Trilogía de Los Ángeles: karma

Trilogía de Los Ángeles: Karma

DOSSIER LYNCH

por Gustavo Galuppo Alives

El espacio que configura la unidad de la última trilogía es la ciudad de Los Ángeles, aquí llevada ya a la superficie de modo quizás más evidente, al punto de ser asumida unánimemente como tal: la Trilogía de Los Ángeles (Lost Highway, Mulholland Drive, Inland Empire). Y es quizás esta evidencia incuestionable lo que permite repensar en retrospectiva esa estructura que integra a la obra de David Lynch en forma de tres trilogías, articuladas por la unidad espacial y los itinerarios que estos propician, con sus meandros laberínticos, sus rampas descendentes o sus puntos de ruptura. El espacio físico, en Lynch, no es diferente al espacio mental. Los derroteros geográficos son también el pasaje entre las diferentes estancias de la pasión. Iluminación, caída, y repetición, cada movimiento espiritual se corresponde con un espacio físico determinado: los mundos industriales, la Norteamérica profunda, y la ciudad de Los Angeles, alternativamente.

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La película que escapa a tal disposición, ya se ha dicho, es The Straight Story, quedando por fuera del tres por tres de los trípticos, por presentar un desarrollo ligado a un tránsito lineal, perfectamente horizontal, y sin meandros, descensos, quiebres ni simetrías. The Straight Story es la anomalía en la obra de Lynch, y como tal no puede sino permanecer al margen de esta estructura. Marcando incluso un sugerente desequilibrio en la organización general.

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En la última trilogía, las lógicas arquitectónicas de Los Angeles disponen ahora a los trayectos sobre la exigencia de una fuga en línea horizontal, pero de una horizontalidad quebrada por un acontecimiento, como tal, ajeno a toda previsión. Los mundos se suceden, se estructuran más sucesiva que espacialmente, reemplazándose ahora unos a otros, aunque nunca por completo exentos de contaminaciones y residuos de lo precedente, vestigios memorables del mundo anterior. Así, cada mundo que llega, tras la irrupción del acontecimiento, y mediante la evidencia de un continuidad en el vestigio, será reflejo distorsionado del anterior, revelando una extraña relación de interdependencia y complementariedad, a la vez sincrónica y diacrónica. No se trata por tanto ya de submundos imbricados en complejos sistemas laberínticos ni en la configuración interiorizada de sustratos inferiores, sino de mundos que se alternan, unos tras otros, como versiones diversas de una misma experiencia puesta a prueba en distintos contextos. El pasaje ahora es el instante como ruptura. Lo que actúa como punto de deslizamiento entre mundos es el instante que escapa a toda lógica racional, que desoye la sucesión estricta de causas y efectos, para propiciar la discontinuidad radical del acontecimiento. Después de ese instante, tras ese acontecimiento, lo que deviene es la transformación: el fin de un mundo y el comienzo de otro, pero siendo todo fin un comienzo, y todo comienzo un fin. Se está, y plenamente, en la lógica temporal del ciclo. El encierro en la cárcel, las fantasmagorías de El Club del Silencio, la puerta de una escenografía espectral; puntos de fuga, de ruptura, de pasaje.

Mullholand drive

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Ya no entonces submundos interiorizados, sino mundos que se suceden en la ruptura de un instante en el que se juega la potencia de todo lo posible. Así, en la inesperada sucesión dada en el tiempo y el espacio, en su duración y movimiento, los personajes ofrecen, también sucesivamente, diferentes versiones de sí mismos. Distintas vidas incluso. También diferentes identidades. Cada nuevo mundo, en cierta medida, es una nueva oportunidad para romper el ciclo de la violencia. Pero ese estar en el mundo –en cada mundo- es propio de una acción ya ejecutada, de un modo de actuar pasado, que no sólo imita o sostiene, sino que identifica y construye. En su devenir en mundos sucesivos, los personajes transmutan y se rehacen, y únicamente lo actuado podrá cambiar el nombre de las cosas y la disposición del cosmos; cambiar incluso su identidad y el destino en ella implicado. Este es el drama generalizado de esta Los Ángeles aquí dada como mundo. Un drama en el cual el sujeto se define como una particular unidad de actos dentro de un proceso continuo que recorre diversas formas de existencia, diversos mundos; donde los seres se transforman unos en otros, metamorfoseándose según sean capaces de sostener o de detener los interminables ciclos de la violencia. En esta nueva modalidad del drama el mundo no es arrastrado entonces por fuerzas impersonales, sino por las consecuencias de la acción consciente. Los destinos individuales no se encuentran a merced del desplome ciego de la materia ni de la estricta mecánica de las fuerzas físicas, sino que son las propias acciones de los personajes las que trazan las formas del mundo por venir y los modos posibles de habitarlo. El tejido del espacio-tiempo es suplantado por una matriz en cuyo molde los seres nacen, mueren, y renacen, de sus propias acciones, engendrando mundos y formas de habitarlo. No es del mundo y sus despliegues de donde surgen los personajes que lo habitan, sino que es de los personajes y sus experiencias de quienes cobra existencia cada configuración de mundo. Aquí no se nace en un mundo, sino que el mundo por venir es dado a luz en un instante de ruptura, en un acontecimiento en el que se juegan las propias acciones, y en el que se juega, principalmente, la perpetuación o la detención de la violencia.

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En ciertas tradiciones del hinduismo, como el budismo, tales procesos están asociados a la ley del karma, un concepto que no puede tener lugar en ninguna palabra de la lengua española, pero que si puede ser evocado en la voluptuosidad de una experiencia sensible desligada de los mandamientos del racionalismo. De eso, en gran medida, se trata esta trilogía.

