por Alejandro Solomianski
Pocas películas realizan una representación tan contundente, persuasiva y a la vez sutil, del estruendoso fracaso de las utopías izquierdistas latinoamericanas de las últimas décadas del siglo xx como Amores Perros. Este fracaso está representado por el triunfo de la lógica neoliberal-poscolonial que anega el repertorio icónico del film. Esta lógica omnipresente termina colonizando el imaginario mismo de los personajes como condición de existencia inevitable de las subjetividades en un mundo “sin historia”. Hacia el final del trabajo retornaré al recuerdo de la “historia” que el filme propone y presupone; y a su condición latinoamericanista y tercermundista
- Paralelos y oposiciones: en busca de la estructura subyacente
Intentaré comenzar el análisis centrándome en la configuración estructural de la narrativa del filme con el objetivo de especificar cómo esta disposición particular de sus elementos narrativos construye significados. En principio es inevitable señalar que funciones tales como los personajes y los nudos narrativos, que en esta película tienden a la simetría además del cruzamiento, ya por su disposición estructural resultan representativos e incluso alegóricos de diversos estratos sociales. En este sentido Amores perros es una recreación estética fuertemente enfocada en la representación de la experiencia urbana, en una megalópolis poscolonial latinoamericana al cierre del siglo xx. Como consecuencia de este hecho puede agregarse que esta representación intenta hacerse cargo de la totalidad social, es decir, que apunta a representar todos los niveles sociales y los sistemas de relaciones que los unifican en una totalidad, aunque esta totalidad sea marcadamente incoherente y esté perversamente integrada, o si se prefiere, alienadamente des-integrada.
Puede plantearse que el sólido entramado estructural del filme posee como rasgo más evidente y como primer elemento poscolonial (y en alguna medida modernista) su funcionamiento complejo: el altísimo nivel de participación que requiere por parte de su audiencia implícita. Se trata de una película en la que la historia (en los dos sentidos más comunes del término) debe ser reconstruida por los receptores y su “mensaje,” en alusión al concepto de Roman Jakobson debe ser interpretado y discutido. A diferencia de 21 grams, la proliferación de significados se mantiene dentro de una concepción realista-cientificista de la experiencia humana que vuelve la discusión más abierta y fluctuante, sin admitir la entrada de “sobrenaturalismos” irracionales para el hallazgo de cierres significativos. Entonces, como movimiento inicial, el filme configura un espacio de debate y una audiencia activa que necesita cuestionarse, en los ámbitos simbólico y gnoseológico, su experiencia y construcción de la realidad social.
Amores perros se abre con la inolvidable escena del choque automovilístico, la cual funciona a manera de prólogo y se constituye como el espacio y tiempo central de la película. Este choque es el nudo u ombligo mítico a partir del cual las diversas historias entran en contacto y a partir del cual resultarán transformados los destinos e identidades de los personajes. Esta misma escena, desde distintos puntos de vista vuelve a repetirse otras tres veces. Este cambio de perspectivas que produce una visión, al menos, cuadruplicada y totalizadora incluye, en su trazado perpendicular (como perpendicular es el choque de los automóviles) y cuadrangular, los cuatro puntos cardinales e incorpora también (o involucra repetidamente) el punto de percepción en el que está situada la audiencia. La escena se reconfirma, como propondría Mircea Eliade, a la manera de un “ónfalos” u ombligo sagrado en tanto espacio en el que lo fenoménico adquiere densidad verdadera. Además de su constitución como lugar de la “verdad” puede señalarse, junto con su centralidad espacial, la centralidad temporal: el choque se configura como el comienzo argumental in medias res para el entretejido de historias parciales. Este comienzo por el medio (otra vez: por lo central) se constituye como un espacio privilegiadamente significativo. La megalópolis poscolonial ya no se percibe como un lugar de encuentro y coincidencias que positivamente contribuirán en el desarrollo de las subjetividades que la conforman. El espacio de circulación ciudadano, desnaturalizado y privatizado, en tanto que se trata de automóviles particulares, es el espacio del máximo riesgo, que no se percibe hasta que el “accidente” sucede. Entre tanto el encuentro, o más literalmente, el choque de los distintos sectores sociales, no conduce a la posibilidad de un intercambio recíprocamente productivo sino que, por el contrario, se establece como el espantoso domicilio de la muerte, las mutilaciones, o la clausura de los “planes” que, ante “la risa de dios,” estos personajes han realizado de un modo totalmente egoísta y carente de conciencia comunitaria. Se trata de una ciudad en la que, transparentemente, se interactúa “contra” los demás. En ese sitio los destinos y los itinerarios de sus habitantes se han vuelto por completo inmanejables: como un automóvil que a desenfrenada velocidad se dirige, de modo inevitable, hacia un choque de consecuencias impredecibles.
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