Nanook y el gramófono. Una mirada sobre el documental
por Germán Scelso
Robert Flaherty filmó Nanook del Norte en el Ártico, un retrato de una familia de esquimales a través de su protagonista principal: Nanook. Era 1922. Mucho se ha escrito sobre este documental, sobre todo, acerca de su puesta en escena visionaria que ensaya ficción y realidad en un mismo nivel. Se ha escrito mucho acerca de sus descubrimientos formales, incluso bajo titulares como el primer documental de la historia, el padre del documental y otras elocuencias por el estilo. En este caso no me detengo en el modo de su hibridación narrativa, sino en el punto de vista etnográfico que enuncia la escena en la que Nanook escucha por primera vez el sonido de un gramófono. Nanook es el diferente, el salvaje. Para él, su arpón es un instrumento tecnológico que tiene sentido: un gramófono, no. Porque, claro, se puede comer un pescado: un gramófono, una cámara o una imagen, no. El hambre es más importante que el registro de la realidad del hambre.
El título de la película se emparenta con otros de la literatura y de la antropología de la época: Tarzán de los monos (Burroughs, 1912) o Los argonautas del Pacífico Occidental (Malinowski, 1922). Títulos y mitos urbanos para lo salvaje. Una tradición estilística de lo antropológico que radica en darle a los extraños, el nombre del lugar geográfico al que pertenecen según nuestros mapas, lejos de la ciudad.[1]
Los límites de lo geográfico son el horizonte de lo colonial, y la etnografía tiene un origen colonial; sus estudios y anotaciones tenían como objetivo conocer las fortalezas y debilidades de quienes se pretendía someter. Podríamos aseverar, entonces, con pluma panfletaria o de Grupo Dziga Vertov, que la etnografía tiene un origen policial, de aparato de Inteligencia. Luego, al igual que la evolución de la cámara filmadora y el cine, su perfil instrumental se tornó narrativo, y avanzó, con pretensiones de popularidad, hacia el comercio y el entretenimiento. Muchos de los libros de aventuras de aquellos años parecen enmarcarse en esta sensibilidad que cambia la impronta colonial utilitarista por la aventura exótica, vendida en ferias de atracciones para espectadores que pagan y se asombran y se ríen, del diferente.[2]
¿Qué hay de cómico en un salvaje?
En Nanook, una comicidad parecida a la que encuentra un adolescente cuando ve que su abuelo no sabe diferenciar Instagram de Facebook, o no sabe googlear. Eso ocurre en la escena del gramófono de la película de Flaherty. Nanook mira el artefacto, lo toca, no entiende qué sucede y sonríe, al parecer nervioso,[3] por el sonido que emite este aparato del futuro. Una escena de simpática ternura colonial. Este perfil colonial de la etnografía es lógico en países de tradición colonialista como Estados Unidos o Francia; que además fueron el germen de la cámara cinematográfica y también de los primeros documentalistas-etnógrafos. En Argentina fue diferente, dado su perfil de país sometido, más que de país colonizador. Sin embargo, Argentina sí fue colonial en el siglo XIX; lo fue en su propio territorio, terminando el trabajo de expansión territorial que empezaran los españoles al llegar a América. Juan Bautista Alberdi (lo cito escribiendo este texto desde la provincia de Córdoba) conjeturaba que la independencia argentina significó, no el final del coloniaje sino su sustitución; el reemplazo del coloniaje español por el coloniaje de Buenos Aires sobre las provincias. Siguiendo esta afirmación, que ilustra nuestra coyuntura «federal» aun en este presente, se podría decir que el coloniaje sobre las provincias criollas implicaba también la continuación del coloniaje sobre el indio. Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla es un texto de 1870 en donde el autor entremezcla elementos de etnografía colonial, literatura de expediciones y aventuras y también propaganda política. El indio como mito urbano acerca de la pampa, civilización y barbarie como último dispositivo argentino de antropología colonial, fundamento del exterminio de negros, gauchos e indios en las Provincias Unidas del Sur. Ya en el siglo XX, el Estado argentino prosiguió su trabajo de expansión territorial bajo la forma de humillación cultural del indio. Es decir, no solo a través del continuo robo de sus tierras, sino por una humillación basada en el menosprecio de nuestra propia identidad mestiza: no querer ser indios por querer ser solo europeos; europeos, de quienes ya nos habíamos independizado… En publicidades y en cualquier imagen de lo nacional, se ven personas rubias y de ojos celestes más parecidos a alemanes o estadounidenses que a los pobladores mestizos de estas tierras. Qué identidad más contradictoria y confundida le mostramos a la madre patria, qué raro caso de eugenesia edípica.[4]
Nanook of the North (Robert Flaherty)
Culpa etnográfica
Con pluma de Grupo Cine Liberación, utilizo el ejemplo de Francia, potencia colonizadora por excelencia, y pregunto: ¿Cómo es posible que de las mismas entrañas desde donde nace el fervor colonizador, también vea la luz su contrapartida: las organizaciones no gubernamentales que prestan ayuda en las zonas devastadas por la violencia colonizadora? ¿Cómo se convirtió Francia en uno de los países más humanistas, dando asilo a perseguidos políticos argelinos o de dictaduras sudamericanas; Francia, que apoyó y adiestró a esas mismas dictaduras?
