Un sueño eterno es un huésped incómodo

[BAFICI 2021]

Sexo y Revolución, de Ernesto Ardito

por Alejandro Modarelli

Para que unos viejos documentos, textos e imágenes sean rescatados por su potencia en dar cuenta del presente, y no solo como moneda de intercambio para saciar las curiosidades, el morbo o el buen gusto de un público entusiasta de pasados, hay que tener el don de hablar con los muertos. Quienes querríamos ser los herederos de sus afanes políticos debemos recibirlos con cierta inquietud, y no para celebrar la belleza de su legado ni ser sus ventrílocuos, sino para poner la herencia en remojo, deformarla, como se hace con las legumbres antes del fuego transfigurador.

Si la revolución es un sueño eterno (recuerden el nombre de la novela de Andrés Rivera), Sexo y Revolución –el documental de Ernesto Ardito presentado en BAFICI 2021, que aguarda estreno en salas de cine pero circula ya por todas partes– agrega a ese carácter esencial, además, el de ser para la izquierda un huésped incómodo. No podremos, por lo tanto, dejarlo reposar así como así en el molde de los años setenta. Nos reta hoy a mirarlo despiertos, sin compasión ni necedad, justo en ese otro sitio, más bien vórtice, en el que la historia pega saltos en direcciones contradictorias. ¿Cómo puede verse con honestidad crítica Sexo y Revolución  en 2022?

Desde los militantes homosexuales de aquella época de intensos compromisos universalistas, urgidos por sumarse al tren revolucionario que les pasó de largo, vimos el agua correr hasta quedarnos encharcados en el corral en el que se alimentan otros, ciertos gays y lesbianas de hoy, adherentes a distintas facciones de la nueva derecha o Alt-right.  “Estoy orgulloso de ser gay, pero más de ser republicano y estadounidense”, proclama el multimillonario de Silicon Valley, Peter Thiel. Otra, ¡qué tal!, es la lideresa alemana xenófoba Alice Weilder, de Alternativa por Alemania, por no recordar a personajuelos vernáculos que no ven contradicción entre su simpatía por la doctrina Chocobar o las bravatas contra la ESI –en nombre de ese invento confesional llamado “ideología del género”– y el goce de los derechos civiles adquiridos bajo los gobiernos progresistas argentinos de este siglo.

Sexo y Revolución

 

La película toma como eje narrativo el célebre manifiesto homónimo de 1973 producido por el Grupo Política Sexual del Frente de Liberación Homosexual Argentino (FLH): “compendio teórico e ideológico del liberacionismo gay argentino, a partir de categorías marxianas” (Néstor Perlongher).[1] No obstante, recorre dos tiempos históricos que pretenden dar sentido a las contiendas de ayer entre la divergencia sexual, entonces interesada en socavar las bases de toda opresión (“amar libremente en un país liberado” era la consigna del FLH, inspirada en la marcha peronista) y la cultura dominante, pero sin ahondar sobre el día después del triunfo del movimiento LGTBI en Occidente. Es lógico, porque ese objetivo precisaría un nuevo documental, crítico seguramente del devenir del colectivo. Devenir decepcionante para la construcción de una nueva izquierda en la que el anquilosado Hombre Nuevo de los setenta dé lugar a un activista mestizo, abierto a la contingencia, consciente de que su diferencia, hoy en un estante de privilegio dentro de las góndolas de las diferencias, debe abrirse a todas las otras, históricamente azotadas, y no clausurarse ni mucho menos prestarse a ser baza de las guerras culturales del Imperio (militantes homosexuales pro Trump contra el universo musulmán).

Cuando se creó el FLH –convergieron gremialistas como Héctor Anabitarte (Grupo Nuestro Mundo), universitarios como Néstor Perlongher (Grupo Eros), feministas (Safo), católicos homosexuales y la trabajadora sexual Ruth Kelly)– la rabia se compensaba con el destello de otro mundo posible. El Gay Power emergido en California y Nueva York era una usina programática de la emancipación sexual, de la que el Frente abrevó. La Liga Estudiantil Homófila estadounidense, en 1969, declaraba su apoyo “a las luchas de los negros, las feministas, los hippies, los indios, los hispanos, los jóvenes, los estudiantes y otras víctimas de la opresión y los prejuicios”. Porque “nuestro destino está ligado al de todas las minorías” y “una lucha común traerá un triunfo común”. El trailer de una sociedad transformada por la acción revolucionaria. Mientras Nuestro Mundo, de sindicalistas de Correos, había crecido bajo el influjo del Cordobazo, Eros llegaba al FLH con las últimas noticias teóricas y políticas del mundo sobre sexualidad y poder. Una avanzada de lecturas en las que se cruzaban sin masacrarse Wilheim Reich, Guy Hocquenghem, Deleuze, Foucault y el radicalísimo italiano Mario Mieli, que habrá salpimentado partes del documento. Para Mieli, y para los hacedores del manifiesto, los niños sirven a su futura función de chivo expiatorio dentro del capitalismo a través de su libido mutilada por la cultura. “En la avenida Libertad, en vez de explotarse unos a otros, los cuerpos se parecen a los niños; se acarician”.[2] Una utopía de sexualidad universal polimorfa, una transexualidad hegemónica –en Mieli no significa otra cosa que el final del heterosexismo– que constituiría el verdugo de los cuerpos liberados del sometimiento de todo tipo.

