Tres mitologías sobre La Flor (una impresión)
por Juan Laxagueborde
El cine está proyectando siempre en presente algo que paso antes. ¿Pero eso no pasa siempre en todo lo que acontece en nuestra conciencia? Sí. Pero La flor no proyecta lo que paso antes en presente. Proyecta un presente corrido del nuestro, esférico y disidente, autónomo y bromista. La flor es entonces un mundo nuevo, abierto y suturado a la realidad argentina a través de negarla con muchos de sus propios mitos. Hay que decirlo todo para no repetir nada. «Su eficacia estaba en que la heterogeneidad de composición se hallaba amalgamada en una sola voluntad recolectora», dice José M. Ramos Mejía de Juan Manuel de Rosas. Es lo que hace Llinás con las imágenes y la frecuencia narrativa que economiza como nadie.
No sé qué es La flor. Pero me atrevo a decir que está hecha del amor por contar y lograr una evasión liberadora, anímica, estelar y concretamente extenuante, porque hay que permanecer en un cine, bancarse el hábito para creer. Esa invitación a una ética estoica se dirige a discutir el estatuto de “lo urgente”. A la vez “contiene” seis historias que enumero rápido. Científicas ante la arqueología fantástica. Melodramas y panoramas invernales funcionando desparejos ante mafias realmente irrisorias. Pampa y crimen en el contexto de la guerra fría a esa altura tibia. Deleite con el chiste del homenaje breve a Renoir. Borgismo, estebanecheverrismo, frontera e irresolución.
La flor es una película que trata del tiempo, de cómo seguirle el ritmo para encantarlo. De la relación entre personas reales en un tiempo inventado: los espectadores y el montaje. De la formalidad proliferante de lo narrativo, que lucha contra el tiempo dentro del tiempo, como dice César Aira. De lo enérgico del darle porque sí a lo estético para respetarlo y reírse de él (del tiempo y de lo creado con tiempo). De la duda por el entendimiento. Del delirio y del laberinto. De lo que disfrutamos. De la taradez de vincularlo todo, de estar regalados a que nos cuenten todo, con pantomimas u ocurrencias sacadas de la imaginación pública literaria pero dadas vuelta hacia una soberanía fortísima. Insiste en encontrarle la vuelta a la creación total con la cantidad de restos de yeites de los relatos clásicos más grande que se pueda. La película se despliega no tanto en sí misma, sino sobre la grandeza artificial de la industria cultural. La entiende, la opaca y la niega: la supera. Es una película contra la sociedad.
Me gustaría poder hablar de algunas sensaciones. La crítica desarma al cine para entenderlo desde adentro. ¿Pero desde qué adentro? La impresión se guarda en el bolsillo la metodología e interpreta desde un pueblo de palabras acotado, donde priman lo que conmueve y lo que no. Elijo algunos momentos en los que las cuatro actrices protagonistas de la película comparten escena. Los momentos en donde dejan ver su alcance común. Juntas las cuatro arman una quinta: la imagen, esa que las trasciende y las justifica como grupo. Esas escenas donde “las partes” se pierden en una totalidad nunca cerrada. Las cuatro hacen florecer cada escena colectiva que tiene mucho de fragancia (por lo que tienen de sensibilidad sin comunicación) y poco de “sentido”. Quizá por eso, además de porque Llinás pensó en lo proliferante de los relatos, la película se llama La flor. Acá estamos advirtiendo algunas donde eso es programado por el cooperativismo parejo de las Piel de Lava. Elijo estos tres recuerdos de espectador.
