Pirotecnia. Un nombre para todo aquello
A propósito de Pirotecnia (Federico Atehortúa Arteaga, 2019)
[DOCBuenosAires 2019]
por Germán Scelso
Primera persona
Quería escribir un texto sobre Pirotecnia (2019), la película-ensayo del colombiano Federico Atehortúa Arteaga, pero me salió otra cosa.
El cine-ensayo supuso la aparición de una escritura libre de géneros, pero con la misma suerte que el ensayo literario, más tarde dejó esa actitud libertaria para convertirse en género. ¿Cuándo puede consolidarse un género? Cuando una serie de experimentos asume, lejos del divague argumental precedente, cuáles son sus elementos repetitivos , a partir de allí trata de volverlos evidentes e identitarios.
“Quería hacer una película sobre la televisión, todo lo que significa la televisión en la vida de una persona, pero me salió otra cosa”, dice la voz en off de Andrés Di Tella al comienzo de su película-ensayo La televisión y yo (2003), que termina siendo el retrato de la relación con su padre. Con el uso de esta forma gramatical y con otras alusiones, emparenta su trabajo con The Sherman’s march (1985) del norteamericano Ross McElwee. McElwee introduce con su voz en off, y cuenta que una película que comenzó a realizar sobre la campaña del General Sherman durante la guerra civil estadounidense, termina siendo otra cosa, un ensayo sobre sus propias relaciones amorosas.
La voz en off de Atehortúa Arteaga dice “Esta, iba a ser una película sobre los inicios del cine en el país, sus primeras imágenes, pero…”, y continua después explicando, en un breve juego de relaciones de sentido, cómo su película terminó tratándose de la relación con su madre, quien de un día para el otro se había quedado muda por completo: “Afectado por este incidente familiar, y a merced de lo que conecta todas las cosas entre sí, quizás, los primeros momentos del cine nacional y la mudez de mi madre, pueden ser parte de un mismo escenario”. Este recurso gramatical que se repite pareciera colocar a estas películas, también, en un mismo escenario: son típicos films-ensayo. Son detalles recurrentes que no definen un género pero se convierten en accesorios distintivos. Más tarde, en objetos vendidos en laboratorios de creación, en donde los creadores son guiados para que mejoren las ideas de sus proyectos: “¿Has pensado en usar tu voz en off, contarla en primera persona?” Esta es otra consigna que se repite entre script-doctors. Conceptos y palabras como “primera persona”, “tu voz en off”, “proyecto”, “materiales” o “archivo” se vuelven piezas genéricas. ¿Qué es entonces la primera persona? Muchas veces, solo una fórmula narrativa. Pero hay películas en las que su creación es una voluntad vital, y política, porque es una voz que reacciona frente a los efectos de una represión cultural y estatal que produjo daño extremo sobre cuerpos y subjetividades. Por ejemplo, El silencio es un cuerpo que cae (2017) de Agustina Comedi, es la primer película hecha por una hija sobre su padre y una historia homosexual; el retrato se enmarca en el contexto represivo y despersonalizador de la sociedad argentina con el colectivo LGBT, que silenció su persona que ahora reaparece a través de la voz en off de la directora. En este sentido, Pirotecnia despliega la voz de su autor siendo una de las primeras películas de la nueva generación de directores colombianos que reflexiona desde la post-violencia. Digo post-violencia porque no encuentro un nombre para todo aquello. Colombia no tuvo dictaduras al estilo sudamericano, es decir, como en Argentina o Chile. En Argentina o Chile se puede hablar de “la dictadura” y se entiende que se trata de la última dictadura. Es más, se entiende incluso, y no vagamente, qué es lo que ocurrió; hubo un dictador y un pueblo sometido. En Colombia suelen referir lo ocurrido diciendo “guerra”, una palabra que nombra sin nombrar. Al ver Pirotecnia, la desaparición de la voz de la madre del autor es quizás una metáfora de esta imposibilidad de nombrar la violencia política colombiana.
