(La luz incidente, Ariel Rotter)
por Nicolás Suarez
En su libro El negativo (1981), segundo tomo de la famosa trilogía de manuales de instrucción técnica que con el tiempo se ha convertido en un verdadero clásico entre los estudiantes de cine y fotografía, Ansel Adams define la luz incidente como aquella que cae sobre un objeto a fotografiar y puede provenir de una o más fuentes. En las primeras páginas del libro, Adams precisa que lo que vemos y fotografiamos es la luz reflejada, por lo que la importancia de la luz incidente es secundaria ya que no nos brinda información exacta para ajustar los valores de contraste y luminancia con el fin de alcanzar una imagen creativa. Solo en el caso de la fotografía de estudio, refiere Adams, se justifica el uso del exposímetro para medir la luz incidente, como una herramienta para controlar y medir separadamente las diferentes fuentes de luz para conseguir la exposición deseada. Hacia el final del libro, sin embargo, el fotógrafo estadounidense detalla una propiedad de la luz incidente que juzga necesario comprender cabalmente. Se trata de la llamada Ley del Cuadrado Inverso, que relaciona la distancia del objeto a la fuente de luz con la intensidad de la luz que incide sobre ese objeto. Dicha ley establece que la intensidad de la luz sobre una superficie es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre esa superficie y la fuente de luz. Así es que, para una determinada fuente, si se la mueve al doble de la distancia original respecto del objeto a fotografiar, la luz incidente que impacta sobre este se verá reducida a un cuarto de su valor original.
El tercer largometraje de Ariel Rotter podría pensarse como una isomorfía entre esta ley que su título evoca y el funcionamiento de la memoria, de manera tal que a medida que un sujeto se aleja del objeto evocado la memoria del mismo disminuye exponencialmente. Ese es, creo, el conflicto fundamental de la protagonista de La luz incidente interpretada por Érica Rivas. Luisa es una mujer de clase media-alta que, tras la muerte de su marido y su hermano en un accidente automovilístico, debe seguir adelante con su vida y la de Julia y María, sus hijas gemelas de un año de edad. Además de las dificultades propias del duelo, Luisa tiene que soportar la presión social de un entorno –encarnado principalmente en el personaje de su madre, a cargo de Susana Pampín– que insiste en que se case nuevamente para, de ese modo, asegurarles a sus hijas la figura paterna que se estima necesaria para una crianza adecuada.
Los problemas que acarrea esa pérdida, de todas maneras, parecen encontrar una rápida solución cuando Luisa conoce a Ernesto, el personaje que interpreta Marcelo Subiotto, un demasiado simpático y bien acomodado contador que está dispuesto a casarse con ella enseguida (y efectivamente lo logra). Es entonces cuando se produce la coagulación del verdadero conflicto del filme, que tiene menos que ver con el duelo que con la fragilidad de la memoria. Una escena resulta particularmente significativa a este respecto. Hacia la mitad del relato, luego de confirmar la seriedad de las intenciones de Ernesto cuando este le propone realizar un viaje juntos, Luisa sufre de insomnio y se dirige a la habitación de Mary, su empleada doméstica, a quien le pide una pastilla para dormir. Angustiada, Luisa le pregunta: “¿Usted las ve bien a las nenas? […] No sé cómo les voy a explicar lo que pasó.” Esas palabras evidencian que las tribulaciones de Luisa no pasan tanto por la pérdida de un ser amado –que por añadidura era el sustento económico de la familia– como por la dificultad de poner esa experiencia en palabras, de narrársela a sus hijas. En términos psicoanalíticos, la muerte accidental del marido constituye en la vida de Luisa un evento traumático. Si hay algo que la atormenta a lo largo del filme es precisamente la imposibilidad de representar, para ella misma y para sus hijas, ese encuentro fallido con lo real.
Luisa se asume responsable de crear el recuerdo que Julia y María tendrán de su padre. Al ser tan pequeñas las niñas, existe la posibilidad de borrar la ausencia del padre e inventarles un pasado. Esa maleabilidad de la memoria es justamente lo que Ernesto deja ver cuando, dos escenas más adelante, le ofrece matrimonio a Luisa: “Va a ser lo mejor para todos. Para las nenas también. Yo podría reconocerlas. […] Les vas a complicar la vida, pensá el colegio, todo. Un padre, un apellido, una familia, es mejor así”. La respuesta de Luisa, tajante, es que “Ellas ya tienen un apellido”.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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