Francia también dio a luz a Foucault, de quien al escribir asimilo un dejo de su mecanismo genealógico. Quizás Foucault explicaría esta actitud filantrópica de su país, no como una culpa sentimental que le hace sentir compasión por el otro, sino como una estrategia de marketing colonizador. Si la evolución de los castigos gubernamentales fue desde su ejecución pública y ejemplificadora, a su política desaparecedora de cuerpos (cuerpos del delito y cuerpos del diferente), la sensibilidad social francesa podría ser solo un mea culpa que, sin perder los privilegios y riquezas obtenidos por su usurpación, le permite conseguir el perdón de los sometidos y redimirse de sus pecados ante el mundo, para, cual gattopardo, continuar ejerciéndolos.
¿Qué amor por el otro puede surgir de quien somete a otros, insensiblemente?
François Truffaut, otro francés, filmó El niño salvaje en 1970. Película de ficción inspirada en la historia de Victor de Aveyron, un niño que en el siglo XVIII fue encontrado en los bosques cerca de Toulouse, donde aparentemente había vivido toda su infancia. La película avanza mostrando el absurdo de todo el conocimiento civilizado frente a la sabiduría simple de la naturaleza. Los médicos elucubran razonamientos de comedia frente a la belleza de un niño que, con melosa fotografía cinematográfica, observa la luz de una vela en medio de la oscuridad. El mismo Truffaut actúa en la película encarnando a uno de los doctores que estudia al niño; mostrando, quizás, su propia autoconciencia de ser francés eurocéntrico y su propio absurdo, una autoconciencia de clase que se repetirá más explícitamente como actitud en muchos documentales; una actitud de autores en busca de redención, que no se privan de exhibir su lucidez y sensibilidad al exponer sus defectos, antes de que otros se los señalen. Jean Rouch, también francés, realizó experimentos de co-participación autoral con sus personajes, otro modo de redimirse, a través de la ficcionalización compartida, frente a sus queridos salvajes. La lista podría continuar. También se podrían enumerar otros desarrollos de esta buena conciencia y sus intenciones de curar las heridas que sus propios países ejercieron sobre sus objetos de estudio. Otros países, otros otros.
Si la culpa europea se redime frente al salvaje mitificando África, India y Latinoamérica, o en sus propias ciudades tomando la forma de inmigrante, quinqui o yonqui, ¿dónde despliegan su culpa los cineastas argentinos?
Las primeras películas de Jorge Prelorán fueron financiadas por un millonario estadounidense que era fanático de los gauchos. Pasó de documentales costumbristas, que bien podrían haber lucido como un cuadro étnico en el blanco living del millonario, a diseñar estrategias de respeto para filmar la intimidad de sus retratados. Muchos de sus títulos son herederos de la tradición literaria de Malinowski y quizás hasta del mismo Flaherty; abundan los nombres de pila y las zonas geográficas.
El cine militante, desde Tire dié (Birri, 1960), pasando por El camino hacia la muerte del viejo Reales (Vallejo, 1968-74) y Me matan si no trabajo y si trabajo me matan: La huelga obrera en la fábrica INSU (Gleyzer, 1974), y hasta las películas de Carmen Guarini y Marcelo Céspedes, tiene un punto de vista etnográfico memorioso, combativo, y denuncian las injusticias que su misma clase social inflige sobre sus oprimidos… Raymundo Gleyzer, llevó su intento de redención hasta la pura entrega y sinceridad de su muerte; es decir, de su asesinato y desaparición en manos de la dictadura.[5] Pero en el sentido conceptual de este breve ensayo, todo el cine militante no deja de ser una forma más de redimirse y de pedir disculpas al salvaje, en nombre de nuestro propio linaje colonizador.