En el cine argentino, el giro subjetivo a la primera persona se dio hace veinte años a través de las películas de cineastas hijas de personas desaparecidas de la dictadura. Porque si bien Andrés Di Tella en su película Montoneros: una historia (1998) había hecho el primer gesto en este sentido; dando más importancia a una historia individual por sobre la historia colectiva de la guerrilla Montoneros; lo cierto es que son María Inés Roqué y Albertina Carri las primeras que asumen el relato de aquel pasado en primera persona, y quemando etapas formales de manera veloz, al pasar de la estructura más tradicional de Papá Iván (2000) de Roqué a la deconstrucción de la primera persona de Carri en Los rubios (2003). Más tarde se sumaría Nicolás Prividera con M (2007), y entre las tres películas conformarán un tratado sobre memoria colectiva y personal, dándole vida a una subjetividad dañada no solo por la desaparición de padres y madres sino también por el proyecto revolucionario inconcluso. Sus películas son una fuerte construcción del yo que contrarresta los efectos represivos de un poder político despersonalizador que se creyó a sí mismo todopoderoso. Incluso así, y a causa del paso del tiempo y de los consiguientes cambios jurídicos e ideológicos, “la dictadura” argentina en realidad ya no tiene un nombre tan unívoco. A “dictadura militar” se le han añadido conceptos y palabras que rompen con esa primera representación caricaturizada del dictador y sus sometidos, hasta convertir su nombre en una especie de rizoma: dictadura-cívico-militar-eclesiástica, al cual no tardará en añadirse también la palabra empresarial.
Los Rubios (Albertina Carri)
Le pregunté a Óscar Campo (un amigo caleño de la generación anterior a la mía y dos generaciones antes que la de Atehortúa Arteaga) si había un nombre más contundente que “guerra”, para lo ocurrido en Colombia. Me contestó con dos películas que realizó: Cuerpos frágiles (2008) y Una tumba a cielo abierto (2020). A la primera, me dijo, “la hice en plena Guerra de Uribe”. Las dos películas de Campo, separadas por más de diez años una de la otra, se articulan alrededor de la voz en off del autor, una voz que contempla una misma realidad pero a partir de dos objetos diferentes (registros televisivos reapropiados y registros hechos por él mismo) y desde dos posiciones corporales diferentes (sedentario y nómade). En la primera, analiza propagandas de la televisión estatal sentado en la sala de remontaje. En la segunda, realiza un viaje en lancha por el río Cauca entrevistando pobladores costeños, buscando los testimonios en bruto sobre asesinatos de personas arrojadas al río, es decir, buscando lo que la propaganda televisiva le ocultó editando y manipulando materiales de difusión masiva. Sobre la propaganda, dice: “Como todas las personas normales de mi época, prefiero estar frente a una pantalla y a extensiones tecnológicas de mi propio cuerpo. Un cuerpo constreñido por diferentes prótesis. Pero especialmente por los medios y los miedos. (…) Con la globalidad televisiva comprimida, claustrofóbica, de una normalidad criminal”. Sobre las voces de los entrevistados, dice: “En un primer corte de la película dejamos solamente el registro de imágenes y voces, pero estas imágenes y estas voces deben ser interrogadas. Son voces que están acostumbradas a una cotidianidad macabra”. La voz en off de Campo parece desconsolada ante cualquiera de los dos objetos y ante cualquiera de sus dos posicionamientos corporales. Aun reeditando registros televisivos a modo de contra-propaganda, y aun explorando gallardamente la geografía del Cauca, sigue sin encontrar un nombre para el horror. Su viaje parece el viaje de Marlow en Heart of darkness (1899) de Conrad, pero en su caso no encuentra nunca a Kurtz al final del río. Nada es revelado. Al no encontrar nada, da algunos saltos temporales y geográficos conectando otras aguas. Pasa por el Danubio y graba el Monumento de los zapatos que rememora a los judíos asesinados en la ribera del río por los nazis. Viaja por el Mediterráneo italiano y el marinero que conduce la lancha le dice que, en ese momento de la filmación, muchos africanos están en altamar luchando en pequeñas naves para llegar a la orilla de Europa, y le habla de “los restos que arrojan a las aguas en una modernidad cruel que desaparece a sus víctimas”. Hasta que muestra imágenes del Sena que grabó durante sus vacaciones en París, y dice: “Me surge el temor de estar organizando este relato de manera similar a una guía turística. Es una sensación que me ha estado acompañando desde que comencé este proyecto. (…) la pantalla que transforma la Historia en mercancía”. Campo filma el Sena y los rascacielos parisinos con el temor de banalizar el horror mientras recita un alegato anticapitalista. Y vuelve al Cauca, a los testimonios de muertes espantosas y basuras hediondas que contaminan el agua.
