Qué puede un lumpen. Gracia, justicia y heterogeneidad

Conversación con José Campusano, César González y Raúl Perrone.

Por fuera del nuevo cine argentino (el llamado cine de los noventa), en general sin formación institucional (en las escuelas de cine), hasta ahora sin relación económica con el Estado (el Incaa), ajenos al modelo de cine propio de los festivales internacionales, y sin la misma homogeneidad en el juicio de los críticos, los cines de Raúl Perrone, de César González y de José Campusano, notoriamente disímiles entre sí, requieren pensarse en su singularidad. Los tres cineastas, con distintos recorridos, diferentes corpus de obras, e historias de vida incompatibles son ciertamente inasimilables. Pero en los tres puede notarse tanto una búsqueda estética como una indagación política que ya no pueden hallarse en el cine de aquellos cineastas que comenzaron a filmar a fines de la última década del siglo pasado. La intensa experimentación sonora, visual y narrativa en las últimas películas de Raúl Perrone (P3nd3j5s, Favula, Ragazzi) –que no ha dependido de ningún modelo contemporáneo del cine argentino ni del internacional sino del cine de los años veinte– no tiene comparación posible con los cineastas del llamado nuevo cine. La búsqueda de una lengua cinematográfica que se adecue a una representación justa de los pibes de la villa –con una cultura cinéfila formada en las condiciones del desposeído, fuera de las instituciones y fuera del mercado–, hace inasimilable el cine de César González (Diagnóstico Esperanza, ¿Qué puede un cuerpo?) respecto de cualquier progresismo. Con él, el cine se ha abierto, como nunca antes en la tradición cinematográfica argentina, a aquellos cuyo estatuto social los hacía objeto únicamente de las miradas ya idealizantes, ya estigmatizadoras, ya espectaculares de los otros. Contra esas mismas miradas que no conocen por experiencia a aquellos otros de clase a quienes se filma, se define casi todo el cine de José Campusano (Vikingo, Fango, Fantasmas de la ruta). Campusano cruza de un modo único una narración notoriamente clásica con personajes (no) actores que en sí mismos son una presencia irreductible a los propios códigos de verosimilitud que demanda esa narración. En esa presencia viva, como dice el cineasta, se inscribe el mundo histórico del que han surgido los relatos mismos, elaborados en la propia experiencia del grupo, de la comunidad a la que pertenecen los actores, el cineasta y los técnicos.

En los tres directores, pues, está el mundo de la experiencia singular (de los cineastas, de sus actores y de su cultura). Ya se trate de los pibes del barrio de Ituzaingó, de los lúmpenes de la villa Carlos Gardel o de los motoqueros y dealers de Quilmes u otros barrios del sur de la provincia de Buenos Aires, en todos los casos hay se diría una misma zona social. En los tres corpus de películas, la representación de esa zona no admite otra posibilidad que no sea aquella misma por la que se ha optado. No se trata nunca en ellos de juegos de la forma, de artificios para la destreza del cineasta, ni tampoco de una modalidad del realismo que no hace más que cosificar el propio mundo. En Perrone, se intenta revelar, por medio de las capas espesas de las imágenes, la belleza de una inocencia y el “estado de gracia” de los lúmpenes; en González, se trata de buscar el plano “atemporal” y “mecánico” que dé la imagen propia, que permita ver “qué siente el cuerpo de los villeros”; en Campusano, de mostrar la profunda heterogeneidad de la comunidad marginal en el marco mismo del relato más clásico y más mítico. Allí reside el notorio alcance estético y político de estos cineastas que no tienen precedentes en el cine argentino.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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