¿Es malo ejercer la corrección política desde la culpa personal o desde una culpa de clase?
Glauber Rocha y Ospina-Mayolo podrían ser, ya como ejemplos latinoamericanos, un ataque hacia sus propias clases biempensantes, a través de la lucidez etnográfica de Rocha y aquello de que el pueblo es el mito de la burguesía, o a través del panfleto irónico de la pornomiseria [6] de Ospina-Mayolo. Ambos ponen en duda el concepto de pueblo (pueblo que bien puede ser indio, gaucho u obrero), pero terminan siendo, también sus propias producciones, materia prima de consumo inteligente europeo y norteamericano. Parecieran ser consumidos, más allá de sus pretensiones intelectuales y cínicas, solo como un modo más sofisticado de la culpa, en este caso, compartida con sus colegas caucásicos.
El camino hacia la muerte del viejo Reales (Cine Liberación)
Esta tendencia culposa se extiende y llega hasta nuestros días con matices que van desde la fuerte aparición de la primera persona en los documentales,[7] con su sentido de autoconciencia de clase como redención, pasando por la perfección compositiva de Pedro Costa y sus reminiscencias preloranianas para que la cámara no se interponga entre él y sus retratados, hasta el otro extremo con películas como El Etnógrafo (Rossel, 2012), en donde el cámara es invisibilizado pero un inglés se instala en la selva salteña, se casa con una india originaria, aprende wichi y tienen sus hijos, los cuales hablan español, inglés y wichi; una película que parece retratar un personaje que encarna al buen ser humano y que tiene una posición antropológica emparentada con las prácticas colonizadoras jesuíticas, que proponían la convivencia del catolicismo con las religiones de los pueblos originarios, ahora bajo el mando del rey. La progresía del siglo XV, quizás, pensaba, con buena conciencia, que lo mejor no era colonizar y desaparecer las culturas sometidas (como lo hubiese hecho con sinceridad Napoleón), sino colonizar y dejarlas mantener sus lenguas y religiones, aunque siempre a expensas de la cultura española: seis siglos de reflexionar e intentar una buena conciencia y una sensibilidad hacia los colonizados. Un sueño eterno. El estudio de los salvajes y los diferentes tiene sentido en tanto después pueden mostrarse sus apuntes o sus registros en el ámbito de la clase observadora. A lo sumo, las buenas conciencias asumen la bestialidad del ser colonizadores y lo contradictorio de la civilización, y se preguntan cómo suavizar esa bestialidad, cómo comprenderla para ejercer una colonización más humana.
El etnógrafo también es el título de un cuento de Borges. En ese cuento Borges inventa un personaje que consigue alcanzar el ideal etnográfico humanista, el de igualar su punto de vista al punto de vista del objeto de estudio, sin presupuestos. Pero al hacerlo, ya no puede contárselo a su civilización. El cuento de Borges desenmascara todo el absurdo ético y conceptual de siglos de discusión y experimentos sobre el punto de vista y la culpa colonizadora, extendida más tarde también en la culpa cinematográfica.[8]
César González y el gramófono
La vida moderna post-industrial, donde se produjo un desmesurado éxodo de la gente de campo hacia las urbes, sumó un nuevo objeto de estudio: el obrero. Ya no solo el indio y las culturas precolombinas que subsisten en las fronteras territoriales argentinas serán la fascinación de antropólogos y documentalistas, sino también los habitantes de las zonas industriales de la ciudad. Juan de Talleres Oeste podría haberse llamado una película que retrate a los obreros de este barrio cordobés, que lleva ese nombre porque en él se ubicaban los talleres ferroviarios de una época esplendorosa de la industria argentina. Pero durante los gobiernos peronistas de los años cuarenta y cincuenta, el obrero fue para la política de Estado, más que un objeto de estudio etnográfico, la figuración de la identidad nacional; fueron años en donde el aluvión zoológico se convirtió en el epicentro del poder socio-político. Pero este esplendor del salvaje que conquista la ciudad terminó con el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, en donde la fuerza colonial ejercida por las clases pseudo europeas argentinas, amedrentó de forma sangrienta a las mestizas, para devolverlas a la selva[9].