Una tumba a cielo abierto (Oscar Campo)
Atehortúa Arteaga comienza su película con una breve entrevista: el testimonio de un joven que estando en el Ejército Nacional, recibió la orden de su teniente de que entierre unos cuerpos. Cuando estaba por hacerlo se le acercaron “unas personas” que le ofrecieron comprar esos cuerpos “para una obra de teatro”, y se los vendió. Tiempo después se enteró de que no los necesitaban para una obra de teatro (al menos no para una obra común y corriente) sino para disfrazarlos de guerrilleros y decir que habían muerto en combate. Esta entrevista es diferente a las que Campo hace en las costas del río Cauca, porque no describe asesinatos atroces sino que revela el modus operandi de esos asesinatos: el simulacro.
El simulacro es la metáfora central de Pirotecnia, y después de esta entrevista el director cuenta que, en 1906, cuatro “sujetos” intentaron matar al presidente de Colombia, Rafael Reyes, pero fueron capturados y ejecutados en la vía pública. La voz en off de Atehortúa Arteaga aparece sobre una serie de fotografías que se tomaron de las ejecuciones, y comenta que luego fueron publicadas en un libro de la época por decisión del mismo presidente, para difundirlo entre los ciudadanos a modo ejemplificador. El detalle: en el libro se cuenta lo ocurrido pero no solo a través de estas fotos, sino que se agregaron otras en donde actores representan el ataque al presidente y la posterior captura de los asesinos. Con esta representación, sugiere el director, se completaba una especie de foto-novela, “Esta es la primera vez que se realiza una narración en soporte fotográfico en Colombia. Este pequeño gesto narrativo es recogido por la tradición como el inicio del cine en el país”.
Inmediatamente después hay otro salto narrativo. Se ven imágenes en soporte fílmico casero; es un cementerio: la voz en off del director cuenta sobre el repentino mutismo de su madre y el asombro de los médicos al no poder explicar qué le ha ocurrido. Habla sobre la culpa de su padre que no termina de creer que sea una enfermedad, porque piensa que quizás lo ha dejado de querer y está fingiendo que está muda. Esta desconfianza obsesiona también a Atehortúa Arteaga y la agrega a la lista de situaciones simuladas que su película empieza a enumerar y relacionar pasando una y otra vez del relato histórico al relato autobiográfico. Aparece el reflejo de su propia imagen en un vidrio, se lo ve manejando la cámara, intuimos que ese reflejo es él, pero quienes no lo conocen podrían pensar que es un actor. Quizás ni siquiera Atehortúa Arteaga esté tan seguro de que esa imagen sea su persona. Arremete otra vez con su voz en off, y se embarca en un río de imágenes:
un registro filmado por su madre cuando él era niño y lo hizo disfrazarse de guerrillero para representar una obra. El retrato de Carlos, un personaje que trabaja digitalizando películas familiares de otros, y que tiene una colección de videos de partidos de fútbol de la liga colombiana: Carlos, al enseñarle la grabación de una dudosa falta – una jugada tramposa como el gol de Maradona a los ingleses- le dice que no puede diferenciarse una falta verdadera de una falta simulada. Fragmentos de un documental de izquierdas francés de 1964 hecho de imágenes en la selva. Los realizadores buscan, cual exploradores tras culturas perdidas, la imagen de un guerrillero real. Fragmentos de propagandas estatales. Una entrevista a su padre. La repetición de la entrevista que abre la película. Aunque esta vez muestra las indicaciones de cómo el personaje debe ponerse en el encuadre. Es decir, pone en duda la noción de verdad en torno al dispositivo entrevista. Evangelistas proclamando verdades a los gritos. Imágenes de su madre en silencio. Una teatralización que realiza junto al personaje Carlos y algunos amigos, disfrazándose de antropólogos forenses que exhuman cuerpos en fosas comunes. Sobre estas imágenes, concluye: “Me pregunto, si con el fin de contar estos crímenes, el mejor camino no hubiera sido a través de imágenes que invocaran a las víctimas reales, a los cuerpos de los jóvenes ejecutados, los testimonios de los familiares, de los testigos, de las personas que lo sufrieron en sus vidas. Sin embargo, sospecho que, frente a esas imágenes, ocurriría lo mismo que ocurrió cuando fueron transmitidas por los televisores del país”.
