesamiento, se ligue a la combinación entre esa contundencia interpretativa, que también es simpleza, con la sutileza en el trabajo con los archivos, en el montaje e, incluso, con la dulzura de la voz que narra, en eterna juventud, la mejor juventud. Sin carrasperas ni resuellos.
Desconocemos qué se estará viendo en Europa sobre el ’68, en coincidencia con estos 50 años que pasaron. (Ya tiene varios años la película de Olivier Assayas, Después de mayo, y está muy bien, pero el tema es, de punta a punta, ese «después».) Como sea, al menos por un motivo es imposible que No intenso agora pase desapercibida. Un asunto tan francés como es Mayo del ’68, o tan europeo como Praga en su primavera, explorado, recortado y vuelto a montar por un brasilero, en su lengua. Repasa sus películas; toma de aquí y de allá; ironiza e indica preferencias; explicita problemas; en fin, desde un margen –desde el trópico– interpreta un acontecimiento mayor de Europa. Como si el cine de Bolivia se atreviera a hacer una película sobre la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración. Reculamos en la afirmación: ¿desde el margen y el trópico piensa esta película? El atrevimiento cuenta con la justificación de que el director, cuando estalló el conflicto y siendo un niño estuvo por esas latitudes. No sabemos los motivos, pero sí que ni él ni sus mayores se dieron por enterados de lo que ocurría a su alrededor, no dejaron huella ni recuerdo alguno. Entonces, a esto queríamos llegar, se instala la duda acerca de dónde procede el apetito de No intenso agora, de dónde extrae su fuerza interpretativa y, claro, estética también. ¿Es un nuevo brote de antropofagia, de canibalismo tupí, que engulle y transforma en otra cosa los materiales altos de la cultura, o es señal de la poderosa burguesía brasilera, una tardía noticia de los brics, que se anima a jugar con imágenes y con el pasado en la palestra global? ¿O en qué punto intermedio se encuentra?
Concisamente: las principales lecturas sobre Mayo del ’68 se reparten entre las que lo celebran por completo, ya sea como manifestación de la crítica radical y del anhelo utópico en su estado prístino, o como anticipo iracundo de lo que en lo subsiguiente Europa aceptó como su nueva forma de vida, como innovación en su modernidad. Y aquellas otras que marcan la traición: los líderes abandonaron el reclamo de lo imposible porque se contentaron con los cauces que a semejante demanda le ofrecieron las libertades del neoliberalismo. Se mezclan los acentos, se combinan, pero éstas son las lentes. La belleza aturde y quizás por eso se pasa por alto que el documental de Salles se atreve a situarse por fuera de estas perspectivas. También, digamos, se sitúa por fuera de esa visión más inclemente que se lee en el poema de Pasolini “¡¡El PCI para los jóvenes!!” (1); e incluso de aquella expuesta en el capítulo que Eric Hobsbawm le dedica a la revolución cultural en Historia del siglo XX y que está hecha de burla e impugnación casi sin matices. No intenso agora oscila. No ve traición porque lo problemático estuvo desde un vamos, se volcó en las semanas mismas del acontecimiento, en la indecisión entre la renovación del lenguaje como un trabajo del viejo topo de la revolución o como el experimento de publicistas. Ve el barro donde otros quieren encontrarse sólo con colores puros, rojo o negro mucho más que celeste. Sospecha entonces oportunismos, subraya la incomprensión entre los estudiantes y la clase obrera, el entendimiento al interior de las clases respetables, de un lado y del otro de las barricadas, que impide que la violencia gane la escena. También falencias, límites políticos y exclusiones: negros y mujeres no son mucho más que actores secundarios, figurantes.
Esto vale, sin dudas, pero no es el acento principal que agrega No intenso agora, la fuerza que captura al film. Risa, alegría, destellos de felicidad. Es lo que encuentra en ese metraje primero que registra una comida al aire libre de unas mujeres y unos hombres desabrigados en Checoslovaquia. Y lo que le llama la atención de las imágenes que filma su madre en China, de lo que escribe a propósito de ese viaje. La intensidad del presente en esos años sesentas, aquí y allá, y por entero en el Mayo Francés. La jovialidad y el desenfado amable de la muchacha que tranquiliza por teléfono a la madre de un compañero que hace días no va a dormir a su casa. ¿En qué relación se ubica la alegría con la política? O, ¿qué política es la de la risa, la de la carcajada? En este sentido, que se arme este problema es desde ya interesante, y un poco más tal vez. El ánimo festivo cobra relieve por el contraste. Porque junto con el archivo que mencionábamos de la primavera checoslovaca, como pieza inicial está otro que señala que las imágenes no cuentan, ni sólo ni principalmente, lo que quieren contar, que dejan ver otra historia. Creían que estaban protagonizando y narrando la revolución, y contaron un final, una derrota. Todo lo que era promisorio, la belleza que sólo prometía felicidad, encuentra rápido su fecha de vencimiento. Y después queda sobrevivir a la intensidad. La melancolía entonces. Es la vuelta a casa, son los suicidios; la desesperación ante el inevitable regreso a la fábrica.