La selva, en la ciudad, son las villas miseria. Y el documental social contemporáneo ha desarrollado, por igual, retratos de etnias alejadas de las grandes urbes y retratos de personas que viven en estas zonas de miseria dentro de las ciudades. En mayor o menor medida, siguen proponiendo una reivindicación de clase a través de darle voz a los desposeídos, y promulgan la sensibilidad y la responsabilidad del cine con la realidad. No es que crea que está mal ser sensible y responsable, por el contrario, la corrección política, aunque sea nacida desde la culpa, es mejor que la burla o que los genocidios. Tampoco pienso que esas películas no sean valiosas obras de arte, sino que, me parece entrever, que el punto de vista nunca ha dado un giro, y siempre ha sido una herencia del colonialismo en el que se han erguido nuestras sociedades-observadoras. Algunos equipos de trabajo han desarrollado talleres en convivencia con villeros en las villas miseria (así como otros han realizado esos experimentos con tribus originarias), talleres en donde los villeros pueden aprender a filmar y a editar sus propias películas. Son trabajos colectivos que intentan sacarle al cine social el mote del punto de vista de clase, dándole la cámara a los villeros para que se filmen; lo que se llama en ciertos estudios críticos autorrepresentación. Creen que así podría eliminarse la mirada miserabilista, o denunciadora, o redentora, pero en realidad el propio taller que promueve esa práctica está recortando o persuadiendo la realidad de esos filmadores villeros. El mecanismo no permite la aparición de un autor, porque un autor debería rebelarse contra esos talleristas, incluso también contra quienes escribimos sobre ello, y faltarnos el respeto en un acto primigenio de libertad.
¿Qué podría hacer un villero con una cámara?
Hace algunos años apareció en el panorama cinematográfico argentino César González, un autor nacido y criado en una villa[10]; preso por delincuencia callejera, sufrió en carne propia no solo el hambre, sino también la frustración que se vive en la distancia que se abre entre los carteles publicitarios con objetos de consumo a la venta que invaden todo el paisaje sonoro y visible, y la posibilidad real de acceder a ellos. En algunas entrevistas o conferencias a donde González ha sido invitado, el director habla con resentimiento[11] acerca de la mirada estigmatizadora y miserabilista que tienen las películas hechas por las clases que no son clases villeras, sobre la villera. César de la Villa Miseria, podría llamarse la película de un «gran» etnógrafo. González se autodenomina “cineasta de origen plebeyo” en sus redes sociales. Su irrupción cinematográfica en el hábitat de las clases medias y altas produce inquietud. Hay quienes quieren cuidarlo y otros que lo rechazan. Así como hay quienes dicen, correctamente, y con solemne fe en la fenomenología, no estar interesados en su origen de clase sino en su mirada. En cualquier caso, parece que lo tratáramos como si fuera el nuevo niño salvaje, uno que no viene de vivir doce años en el bosque francés alimentándose de bellotas, pero que tiene un todavía más fuerte potencial exótico: sabe filmar y editar películas. Le tomamos medidas, lo pesamos, lo sometemos a tests de inteligencia. Quizás podamos determinar con alegría y alivio, que el niño González es un villero inteligente.[12] Pero el biempensar etnográfico y cinematográfico parece festejar otra cosa: el punto de vista privilegiado de González, que podrá representar la villa miseria en el cine, sin el miserabilismo o la culpa a la que estamos acostumbrados, y ser el perfecto enunciador de su propia clase.
¿La villa filmada y editada por un villero está más cerca de la villa verdadera?
“Más importante que conocer es comprender”, citaba Beatriz Sarlo a Susan Sontag en un ensayo que afirma que la experiencia en primera persona no garantiza un testimonio ideal, más verdadero que el de quien no tuvo la experiencia. Se le da una garantía y autoridad exagerada “al que estuvo allí”, cuando quizás no tenga la suficiente distancia etnográfica como para poder pensar lo que vio, y elucubrar una interpretación sin estar mediada por apasionamientos enceguecedores. Pero pienso que, tal vez y, por el contrario, precisamente en ese apasionamiento González podría encontrar una clave novedosa en cuanto a punto de vista y clase social: filmar etnográficamente y con resentimiento, a las clases altas; una tribu que rehúye de las cámaras de registro.
¿Qué puede un cuerpo? (César González)
El resentimiento de González podría darle una nueva energía creadora y política capaz de llevarlo a mirar a los burgueses como si fueran ellos los salvajes caricaturizados: viven en casas blancas y hablan todo el tiempo de dinero, de espíritu emprendedor, y son progresistas en el mejor de los casos, mostrándose como empresarios con sensibilidad social porque dan de comer a cientos de familias (poco emprendedoras).