Sexo y revolución empieza con la descripción y el análisis de las penurias y torturas de los homosexuales que sobrevivieron sin las siglas del orgullo, y cierra con las señales de la redención en Argentina a medida que se diluyen las concentraciones sociales paranoicas. Cuando desde el afuera de la ley se pasa, en estos últimos años, al reconocimiento jurídico: el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género.

El cambio epocal –entre la injuria y el reconocimiento– ha operado en las trayectorias biográficas de testigos militantes de la época. De Jorge Luis Giacosa, que formó parte del FLH junto a  Perlongher y Héctor Anabitarte; otros, de organizaciones de izquierda revolucionaria de variadas siglas –PTS y FAL– como Guillermo García y Daniel Molina; Valeria del Mar Ramírez (la única travesti que prestó testimonio sobre el rapto de un bebé en el Pozo de Banfield: “¡Había que ser corajuda para salir en la dictadura con tetas!” ) y yo mismo, que por ser de una generación posterior no fui parte pero recuperé en Fiestas baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura[3] las voces de entonces: desde Héctor Anabitarte –despromovido del PC por salir del closet– y Néstor Perlongher –de sindicalista trotskista, activista, antropólogo, poeta y finalmente también oficiante del Santo Daime– a Carlos Jáuregui. Es decir de los anhelos revolucionarios a la Realpolitik reformista, con una agenda propia. Un reclamo permanente atraviesa a los dos: el fin de los edictos policiales usados para vigilancia, persecución y castigo.

 

Sexo y Revolución

 

Sin repudiar su pasado en el trotskismo, Perlongher –interesado en la revisión postestructuralista sobre la naturaleza del poder– abogó por aliar la organización con el peronismo de izquierda. Jorge Luis Giacosa recuerda la confluencia anfibia en las grandes manifestaciones –siempre un cordón sanitario separaba a los chicos del FLH de las juventudes doradas heteroperonistas– y la fácil estrategia semántica de estas para responder a la derecha mediante la humillación de los putos, a los que se buscaba asociarlas: “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”. Giacosa  no llega a Ezeiza, hacia donde marchaba una columna del FLH para el recibimiento de Perón, porque no soportó la presión de esa consigna ni el veredicto que pronunciaban las miradas de sus compañeros circunstanciales sobre la columna maraca.

En síntesis, el FLH emerge en un contexto global en el que Occidente venía representando a través de sucesivas rebeliones la potencia creadora, el cambio activo en las condiciones de vida de los homosexuales. El pensador y activista gay Guy Hocquenghem, decepcionado con la izquierda revolucionaria de Francia y la triste resaca del Mayo Francés escribe en 1970: “La angustia del posMayo consiste en que tenemos voluntad de crear y no simplente cuestionar. Aún nos queda por develar si los burgueses irán más rápido que nosotros en la explotación de ese deseo”.[4] Admonitorio. Mientras tanto, la Unión Soviética expresaba la continuación represiva burocrática del estalinismo (en realidad la revolución rusa no fue un continuo opresor para la diferencia ni la homosexualidad expresaba la mala pécora a vencer; basta con saber que fue Stalin quien restableció, como en tiempos de los zares, la sodomía como crimen. Recomiendo la lectura de Homosexualidad y Revolución de Dan Healey).[5]

El documento del FLH debería haber encantado a la izquierda revolucionaria de entonces pero no: la organización no encontró, pobre, casi ninguna reciprocidad. No sirvió de carnet de membresía el haber hallado el origen de la discriminación, muerte y persecución de la divergencia sexual en las categorías marxistas de oprimido y opresor, señalando a la familia nuclear y sus nutrientes institucionales, la Iglesia, el Estado, la máquina médica y la jurídica como el continuo opresor. En todo caso, revolución y activismo del FLH coincidieron en que la reproducción del capitalismo precisa de cuerpos dóciles arrancados mediante la culpa o la fuerza de placeres no regulados, y sumidos, entonces, en la gesta productora de bienes materiales y culturales, de los cuales se beneficiará hasta el empacho la alta burguesía. Con la categoría epigonal, hoy, de la autoexplotación; subjetividades que más que alienadas son ahora su  propio alien. Las coincidencias, sin embargo, no superaron los prejuicios machistas de la izquierda de entonces.