Atehortúa Arteaga termina por asumir, al final del río de imágenes, que detrás de ellas no hay nada ontológico. Lo asume pero no utiliza este mecanismo como lo hacen las propagandas, para la crueldad. Lo reapropia en su contra-efecto. Por lo tanto, no hay diferencia entre si su madre se ha quedado muda por una enfermedad o si está fingiendo mudez. Igual la extraña, y por eso emociona. Por lo tanto, no hay diferencia entre su madre y una grabación en donde aparece su madre. Crea, para sí, una poética del simulacro, una realidad de lo irreal. Sobre unas imágenes en video VHS, dice: “He encontrado una imagen hecha por mi madre. Es especial porque ella no aparece, en cambio, se oye su voz. Cerca del final, ella dice mi nombre”. Federico, Federico, se escucha, en vez de El horror, el horror. Quizás el autor-hijo sabe que es mentira, pero en ese conjuro fantasmal parece haber exorcizado lo indecible, al menos por el momento.
Pirotecnia
Fuerzas Armadas Televisivas
En 1890, durante las campañas de expansión territorial, la Caballería estadounidense realizó una matanza de indios en Wounded Knee, Dakota del Sur. Mató a más de doscientas personas; hombres, mujeres y niños. La prensa de la época publicó una serie de fotografías de la masacre, y le pusieron un nombre: La batalla de Wounded Knee. Más de un siglo después, la biblioteca pública de Kansas City organizó una muestra conmemorativa con esos registros y con otros que fueron descubriendo con los años. Una sección especial de la muestra fue titulada “Mentiras, Malditas mentiras y Fotografías”, y contenía, por ejemplo, una foto en donde se ve a dos blancos y a un indio posando y fingiendo un combate. Según algunos investigadores, después de aquellas publicaciones pasó un largo tiempo antes de que se reconociera que lo que ocurrió en Wounded Knee no fue una “batalla”, como lo describieron los funcionarios del gobierno. Finalmente, El combate de Wounded Knee comenzó a ser nombrado como La masacre de Wounded Knee. Se podría decir que antes de la invención del cinematógrafo, el departamento de prensa estadounidense (como lo haría el colombiano en 1906) ya había realizado puestas en escena documentales. Flaherty no fue el primero.
Décadas más tarde, la dictadura argentina también desplegó un sistema de imágenes de control de la opinión pública. Muy lejos de la sensibilidad cinematográfica de Leni Riefenstahl, produjo trabajos sin firma en donde el autor es el gobierno: Mañas y patrañas de gente extraña (1978) fue una animación anticomunista para niños. También realizó Ganamos la paz (1977) y Estoy herido, Ataque! (1977). Estoy herido, Ataque! es una teatralización de las acciones del Ejército Nacional en la selva tucumana; es notable el parecido con las puestas en escena de la propaganda colombiana de los años dos mil. Al comenzar la película, una voz en off, despersonalizada, dice: “Lo que veremos a continuación es un episodio real de los muchos que podrían tomarse de esa gesta heroica”. La dictadura desplegó sus ficciones en el cine, en la televisión y hasta en un mundial de fútbol y una matanza; nombrada, esta última, como La guerra de Malvinas, cuando en realidad fue una propaganda performática que utilizó cuerpos de miles de jóvenes cebados de nacionalismo. Como la “guerra” se perdió, tiempo después quedó al descubierto la masacre. Si los dictadores hubieran conseguido sus objetivos, su efecto publicitario hubiera convertido a los que ahora son genocidas, en héroes. El cine argentino ha tratado algunas veces de relatar este masivo asesinato de jóvenes utilizando elementos de género bélico estadounidense, y en ese intento, descubre su imposibilidad de serlo, y es lógico: lo que quiere solemnizar no le corresponde, porque la misma pretensión nacionalista que caracteriza a ese género es la que permitió trasladar a los soldados-adolescentes sin forzarlos, hacia la muerte y el suicidio, como trasladaron judíos hasta Auschwitz diciéndoles que se había conseguido un mejor trabajo para ellos fuera de sus ciudades.
