Editorial
“El cine es un invento sin futuro”, decía Louis Lumière, su inventor; nació sin porvenir, afirmaba. Sin embargo, mediante la adopción de un sistema narrativo, el cine tomó la posta del imaginario del siglo XX, relevando, como se sabe, a la novela decimonónica. Ese espectáculo de feria que era el cinematógrafo pasó a ser el arte más representativo del siglo pasado. No obstante, a comienzos del siglo XXI, ya no es posible afirmar lo mismo. Algunos críticos han hablado de postcine, de cine de design, de la pérdida de fronteras nacionales, culturales, de las cinematografías, e incluso de una “muerte del cine”, para referirse a una nueva condición, a un estado contemporáneo del cine. Sin duda, nada de esto implica que el cine vaya a desaparecer de un momento a otro, sino que las condiciones (históricas, estéticas, políticas, técnicas y económicas) de su inteligibilidad (el cine como arte de masas o de autor) parecen haberse transformado definitivamente. Más que las formas, las condiciones son las que han cambiado. Pero, sobre todo, el cine ya no parece ser inteligible o evaluable en términos autorales, dado que las marcas por las que reconocíamos a los autores se han, de algún modo u otro, automatizado, codificado. Podría decirse que los futuros realizadores son ya autores aun antes de rodar un plano, o que los nuevos cineastas son ya autores aun cuando sólo cuentan con un film.
Autores como Alfred Hitchcock o John Ford inventaban nuevas formas teniendo en cuenta las condiciones de producción que, desde el punto de vista estético, se identificaban con las reglas genéricas. Las marcas de innovación no eran una exigencia de producción; eran, en verdad, una consecuencia de los límites impuestos por ella. Los “autores” actuales, como Quentin Tarantino, por ejemplo, revelan que la innovación es un objetivo que, a diferencia de Hitchcock o de Ford, responde ahora a la exigencia misma de la producción. ¿Cómo se podría mantener, entonces, la idea de lo nuevo en el cine sin que implique la exigencia de la innovación? Una respuesta, acaso irónica, al problema del autor y a los límites (auto)impuestos de la producción parece haberla intentado el último colectivo del cine: los cineastas daneses del Dogma 95 (“Ironías del cine”). Pero aun, la cuestión del autor parece formularse novedosamente en un modo discursivo de notoria vigencia, el documental, uno de cuyos rasgos, tal vez hoy constitutivo, es la presencia física del autor en la imagen. Sobre este nuevo estatuto del género, algunos documentales argentinos en “primera persona” resultan decisivos (“Un estado (contemporáneo) del documental”). Frente a este cine que se afirma con cierta precariedad, Hollywood, por el contrario, se sumerge en la tecnología digital y ofrece imágenes nunca vistas hasta el momento (“La imaginación técnica en el cine contemporáneo: la matriz de lo visible”), se trata de una nueva forma de síntesis del movimiento, que parece cambiar de modo radical la matriz misma del cine.
Por último, la pregunta que habría que formular es si la condición contemporánea (del autor) en el cine es actualmente posmoderna. La respuesta es afirmativa; sin embargo, existen manifestaciones que resisten a esa condición, y este desfasaje no podría ser, una vez más, posmoderno. Estas manifestaciones de resistencia plantean, en parte, otra relación con la tecnología, un uso “artesanal” de ella, que devuelve al cine su “pureza” (“La no-reconciliación y cómo lograrla”); como lo hace, actualmente, el cine de Tsai Ming-Liang (“Estéticas de la hibridación”), que traza una figuración del tiempo que no pertenece al destino de la técnica ni al funcionamiento de la economía, vale decir, a los desarrollos del mundo actual.
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