Decíamos que era interesante, y tal vez un poco más, que este problema apareciera hasta erigirse como el que arrastra a la película, porque se puede entender tal cosa como parte de una indagación necesaria sobre la política, una vez que sus grandes promesas no se hicieron realidad. Es decir, más relevante que los argumentos –en este terreno, son tanto de contacto como de divergencia los puntos que ponen en relación a la madre de Salles en China con París en 1968, a las movilizaciones de Praga con las de Brasil–, es la interrupción de esos órdenes cotidianos, el contento que produce la desautomatización, colocarse ante lo inesperado. Pero, a la vez, nos obliga a preguntarnos en qué medida la intensidad, la palabra misma, sintetiza bien los anhelos de la política emancipatoria o, por lo contrario, no es la despolitización misma, el ubicarnos en un terreno donde la mercancía y el espectáculo, intenso hasta el shock, tiene todas las de ganar.
No es aquí, no obstante, donde vemos el problema principal de esta película, problema que es de ella y es nuestro. El preciosismo, la delicadeza ya indicada, encuentra su punto más alto en impedir que nada del presente, de todo lo que siguió en estos 50 años, pase, llegue hasta nosotros. Nada salvo la melancolía. Como si la historia no se hubiera terminado en 1989, como se dijo hasta el hartazgo, sino en los primerísimos setentas, con los suicidios que registra el documental que Salles prefiere; o en el ’73, con la muerte de Neruda que, tal como nos cuenta, estuvo por quedar incluido en el corte final de No intenso agora. Elidir todo eso que siguió, dar por terminada allí la historia de la intensidad y de las felicidades públicas, es lo que embelesa de la película y finalmente alimenta al mito de los sesentas, lo hace incluso escalar nueva altura. Pero, por supuesto, es también lo que le quita fuerza crítica, irreverencia, también justicia. Es en este punto donde su hambre nada tiene de caníbal. Su hambre y el que fomenta la época que empuja a venerar revoluciones como objetos perimidos, inofensivos, de consumo también; y pone en la picota, sin otro lugar que ese, a todo desacuerdo que se lance hacia ella.
Todavía en 1989, en un poema del libro Regreso a la patria, Juana Bignozzi se pregunta si a la vida sin revolución, vida que se simula, se la puede llamar vida. Se deja invadir por este desconsuelo No intenso agora, afección que había costado muchísimo hacer retroceder. Desbloquear a la revolución y a la política del asalto al cielo, ligarla con la alegría y las interrupciones –todo esto que también hace Salles– habilitaría a ver precisamente que la historia no acabó poco después del ’68, que encontró otras formas de expresarse. Eso sí, formas muy poco interesantes para los lenguajes globalizados. No vamos a inventariar situaciones, tampoco a hablar de estos años en los que se intentó poner en otro lugar a los sesentas, tan sólo señalamos que en abc da Greve, el documental de León Hirszman, que Moreira Salles conoce mucho mejor que nosotros y que registra las huelgas en el cordón industrial de San Pablo, en 1979 y 1980, donde nació el liderazgo obrero de Lula, hay asambleas y rostros felices. Nervios, cigarrillos y abrazos. También mucha inteligencia.
Una afirmación muy clásica de Nietzsche, el de 1874 con quien discute Foucault, une dialécticamente, con demasiada armonía, conocimiento del pasado, lucha presente y construcción del futuro: «Aquel que no haya tenido en su vida acontecimientos más grandes y sublimes que los que tuvieron sus semejantes no podrá interpretar lo que hay en el pasado de grande y sublime. La palabra del pasado es siempre palabra de oráculo. No podréis entenderla si no sois los constructores del porvenir y los intérpretes del presente.» Hoy así esto es insostenible, incluso injusto; el problema de Moreira Salles es el de todos. Benjamin, en las llamadas Tesis de filosofía de la historia que se revelan en más de un pasaje bien cerca de ese escrito de Nietzsche, elude la cadencia y va al núcleo de esa frase: «La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico». Desde una melancolía sin inscripción en el presente, sin tarea crítica, se desvirtúa incluso el conocimiento de lo que fue el ’68. Y la película, con su sensibilidad, se vuelve apta para la pantalla global.