El poder telemático aprende: si en principio realizaba puestas en escena para convertir un asesinato político en una foto-novela de género policial, la estrategia siguiente fue la desaparición de los cuerpos del delito. En una conferencia de prensa de 1979 el dictador Videla decía por televisión: “Es una incógnita. Es un desaparecido, no tiene entidad. No está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Pero poco a poco comenzaron las marchas de las madres y abuelas de desaparecidos creciendo en cantidad y popularidad. Desde el tumulto, emergían las fotografías de los desaparecidos, imágenes que luego se propagarían por documentales y ficciones cinematográficas formando un solo cuerpo denunciador. Las imágenes de los desaparecidos, icónicas, se convirtieron en la reaparición de sus cuerpos, y más tarde, en la reaparición del crimen estatal, inculpando a los genocidas presos por la misma lógica de género negro que utilizaron para sus fundamentaciones. Entonces, si en el pasado la Escuela de Panamá o la Doctrina Francesa ejercitaron su pedagogía en tanto foto-novelas y desapariciones, los script-doctors contemporáneos crearon los falsos-positivos. Los falsos-positivos son cadáveres con identidad falsificada; el gobierno colombiano difundía las imágenes de sus víctimas, disfrazándolos. “Entonces vino el horror…”, dice la voz en off de Atehortúa Arteaga, y continua: “… se descubrió, que muchos de esos cuerpos, y, en consecuencia, muchas de esas imágenes, no pertenecían a auténticos guerrilleros. Que los muertos eran jóvenes inocentes disfrazados, que todo era una puesta en escena”. Luego aparecen imágenes de mujeres, cada una mostrando a cámara la foto de su desaparecido. La voz en off dice: “Por ejemplo, estas mujeres. Las tres son actrices que posan como si hubieran perdido a un familiar en la guerra, y reclamaran por él” (crean falsos-documentos, y anulan, de esta manera, la posibilidad de que se repita lo que las Abuelas de Plaza de mayo lograron en Argentina gracias a la difusión de las imágenes de sus desaparecidos). La población televidente no se preocupa por la veracidad o simulacro de esas imágenes. Ante la desconfianza, prefiere comportarse como espectador en una sala de cine que al terminar la película de fantasmas vuelve a sus actividades diarias con naturalidad. Este teatro de ocultamiento quita a las imágenes su capacidad denunciadora y obstaculiza el juicio sobre los responsables. Colombia, luego de la experiencia telemática argentina, implementa un plan que innova en estrategias represivas aportando su granito de arena en pedagogía internacional: crean falsos-documentos para propagar la desconfianza en las imágenes denunciadoras. Así, las imágenes de los muertos no representarán a los muertos reales. Es la invención de un nuevo tipo de desaparecido, desapareciendo cuerpos en su doble existir: desaparición de personas y desaparición de las imágenes de esas personas.
Ya es demasiado tarde para decir que el cine nació en Wounded Knee. Pero quizás no para decir que aquella primera fotografía de dos blancos fingiendo un combate contra un indio, devino en western. Así como las películas-propaganda realizadas por los Aliados después de la guerra devinieron en las películas de nazis, o la televisación de La guerra de Vietnam (la primera guerra televisada de la historia) devino en las películas de Vietnam, así como el efecto corrosivo de la bomba nuclear continuó expandiendo su acción terrorista por acción telemática a través de la difusión de las imágenes del hongo. Más tarde, el querido Rocky Balboa pelea en un ring contra un comunista ante millones de espectadores. Durante La guerra fría (una guerra que fue en realidad una guerra de imágenes calientes) el cine terminó de blanquear su íntima relación con la televisión, el star-system y el género, cuando la cara visible del poder despersonalizador fue el presidente norteamericano Ronald Reagan. Un ex actor de western.
Pirotecnia
Contraataque
En una entrevista para un canal de youtube cinéfilo, Atehortúa Arteaga refiere un montaje tipo zapping: “Mi educación ha estado muy vinculada a la televisión. En mi casa el televisor siempre estaba prendido (…) Yo quería que la película se sintiera como si uno estuviera pasando de canales». Pero hay algo fundamental que diferencia un montaje zapping (zapping televisivo o zapping web) de un montaje de cine ensayo: entre plano y plano, el zapping fomenta el mero consumo y el cine la imaginación. En el zapping, nada relaciona un segmento con otro más que el cambio por el cambio en sí, mientras que en el cine ensayo precisamente en la relación alquímica entre elementos que parecen indisolubles radica su fuerza. Una fuerza que pareciera contraatacar la linealidad de la foto-novela de 1906: si aquella foto-novela coartaba la imaginación de los espectadores, Atehortúa Arteaga opone, para sí, otra actitud narrativa: la creación de una línea personalizada. Esta actitud podría emparentarse con la del chileno Ignacio Agüero en su película Nunca subí el Provincia (2019), una película que no cuenta una historia sino que es “un estado de divagación”. En contra de llevar un hilo exacto o una clara línea narrativa, Agüero propone la divagación como estrategia antisistema; quienes se pierden en esta divagación, dice, lo hacen por “mala educación, por costumbre americana”, es decir, por esperar una foto-novela prefabricada, una historia hollywoodense.