Las cuatro desayunan. Pasaron la noche y mientras tanto se cuenta la historia de cada una, esto se cuenta a su vez con historias filmadas en cuatro países distintos, por el origen de cada una de las espías, no desde la propia escena del hangar donde esperan. El fragmento de esta parte es largo, no recuerdo cuánto, pero largo debe querer decir 2 horas. La escena que elijo está antes de eso y viene después de que el personaje de Horacio Marassi, secuestrado por estas células perdidas de la guerra fría, reflexionase nada más y nada menos que sobre las diferencias y semejanzas del cosmos, del cielo, de las estrellas… según se lo vea desde Suecia o desde la llanura pampeana. Entonces: no sabemos (no saben ellas) si las van a matar, pero están tranquilas. Están esperando un avión, algo que las rescate o las liquide. No importa tanto eso como su estética, la apariencia de la escena, las tensiones y el desapego con respecto a todo lo demás que se refleja de ella. Pilar Gamboa es muda. Se escuchan los sonidos de cacharros de loza y un folklore de radio AM. Es la paz previa a la paliza o al renacimiento. Valeria Correa es irónica, al borde del desencanto existencial. Elisa Carricajo es un témpano con la mirada angelical. Laura Paredes una mujer normal. Charlan de pavadas y empiezan a hacer bromas alrededor del hierro y el tren, derivaciones irrisorias, poéticas pero un poco desubicadas para la ocasión. Se ríen las cuatro juntas y es en ese momento cuando se consuma la actuación entendida como autoría colectiva. La economía, los silencios, la música de la espera y la tensión son el territorio donde cuatro gestos entonados como en una estandarización leve de la acción comunal, sitúan a la escena en un borde perceptivo extraño, sin que tenga otra explicación que esa. La cámara espera como ellas, pero esperando a la vez desencantarse de ellas, quitarles atención. No lo logra. El ruido exterior, la peripecia que rompe la burbuja (el avión esperado) termina con el embrujo. Nos damos cuenta de que Llinás se había olvidado de narrar y había quedado imantado en ellas, que eran ahora las soberanas de algo que estaba más allá de lo que se cuenta. La irradiación de lo hecho en partes que se vuelve una sola imagen, una sola referencia llena de sentidos transparentes, espectrales, en quien la ve. Este fragmento ocupa apenas cinco minutos de una película que dura 14 horas.
El segundo no sé si se llama escena. Digámosle “La parte del homenaje”. Estamos hablando del final del fragmento de “La araña”, que parece terminar pero le queda una coda. Llinás se toma su tiempo para mostrarlas a ellas en medio de las filmaciones, retratos que no fueron filmados bajo el guion, pruebas de cámara o minucias entre escenas. Las Piel de Lava se van sucediendo una a otra, intercaladas en el montaje que está vivo apenas, sugerido, como si persiguiese la música que lo anima: es Ravel, el adagio de su concierto para Piano en sol mayor. La película tiende a terminar (aunque falta mucho). Aparecen en el campo generalmente con los pelos bailables por el viento, entre pastizales, en caminos de tierra, al borde de ríos, bajo puentes… Generalmente las cuatro se ríen, cuando no están serias y se tientan. Hay un potrero de pueblo y una de ellas lo mira. A veces muestran una sola teta, como guiño chistoso, como travesura inocente. A veces las alumbra un celular mientras mandan mensajes de texto. La que habla es la música. La música y el viento están narrando un recuerdo pero están también haciendo una película, que es siempre el camino hacia una despedida y la forma de una eternidad que puede reproducirse. La melancolía no es una pena, es la alegría cuando se habilita dudar para imaginarse desperdigada. El impresionismo de Llinás no es acá meloso o kitsch, sino que tiene un dejo de relación estética frustrada por lo que se hizo de verdad.
Me acuerdo bastante del final de la película, de su último episodio. Es mi tercera elección. Cuatro cautivas caminan por la parte serrana del fin de la pampa. Todo forma parte de una narración, de un mito, que se va contando por placas. Nadie narra, la leyenda se narra a sí misma y en eso reside su poder organizador de vidas. No recuerdo cuál es cuál. Pero hay tres criollas y una mestiza. Dos están embarazadas, lo que le da a la escena algo de la extensión hacia el futuro. Parece un fragmento del periplo libertador de una sociedad libre e igualitaria que le convida a sus hijos fábulas de un pasado inventado y heroico. Las cuatro le temen a la llegada de los salvajes. Son mandadas (cruzan ríos sin desmoralizarse) pero responsables. Saben vivir en el sol y la naturaleza. Escapan de las montañas y tienden al llano. Se llevan bien con unos caballos que encuentran de casualidad. La fantasía de un horizonte que se disipa les saca cualquier temor escondido y festejan bañándose en un descanso del agua que hasta entonces fluía. Una de ellas se queda mientras mira a las demás atravesar el desierto liso y las despide. Son cautivas en el punto donde dejan de serlo. El final de la película pasa por atrás de una tormenta y deja una línea abierta por donde imaginarlo todo de nuevo.
La flor deja en el espectador un respeto laico y sagrado hacia los mitos, que la convierten a ella misma en un mito, porque inventa una manera de mirar y de recordar.
Para otra lectura del film, aquí
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