(1) Es triste. La polémica
contra el PCI debería haberse hecho
en la primera mitad de la década pasada. Están retrasados, hijos.
Y no importa si entonces ustedes aún no habían nacido…
Ahora los periodistas de todo el mundo (incluidos
los de la televisión)
les lamen (como creo que aún se diga en el lenguaje
de las universidades) el culo. Yo no, amigos.
Tienen caras de hijos de papá.
Buena raza no miente.
Tienen el mismo ojo ruin.
Son miedosos, ambiguos, desesperados
(¡muy bien!) pero también saben como ser
prepotentes, chantajistas y seguros:
prerrogativas pequeño-burguesas, amigos.
Cuando ayer en Valle Giulia pelearon
con los policías,
¡yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres.
Vienen de las periferias, campesinas o urbanas.
En cuanto a mí, conozco muy bien
su vida desde niños a muchachos,
las inestimables mil liras, el padre un muchacho también,
a causa de la miseria, que no da autoridad.
La madre encallecida como un changador, o tierna,
a causa de alguna enfermedad, como un canarito;
y tantos hermanos; la casucha
entre los huertos con la salvia roja (en terrenos
de otros, loteados); los bajos fondos
sobre las cloacas; o los departamentos en los grandes
conglomerados populares, etc.
Y además, miren cómo los visten: como a payasos,
con esa tela rústica que apesta a rancho,
galpones y pueblo. Lo peor de todo es, por supuesto,
el estado psicológico al que los reducen
(por unas cuarenta liras al mes):
sin sonreír ya nunca más,
sin más amistad con el mundo,
separados, excluidos (en una exclusión incomparable);
humillados por su pérdida de calidad de hombres
por la de policías (ser odiados lleva a odiar).
Tienen veinte años, la edad de ustedes, queridos y queridas.
Estamos obviamente de acuerdo contra la institución policial.
¡Pero agárrenselas contra el Poder Judicial, y verán!
Los muchachos policías
que ustedes por sacro vandalismo (de selecta tradición
resurgimental)
de hijos de papá, han apaleado,
pertenecen a la otra clase social.
En Valle Giulia, ayer, hemos tenido un fragmento
de lucha de clase: y ustedes, amigos (aunque de la parte
de la razón) eran los ricos,
mientras que los policías (que estaban de la parte
equivocada) eran los pobres. ¡Linda victoria, entonces,
la de ustedes! En estos casos,
a los policías se les dan flores, amigos.
Popolo y Corriere della sera, Newsweek y Monde
les lamen el culo. Son sus hijos,
su esperanza, su futuro: si les recriminan
¡no se preparan por cierto a una lucha de clase
contra ustedes! Cuanto más,
a la vieja lucha intestina.
Para quien, intelectual u obrero,
está fuera de esta lucha de ustedes, es muy divertida la idea
de que un joven burgués muela a palos a un viejo
burgués, y que un viejo burgués mande a la cárcel
a un joven burgués. Suavemente
los tiempos de Hitler retornan: la burguesía
ama castigarse con sus propias armas.
Pido perdón a aquellos mil o dos mil jóvenes hermanos míos
que operan en Trento o en Turín,
en Pavía o en Pisa,
en Florencia y un poco también en Roma,
pero tengo que decir: el Movimiento Estudiantil
no frecuenta los evangelios cuya lectura
sus aduladores de mediana edad les atribuyen,
para sentirse jóvenes y crearse inocencias chantajistas.
Sólo una cosa los estudiantes realmente conocen:
el moralismo del padre magistrado o profesional,
la violencia conformista del hermano mayor
(naturalmente encaminado por la vía del padre),
el odio a la cultura de su madre, de orígenes
campesinos, aunque ya lejanos.
Esto, queridos hijos, es lo que ustedes saben.
Y lo aplican a través de dos inderogables sentimientos:
la conciencia de vuestros derechos (se sabe, la democracia
los toma en consideración sólo a ustedes) y la aspiración
al poder.
Sí, sus slogans mencionan siempre
la toma del poder.
Leo en sus barbas ambiciones impotentes,
en sus palideces snobismos desesperados,
en sus ojos huidizos disociaciones sexuales,
en su rebosante salud prepotencia, en su escasa salud desprecio
(sólo en aquellos pocos entre ustedes que viene de la burguesía
ínfima, o de alguna familia obrera,
estos defectos tienen cierta nobleza:
¡conócete a ti mismo y a la escuela de Barbiana!).
Ustedes ocupan las universidades
pero digan que la misma idea la realicen
los jóvenes obreros.
Y entonces:
¿Corriere della sera y Popolo, Newsweek y Monde
tendrán tanto interés
en tratar de comprender sus problemas?