En Chile hubo una dictadura y las reminiscencias represivas actuales parecen responder a la misma lógica dictatorial de antaño. “Dictador y sus sometidos”, una alegoría sobre lo ocurrido y sobre lo que ocurre que ya tiene su relato lineal, y más aún, tiene su expresión canónica en las películas de Patricio Guzmán. En ese contexto, la estrategia antisistema de Agüero cobra más sentido, porque en sus últimas películas no tiene la necesidad de contar ni siquiera la dictadura (en todo caso, ya lo hizo en algunos de sus primeros trabajos). Pero en Colombia no hay todavía un nombre y menos todavía un canon memorial, por eso Pirotecnia tiene otra urgencia con el pasado y con el presente y eso interfiere en sus posibilidades divagatorias. A pesar de la libertad en su montaje de relaciones, igual no puede divagar sino es alrededor de un gran tema: la violencia colombiana y su indeterminación política, que ubica la película en una línea temporal muy concreta. Parece contradictorio, porque se opone a la narración genérica y al mismo tiempo es un típico film-ensayo. Construye un relato discontinuo y lineal, alejándose del presente político pero apegado vitalmente a él. Una ambigüedad que parece experimentar también Óscar Campo; su voz en off dice: “La realidad se está convirtiendo en una pésima película serie B de terror, en toda su crudeza, sin efectos especiales, sin ideología (…) Tuve la tentación de hacer una película sobre zombies vengativos que emergen del río” (una idea que Luis Ospina y Carlos Mayolo quizás hubieran aprobado). Tras una pausa, continua: “El término zombie procede de prácticas de brujería en Haití, relacionadas con la explotación de la caña de azúcar. Según la leyenda, los brujos vudú, suministran trabajadores completamente sumisos a las compañías azucareras para quedarse con su salario”. Parece sugerir que, para él, detrás de cualquier película de zombies siempre habrá la denuncia de un crimen real, y que entonces esa certeza, le impediría convertir asesinatos reales en alegorías regladas por un género. Para Campo y para Atehortúa Arteaga cualquier travelling es abyecto, porque la violencia política es tan presente que atraviesa sus metáforas y las fragmenta, las desalinea. No hay lugar para el entretenimiento.
Crónica de una fuga (2006) de Adrián Caetano es una ficción que utiliza elementos de género para contar la historia de una fuga real en un campo de concentración de la dictadura argentina. En un estudio sobre esta película, Silvia Schwarzböck escribe: “La dictadura, debido a que los crímenes cometidos por ella son imprescriptibles, al ser usada como contexto, no puede ser totalmente absorbida por ningún género. Por ejemplo, es difícil tomar a 76 89 03 (1999) de Nardini y Bernard como la primera película argentina sin mensaje – tal como la promocionaba la leyenda publicitaria – cuando el contexto de la dictadura es precisamente lo que le sirve al espectador para juzgar cuál ha sido el caldo de cultivo de las conductas de los protagonistas” (Estudio crítico sobre Crónica de una fuga, Picnic, 2007, p. 67) Como corolario: Campo y Atehortúa Arteaga parecen entender lo mismo que Schwarzböck, y se niegan a tener una mirada que generalice una experiencia que, por el contrario, está llena de horror innominado que se resiste a un mañana donde se confundirán los tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo se podrá contemplar Auschwitz como se contempla el Coliseo romano o las ruinas aztecas: como un enorme souvenir.
Es una forma de negarse a olvidar, de rebelarse contra el paso del tiempo que pudo convertir la impunidad sangrienta de los narcos en películas de narcos y que podría convertir en género también a la guerrilla, los desaparecidos y a los falsos-positivos; un género que no se diferenciaría demasiado de la retórica de las propagandas estatales. Recuerda a la respuesta que la anarquista América Scarfó dio al oponerse a la adaptación cinematográfica que querían hacer sobre su historia. Tras leer el guión, Scarfó expuso en una carta abierta: “Esa no es nuestra historia: la historia de Severino Di Giovanni y la mía propia. Has inventado unos personajes híbridos que no tienen nada de anarquistas (…) Suplís la falta de concepto con sexo y tiros. Es como si a un ramo de hermosas flores le hubieras arrojado… ¡barro!” (Christian Ferrer, El corazón empurpurado, Urania/Teatrito rioplatense de entidades, 2017, Buenos Aires pp. 29-30).
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