Porque es un error de narcisismo colonial creer que lo etnográfico solo está en conocer, darle voz o producir encuentros sentimentales con los marginales: una de las tendencias del cine contemporáneo argentino son directoras y directores de clases acomodadas que filman a sus propias familias, o su entorno, o realizan ficciones con sus amigos que hacen de sí mismos o de personajes parecidos a sí mismos. Todas estas películas son documentales etnográficos de su propia clase social[13], con un nivel de punto de vista con las mismas características que el de González sobre su entorno: Gastón Solnicki podría ser, por ejemplo, en su película Papirosen, y dicho con pluma caricaturizadora, un burgués filmando a la burguesía. Con otros ejemplos como el suyo, está superpoblada la historia del cine. Es decir, que desde el inicio del cinematógrafo la burguesía se ha filmado a sí misma tanto como ha filmado a las etnias o clases que sometía, pero lo que no se ha visto todavía es un villero filmando a los burgueses.
González filma el obelisco y los carteles de neón del centro de Buenos Aires en contraste con la sordidez visual y sonora de la villa. Filma la pobreza, la sensibilidad y el amor, y también el accionar policial dentro de las villas, poniendo su energía y su mirada en el mal encarnado en hombres armados hasta los dientes que irrumpen en las villas como si se tratara de una ocupación militar. Con una mirada muy aguda y personal, pero que para poder acceder a festivales y muestras y llamar la atención de críticos y programadores (mientras cite a Nietzsche y o a clásicos del cine ensayo su desproletarización será exitosa), es una mirada que tiende a parecerse a la mirada de cualquier progresista culposo de clase acomodada; lo que sí conmueve e inquieta al mismo tiempo, es que podemos sentir que debajo de esa mirada, en su caso, hay una energía rencorosa que se convierte en lucidez creadora y rupturista. Quizás ya no debería filmar la luces de la ciudad como si fueran el sueño inalcanzable. Tampoco a policías en acción, puesto que la policía es solo el perro guardián de las clases acomodadas, y González, cuando habla, no parece tener ninguna simpatía por las clases acomodadas. Podría observar y filmar el comportamiento de las clases altas como lo han hecho históricamente con él, es decir, como si observara el comportamiento de animales salvajes en su hábitat. Lo revolucionario sería un villero filmando la cotidianidad de la burguesía con cinismo, burla o compasión, al borde a veces del miserabilismo.
[1] Una tradición que tiene su famoso gag colonialista: Cristóbal Colón llama indios a los americanos creyéndolos pobladores de la India, y aun hoy se sigue llamándolos así.
[2] “El cine descubre sus afinidades más íntimas no con la pintura, la literatura o el teatro, sino con el entretenimiento popular: cómics, ajedrez, cartas francesas y de Tarot, revistas y tatuajes. El cine no deriva de la pintura, de la literatura, de la escultura, del teatro, sino de la antigua brujería popular. Es la manifestación contemporánea de una historia evolutiva de las sombras, un placer por las imágenes que se mueven, una creencia en la magia. Su linaje está entrelazado, desde los albores, con los Sacerdotes y la hechicería, una convocatoria de fantasmas. Al principio, solo con la sutil ayuda del espejo y del fuego, los hombres invocaban visitas oscuras y secretas de regiones enterradas de la mente. En las sesiones de espiritismo, las sombras son espíritus que previenen el mal”. Morrison, Notas sobre la visión. Mansalva, Buenos Aires, 2017. [Primera edición 1969]. En todo caso, esta cualidad mágica no detuvo ninguna voluntad colonizadora, sino que la hizo devenir en burla circense, en sitios webs con películas a la carta que son rockolas cinematográficas, allí podemos pagar y observar sorprendentes imágenes en movimiento.
[3] Esta reacción de Nanook es muy diferente a la del proto-humano de 2001, Odisea espacial de Kubrick, que al tomar un hueso descubre en un solo golpe de tiempo (la elipsis más larga de la historia del cine), el arma, la guerra, la caza y una máquina para navegar por el espacio.
[4] “Aunque pasen cien años, los rotos, los cholos o los gauchos no se convertirán en obreros ingleses… En vez de dejar esas tierras a los indios salvajes que hoy las poseen, ¿por qué no poblarlas de alemanes, ingleses y suizos?… ¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucanía y no mil veces con un zapatero inglés?” Escribía Juan B. Alberdi en Elementos de derecho público provincial argentino, 1853. Una visión muy diferente a la construcción nacional mexicana, por ejemplo, que creó sin prejuicios su paisaje identitario conformado por igual tanto por catedrales españolas como por templos aztecas.