Ardito toma secuencias de la célebre Metrópolis, de Fritz Lang, que postula una utopía cara al mismo Hitler: una sociedad en la que las clases sociales se reconcilian por una especie de deus ex machina bondadosa que pone fin a la guerra civil. Aunque la intención haya sido ilustrar la nueva esclavitud proletaria y no su administración bonachona, creo que la cita de Metrópolis, en definitiva, serviría en estos tiempos de subjetividad de mercado, para pensar los términos de la autoexplotación, vía la supresión de la lucha de clases, más que para fortalecer la narración del filme. Y por qué no hacer equivalencias entre esa autoexplotación y el olvido de muchas personas LGTBI, fascinadas con las nuevas derechas, del pasado injurioso y la pelea por vencerlo.

Quizás un material superabundante el de Sexo y Revolución  que, en su hermoso exceso, sumerge al espectador en lo onírico, aunque a mi juicio podría haber indagado con más convicción en archivos argentinos, que los hay.

 

Sexo y Revolución

 

No pude evitar convocar en silencio, entre el prodigioso montaje, los espectros de Pier Paolo Pasolini y del segundo Guy Hocquenhem contra la pasión liberacionista sexual del Mayo Francés (citado en el documento) y su viral difusión en Occidente. Pasolini desconfiaba de una revuelta que él señaló como una disputa interna de la burguesía; por eso instaba a los estudiantes alzados a incorporar a los policías, parte del proletariado, víctimas también de la explotación. Pasolini imaginó el curso de la agitación parisina como pequeña épica  burguesa. Por ejemplo, la conversión del libre ejercicio de la sexualidad en  un secuestro de las prácticas liberadas, en la pura obligación de gozar según las leyes del mercado (de la Trilogía de la Vida a Saló o los 120 días de Sodoma; del cristianismo capitalista a la profecía del neoliberalismo como nueva religión anárquica y total).

Decía Perlongher que la emergencia del Sida agotaba el programa liberador de la homosexualidad. Difuminada en el cuerpo social, hipervisible, terminaría descomprimiendo las concentraciones paranoicas del secreto. Televisada, conversada, legitimada, iría dejando perdida en las escalinatas de un templo en ruinas todo su potencial desestabilizador. La palabra más corriente, desde Hannah Arendt, es asimilacionismo. No más lágrimas, dirá la nueva derecha, tomando del hombro a la loca hacia el parnaso individualista, y siempre que su guía sea el olvido de las antiguas categorías revolucionarias. Stonewall debe pasar a ser un significante debilitado.

Sexo y Revolución elige para su cierre el tema musical de Marilina Ross, Soles, con el que celebra el fin de la dictadura. Así, acompaña al pluriforme universo de la divergencia sexual, en la plenitud de las identidades que lo van constituyendo, en su salida del inframundo a la luz de las vidas vivibles. Pero entonces, ¿hubo redención de los muertos civiles, se comprobó que todas las humillaciones habían sido producto de fantasmas sociales y no de discursos verdaderos (del púlpito a la medicina, del living de la casa familiar al diván del psicoanalista)? ¿Se confirmó la famosa consigna del Frente de Liberación Homosexual (FLH) “vivir y amar libremente en un país liberado”, después de atravesar el desierto? ¿La utopía venció a la realidad? O, más bien, han podido convivir en planos diferentes, mientras al cabo, como Andrés Rivera pone en boca de Castelli, los traidores y los vencedores, entre la utopía y la acción, nunca dejan de traicionar o de vencer.

Lo que ha dejado de existir o ha sido llevado a su mínima expresión, viene cediendo el espacio vacío a nuevas traiciones. No solo por la inscripción de grandes personaje LGTBI en la nueva derecha darwiniana mundial sino, también, por la militancia ministerial de organizaciones en soliloquio con el poder de turno. O la confusión de derechos adquiridos con asimilación a modos marchitos de convivencia familiar. Con todo esto, habrá de escribirse un capítulo fundamental para un segundo documental, epígono de Sexo y Revolución, que podría llamarse, ahora sí, como la novela de Rivera.

 

[1] Néstor Perlongher, Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992, Buenos Aires, Colihue, 1996.

[2] Mario Mieli, Elementos de crítica homosexual, Barcelona, Anagrama, 1977.

[3] Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi, Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura, Buenos Aires, Sudamericana, 2001. Reeditado en colección Soy de Página/12, 2019.

[4] Guy Hocquenghem, Diario de un sueño, Buenos Aires, El Cuenco de plata, 2021.

[5] Dan Healey, Homosexualidad y Revolución, Buenos Aires, Final Abierto, 2018. Traducción de Mario Iribarren.

 

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