por Américo Cristófalo
Es corriente, ahora, hablar del concepto de espectáculo como la reacción al dominio de la televisión y los medios. El concepto de espectáculo, tocado por la potencia hipnótica y totalizadora del espectáculo, se apacigua en el sentido de una sociología especializada en el estudio de conductas y datos de la cultura, la comunicación. La crítica lamenta que la pantalla no acoja, con el ritmo, la profundidad y obediencia debidas a la destacadísima y esclarecedora función del experto en la comedia social, los discursos y emblemas de la cultura que vendrían a reformar las cosas para el mañana. Y como las cosas no se reforman, juzga que la opinión pública no ha sido suficientemente orientada, educada, colmada por sus instrumentos. El espectáculo está embrujado. Pero la debilidad de la que hablo cree que el hechizo es siempre y sólo exterior, medible en índices de contenido, formato y objeto. El espíritu que detesta la televisión, entristecido, indignado, argumenta en favor de una televisión que presume más saludable, más docta, más pedagógica. Protesta contra la ausencia, las restricciones literarias, la falta de cine, de plástica, la falta de crítica. Impugna el empobrecimiento general de lenguaje, pero valora más tres horas de concierto que tres horas de tenis. O, si da un paso más allá, si está advertida y acepta reírse de las miserables condiciones que organizan el consumo de los bienes culturales, declarará públicamente que prefiere el tenis antes que La flauta mágica por televisión. En cualquier caso, querrá tener más espacio, ganar terreno en la escena. Considera un triunfo sobre el espectáculo si consigue propagandizar la más reciente instalación artística en lugar o al lado de una marca de aperitivos. La creencia en el poder discursivo de la propaganda es interna a la lógica de la ideología, del espectáculo, de la ensoñación. El espectáculo encarna la realidad religiosa de la época. Lo espectacular, para Debord, es la forma práctica y material del mito en cuanto encantamiento sistemático y omnipresente del modo de producción. Su efecto y su realidad. Reducir la crítica debordiana de lo espectacular a la pseudocrítica comunicacional del entretenimiento y la información entraña la sumisión de la crítica al monopolio de la idolatría, que es lo propio del espectáculo, su consagración. En el oficio de la crítica contraperiodística se lee una teoría formulada hace más de cincuenta años “cuyo origen se encuentra en la sociología americana de la publicidad: la teoría de los individuos llamados locomotoras”. La locomotora, cabeza, vanguardia del ferrocarril, se presenta como fuerza de choque capaz de abrirse camino en la pesadilla, bajo la apariencia de una aptitud orientada a atravesar, a guiar. Pero como no puede representarse más que entre los rieles y durmientes por donde circula, guardianes del hechizo y el orden espectacular, se cumple en su deseo de dormir. En Hurlements en faveur de Sade (1952), su primera película, compuesta sobre imágenes blancas y fondo enteramente negro, se escucha, durante veinticuatro minutos, un montaje de voces y silencio: “Todo lo negro, los ojos cerrados sobre el exceso del desastre”. “El orden reina y no gobierna”.
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