po Daniele Dottorini
La pantalla devuelve la luz que recibe del proyector y que se refleja en las caras de los pocos y cambiantes espectadores, dibujando juegos de sombras en la sala. Desde el comienzo del film de Tsai Ming Liang, Goodbye Dragon Inn (2003), la pantalla revela todo su poder. Se presenta como una barrera, un filtro alrededor del cual se desarrolla un mundo complejo y articulado. Es un mundo habitado por fantasmas tanto como lo es el mundo del film de King Hu que sigue proyectándose en la sala (se trata de Dragon Gate Inn, de 1967, una de las obras maestras wu xia pian realizada por el maestro hongkonés en Taiwán). Es el último día de apertura de una sala cinematográfica. Afuera está lloviendo. Los hombres y las mujeres presentes en la sala parecen vagar de un lugar a otro de una astronave en caída. Este último día dilata su tiempo infinitamente dejando que cada movimiento –desde los rituales de acercamiento entre los espectadores hasta los movimientos lentos e incoherentes de la mujer que administra el cine y que tiene una pierna más larga que la otra– emerja como una presencia, como una forma determinada e irreductible de existencia que todavía se yergue contra el inevitable final, el naufragio anunciado del cine. Tsai Ming-Liang trabaja de manera cada vez más extraordinaria sobre la dimensión temporal del espacio, sobre la persistencia obtusa de los cuerpos y de los objetos, también frente al movimiento de transformación de la realidad, frente a su cada vez más evidente inmaterialidad. Cada momento y cada lugar del film (es decir, de la sala cinematográfica que crece y se desarrolla alrededor del film de King Hu que se está proyectando) tienen su duración y su materialidad. En eso consiste la capacidad del cine de perdurar aun en el naufragio, aun cuando los cuerpos ya marcados por el tiempo de los dos actores se cruzan a la salida, aun cuando el misterioso hombre que fuma en un sótano del cine cuenta que esa sala está habitada por fantasmas. Los espíritus tienen una materialidad que persiste incluso cuando el final amenaza, sobre todo al cine, porque el cine mismo es cosa de fantasmas. Por ello, el trabajo sobre las múltiples dimensiones del cine que Tsai Ming-Liang lleva adelante desde siempre, alcanza aquí su punto máximo, como “experiencia” de visión, persistencia, resistencia de una imagen-movimiento que se proyecta a sí misma (los vertiginosos movimientos del film de King Hu) en una sala que, a pesar del larguísimo encuadre que Tsai Ming-Liang le regala, jamás estará completamente vacía.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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