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El mapa de estos mundos es por tanto un relevo alucinado de las experiencias posibles por las que habrán de pasar los personajes que en ellos deambulan, sufren y actúan, aciertan o erran. Estos territorios no se relacionan con una categoría espacial de existencia a priori como la kantiana, que serviría de base y escenario para el drama fundador de la razón humana, sino que es el resultado de una creación mental o de un decurso espiritual, de un temperamento que se crea. desde sí y para sí, un mundo en el cual habitar, a riesgo de que ese mundo, con sus nacientes características, brote de la ignorancia o de la sabiduría; o lo que sería decir: de la violencia o del amor .

Lost highway

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El problema planteado en la trilogía resulta, en principio, claro: nadie es capaz de escapar al círculo de la violencia. Si en el primer tramo de cada relato, es decir, en una vida de tal o cual personaje, la violencia se presenta hasta darle fin a ese mundo, tras el acontecimiento que marca el pasaje (la cárcel, el teatro, la puerta escenográfica), los dados se tiran de nuevo, y pasamos, sin solución de continuidad, de un mundo a otro, sucesivos aunque incómodamente vestigiales (la huella de la violencia pasada marca el nuevo itinerario), como productos no de fuerzas impersonales sino de la misma pasión negativa que marca el fin y el comienzo. Otra identidad, otra vida, otro mundo. ¿Reencarnación? No importa, en gran medida, se trata de una nueva oportunidad. La pregunta ahora es entonces: ¿se podrá, en esta nueva disposición de mundo o en esta nueva vida, quebrar el fatal círculo mimético de la violencia? La respuesta, al menos en los dos primeros casos (Lost Highway y Mullholland Drive), es taxativa: no. No de esa forma, no dejándose llevar hacia el mismo punto en el que la violencia irrumpe nuevamente, diferente pero igual, perpetuada en la repetición mimética de una impureza existencial violenta y vengativa. Pero en el tercero y último, Inland Empire, lo que sucede es otra cosa; hay alguien que, mediante el sacrificio, se vuelve capaz de liberar, y de terminar, incluso, con la tenacidad de una violencia inmemorial. Y en este caso se trata de la violencia ejercida sobre las mujeres. La violencia modélica de la cultura occidental.

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No es por tanto ya la lógica de los submundos imbricados al interior de mundos disgregados en capas coexistentes, sino la desconcertante relación sucesiva: un mundo detrás de otro, un mundo después del otro, más allá o más acá de toda lógica. Inusitada alternancia de lo posible. Una vez tras otra, radicalmente, pero sin que esto excluya el enrarecimiento de esos meandros anómalos de la coexistencia en capas estratificadas. Allí están el Hombre Misterioso, el Cowboy; esas fuerzas que atraviesan capas, que vuelven, que retornan, que se manifiestan una y otra vez en mundos diversos hasta deshacer la estricta lógica diacrónica. Porque es eso lo que a fin de cuentas subyace como fondo común de todos los mundos, las increíbles fuerzas de la existencia que tienden a la disolución del cosmos. Esas tendencias dinámicas que delinean los trayectos vivenciales en el llamado de fuerzas antagónicas pero complementarias. No hay aquí un dualismo maniqueista. Hay la necesidad de una composición de fuerzas complementarias: la oscuridad y la luz. Ambas necesarias, ineludibles también. Caos y cosmos. De ahí que el cine de Lynch no pueda reducirse jamás a un combate maniqueo entre la luz y la oscuridad, o entre el Bien y el Mal, ya que en ese universo ambas fuerzas son complementarias y codependientes, y el fin último es la mutua integración en el equilibrio originario.

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Pero en Inland Empire es posible identificar una divergencia estructural al interior de la misma trilogía. Los mundos no sólo se suceden alternativamente. También hay mundos y submundos. Las capas se suceden y se superponen, al mismo tiempo. Tal es la exigencia. Tras el instante de la ruptura, al atravesar una puerta escenográfica, todo se precipita. No pasamos, como en las anteriores, a otro mundo, reflejo anómalo del anterior, sino a otros mundos, a una multiplicidad de mundos divergentes y coexistentes. Meandros, laberintos, descensos, alternancias, todo cabe en este cosmos estallado en millones de esquirlas. Eso es lo arduo. Miles de vidas. No una sola después de la otra, sino decenas después de una sola. Todas las vidas, todas las violencias. Todas las mujeres y todos los varones. Las violencias domésticas, la trata, las fantasías misóginas del cine. Todas las vidas posibles y todas las formas de esa violencia paradigmática deberán se experienciadas tras el instante acontecimental de la ruptura. Pero aquí ella logra atravesarlo todo, lo más atroz, lo más abyecto. Hasta el sacrificio y la liberación. La mujer cautiva al final es liberada. Quizás allí, el círculo de la violencia por fin se ha roto. O cabe, cuanto menos, una posibilidad. Cuanto menos eso, algo, por mínimo que sea, de lo posible: salir, por fin, del círculo de la violencia. Atravesar el laberinto atroz de todos los mundos y de todas las vidas posibles hasta romper el ciclo interminable de las repeticiones de la violencia.

Inland empire

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Cabe apuntar, para cerrar, que los mundos de Los Ángeles aquí son también el mundo del cine mismo. Entre la pornografía y el cine industrial, las imágenes proliferan tejiendo los velos de una ignorancia que cierra los caminos hacia una verdad siempre en fuga. La verdad, o el conocimiento, aquello que interrumpiría el círculo de la violencia, están siempre en un más allá de las imágenes. Más allá de sus trampas y fascinaciones (No hay banda, no hay banda!), más allá de sus violencias. Por eso, quizás, Inland Empire no podía ser sino una última película, la última de David Lynch, pero también la primera de un cine aún por inventar.

Un sueño. Variación 3

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