[5] Quizás el obrero en revolución sea el salvaje que viene a atacar a sus burlistas como en el final de Freaks de Tod Browning. Gleyzer, como etnógrafo-guerrillero, es muy probable que haya abandonado su culpa de clase entregándose a la proletarización, una noción conceptual y de acción que en la época evocaba la capacidad de algunos individuos de clases acomodadas, para abandonar su origen y volverse proletarios. Un ejercicio etnográfico-ideológico que se evidencia en los panfletos cinematográficos que son fundamentaciones de acciones guerrilleras como el ajusticiamiento del sindicalista Rucci en Los traidores (1973), o en el secuestro expropiador del cónsul británico Stanley Silvester en Swift, 1971.
[6] Hace unos meses un realizador catalán me contaba de su paso por el Festival de La Habana, y acusaba a los latinoamericanos y en especial a los argentinos, de ser productores masivos de pornomiseria. Le contesté, con irónico fervor anti-imperialista, que tenía razón, y que, al igual que la droga, esas películas se producían en Latinoamérica para satisfacer a sus principales clientes: los compradores norteamericanos y europeos; vosotros, ustedes. Largó una carcajada, divertido, qué más podría hacer un biempensante.
[7] El brasilero João Moreira Salles proviene de una de las familias más ricas de Brasil, y es un ejemplo célebre y evidente de esta autoconciencia. En sus películas, tanto en Santiago (2007) como en No intenso agora (2017), pareciera estructurar allí su fuerza política. La voz en off de los autores como cuaderno de notas etnográfico: una actitud similar a la de quienes analizamos obras practicando también autoconciencia redentora en nuestros textos críticos.
[8] “En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. (…) Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; este acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo. – ¿Lo ata su juramento? – preguntó el otro. – No es ésa mi razón – dijo Murdock – En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. – ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? – observaría el otro. – Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. Agregó al cabo de una pausa: – El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos. El profesor le dijo con frialdad: – Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios? Murdock le contestó: – No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia. Tal fue, en esencia, el diálogo. Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale”. Extracto de El etnógrafo, Jorge Luis Borges, en Elogio de la sombra (1969).
[9] Argentina otra vez fiel a su tradición de voluntad colonizadora para con su propio territorio.
[10] González cuenta que su voluntad autoral no se gestó en un taller audiovisual, sino mientras estuvo detenido en el Instituto Belgrano de Buenos Aires y participaba de los talleres de Patricio Montesano, un mago que les hablaba de Rodolfo Walsh, el Che y los invitaba a reflexionar sobre la desigualdad social. Véase, «Qué puede un lumpen. Gracia, justicia y heterogeneidad», en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 13, «Registros del acontecimiento político», 2015.
[11] El resentimiento es una emoción comúnmente desprestigiada por el sentido común. En este texto se utiliza tratando de resignificarlo, con pluma queer, para disputarlo y convertirlo en fuerza que promueva una transvaloración, un punto de vista de clase, satírico, emparentado con el del anarquista Jean Vigo en A propósito de Niza (1930).
[12] Como ocurría en Ciudad de Dios (Meirelles, 2002), donde el protagonista pasaba de villero a hípster con épica de meritocracia. “Te pasean como un objeto exótico, mientras dicen: acá tienen un pibe que se recuperó del delito”. González en entrevista con Lila Glass para La quinta Pata, 2018.
[13] El documental en primera persona La sombra (2015), de Javier Olivera, tiene un párrafo excéntrico, diferente a estas ficciones-autoetnográficas: presenta su punto de vista como un absurdo, su mirada con humor chapliniano sobre sí mismo, al recordar que en su millonaria casa de la infancia, el único contacto con la realidad exterior y la sensibilidad social, era a través de las empleadas domésticas contratadas por su familia. Quizás el mismo humor de Fitzcarraldo (Herzog, 1982), cuando Klaus Kinski navega por el río Amazonas vestido de gala, con traje blanco impecable, haciendo sonar ópera en toda la selva con su gramófono. O como esa familia colonial francesa en Apocalipsis now (Coppola, 1979), que vive sosteniendo todos sus modales elegantes urbanos entre animales salvajes, el calor penetrante y bajo la amenaza del Vietcong; o como el humor negro del óleo de Daniel Santoro «Victoria Ocampo observa la vuelta del malón» (2011).
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