¿La policía se limitará a recibir algunos golpes
dentro de la fábrica ocupada?
Es una observación banal;
y chantajista. Pero sobre todo vana:
porque ustedes son burgueses
y, por lo tanto, anticomunistas. Los obreros, ellos,
han quedado en 1950 y más atrás incluso.
Una idea antigua como la de la Resistencia
(que debía ser contestada hace veinte años,
y peor para ustedes si no habían nacido)
vive todavía en los pechos populares, en la periferia.
Será que los obreros no hablan ni el francés ni el inglés,
y sólo alguno, pobrecito, por la noche, en la sede del Partido,
se afana en aprender un poco de ruso.
Acábenla con seguir pensando en sus derechos,
acábenla con pedir el poder.
Un burgués redimido debe renunciar a todos sus derechos,
y erradicar de su alma, de una vez por todas,
la idea del poder. Todo eso es liberalismo:
déjenselo a Bob Kennedy.
Maestros se hacen ocupando fábricas,
no en las universidades, sus aduladores (también comunistas)
no les dicen la sencilla verdad: que son una nueva
especie idealista de “qualunquistas” como sus padres,
como sus padres, todavía, hijos.
En efecto,
¡los estadounidenses, vuestros adorables coetáneos,
con sus insensatas flores, se están inventando,
ellos mismos, un lenguaje revolucionario “nuevo”!
¡Se lo inventan cada día!
Pero ustedes no pueden hacerlo porque en Europa ya tienen uno:
¿lo pueden ignorar?
Sí, ustedes quieren ignorarlo (con gran satisfacción
del Times y del Tempo).
Lo ignoran yendo, con el moralismo de las profundas provincias,
“más a la izquierda”. Es extraño,
abandonando el lenguaje revolucionario
del pobre, del viejo, togliattiano, oficial
Partido Comunista,
han adoptado una variante herética
pero en base a la jerga más baja
de los sociólogos sin ideología (o de los papis burócratas).
Hablando así,
piden todo de palabra,
mientras, en los hechos, piden sólo eso
a lo cual tienen derecho (como buenos hijos burgueses):
una serie de improrrogables reformas,
la aplicación de nuevos métodos pedagógicos,
la renovación de un organismo estatal.
¡Buenos! ¡Santos sentimientos!
¡Que la buena estrella de la burguesía los asista!
Embriagados por la victoria contra los jovencitos
de la policía constreñidos por la pobreza a ser siervos,
(y emborrachados por el interés de la opinión pública
burguesa, con la que se comportan como mujeres
sin amor, que ignoran y maltratan
al pretendiente rico)
ponen a un lado el único instrumento verdaderamente peligroso
para combatir contra sus padres:
es decir, el comunismo.
Espero que hayan comprendido
que comportarse como puritanos
es un modo de impedirse
una acción revolucionaria verdadera.
¡Pero vayan, más bien, hijos, a tomar Federaciones!
¡Vayan a invadir Sedes!
¡Vayan a ocupar las oficinas
del Comité Central! ¡Vayan, vayan
a acampar en Via delle Botteghe Oscure!
Si quieren el poder, apodérense, al menos, del poder
de un Partido que está todavía en la oposición
(aunque un poco golpeado, por la autoridad de señores
en modestos sacos cruzados, bochófilos, amantes de la litotes,
burgueses coetáneos de sus estúpidos padres)
y tiene como objetivo teórico la destrucción del Poder.
Que él se decida a destruir, mientras tanto,
lo que de burgués hay en él,
lo dudo mucho, incluso con el aporte de ustedes,
si, como decía, buena raza no miente…
De todos modos: ¡¡el PCI para los jóvenes!!
˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜˜
Pero, ay, ¿qué les estoy sugiriendo? ¿Qué les estoy
aconsejando? ¿A qué los estoy incitando?
¡Me arrepiento, me arrepiento!
He tomado el camino que conduce al mal menor
que Dios me maldiga. No me escuchen.
¡Ay, ay, ay,
extorsionado extorsionador
estaba dando aliento a las trompetas del buen sentido!
Me he detenido justo a tiempo,
salvando al mismo tiempo,
el dualismo fanático y la ambigüedad…
Pero he llegado al borde de la vergüenza…
(¡Oh Dios! ¿debo tomar en consideración
la eventualidad de hacer junto a ustedes la Guerra Civil
dejando a un lado mi vieja idea de Revolución?)
Tomado de Pier Paolo Pasolini: Empirismo herético. Introducción, traducción y notas de Esteban Nicotra (Córdoba, Editorial Brujas, 2005).
.
Sorry, the comment form is closed at this time.