Conversación con Rafael Filippelli, Cristian Pauls y Sergio Wolf.
Hay contextos en los que el documental parece tener una motivación cultural tan fuerte que hace a su existencia evidente y exime a su origen de toda justificación. Nadie se preguntaría en esos casos por qué filmar un personaje o una situación, sino más bien cómo no filmar ese personaje o esa situación. El registro se presenta como una exigencia misma de los hechos y el director no necesita justificarse. No hace falta preguntar por el origen de esa clase de documentales. Son, a primera vista, documentales necesarios, cuando no urgentes.
La pregunta por el origen de un documental indica que ese origen no es obvio. Premisas tales como “seguir el sonido de Leopoldo Federico”, “averiguar si Ada Falcón está viva y, dado que estaba viva, empezar por el final” o “trabajar con amigos, delante y detrás de la cámara, con la idea de poder ver concretamente cómo alguien decide algo” apuntan a un tipo de necesidad que no concuerda con la que se usa habitualmente en la promoción de un film cuando se lo presenta como “un film necesario”. A los documentales sobre los que se habla en la siguiente conversación (Yo no sé qué me han hecho tus ojos, de Sergio Wolf y Lorena Muñoz, Por la vuelta, de Cristian Pauls y Esas cuatro notas, de Rafael Filippelli) nadie parece haberlos necesitado. En este sentido, se los podría llamar positivamente “documentales no necesarios”, haciendo de la falta de necesidad su específica virtud. La conversación que sigue da pistas más que interesantes para pensar la especificidad posible de estos documentales. Pauls sugiere que el desgano, el descontento o, si se quiere, el desinterés en ocuparse del presente de la Argentina tal vez esté relacionado con la asunción de la primera persona. Filippelli sostiene que hoy no se sabe lo que es un documental, lo cual implica no saber tampoco lo que es una ficción. Esa imposibilidad de fijar límites entre documental y ficción se conecta, del lado del documental, con el problema de la primera persona, de la que Filippelli se declara cansado. Wolf, por su parte, confiesa que a él y a Lorena Muñoz, les hubiera gustado vivir en la época en la que Ada Falcón era una estrella, con lo cual también el documental de ambos entra legítimamente en la categoría de la primera persona, al mismo tiempo que reniega de ella, en favor de evocar un pasado de mayor esplendor. La discusión sobre el origen respectivo de cada documental deriva entonces, casi inevitablemente, en la discusión sobre la primera persona. ¿Qué problemas resuelve y de qué males adolece la primera persona? ¿Suple la falta de un tema, una situación o un personaje más grandes que la película? ¿Termina siendo un recurso narcisista, al que en muchos casos no puede encontrársele ninguna justificación estética? ¿Puede justificarse en nombre de que el que investiga –como ciertos detectives literarios– siempre encuentra más sobre sí mismo que sobre el personaje que está investigando? ¿Queda finalmente reflejado ese aprendizaje en los documentales actuales? ¿Con qué criterio juzgar si una primera persona es más interesante que otra?
[Disponible completo en la versión en papel.]
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